A veces ser dios es una carga terrible. Veo todo lo que hacen los hombres y llego a la conclusión de que el Paraíso que les otorgué se ha convertido en un infierno de odios y rencores, de luchas y rencillas. Hace unas semanas mi corazón explotó de dolor al comprobar lo que ocurría en las fronteras de Ceuta y Melilla con Marruecos.

Por Francisca Castillo Martín

Ya sabía yo que esto iba a pasar: los  inmigrantes soportan una situación miserable que explica que noche tras noche arriesguen su existencia en la valla maldita: cada día tengo la mirada puesta en las chozas estrechas, sucias y oscuras de sus países de origen. En ellas, la única luz que reina es el destello intermitente de la televisión, adelanto barato que muestra como pocos la perfidia de vuestro mundo globalizado y que ofrece imágenes de una Europa rica y derrochadora completamente despreocupada por lo que precisamente les falta a ellos: la expectativa de una vida mejor. Porque para ellos, mantenerse vivo es la principal de las metas. Sobrevivir.

     Yo les he visto. He visto sus grandes ojazos negros, sus ojos asustados, impacientes, esperanzados, mirando la valla que les separa de Europa, de esa Europa con la que aprendieron a soñar desde pequeños, cuando sus dedos encallecidos, que debían haber estado trazando sus primeras letras en el pizarrón de la escuela, revolvían entre la basura algún alimento que llevarse  a la boca. Sobrevivir. En medio de la guerra que ellos no inventaron y de la que se convirtieron en tiernos reclutas, niños de pecho empuñando un fusil. En medio del hambre cuyas imágenes disparan de vez en cuando vuestras occidentales conciencias. En medio de la sistemática violación de los más básicos derechos humanos, cuyas consecuencias de tortura y esclavitud los países ricos conocen pero no hacen nada para remediar y por los que cientos de miles de personas, sobre todo niños, viven encadenados a su destino de reos de por vida de un sistema profundamente injusto del que todos somos parte. No, no miréis para otro lado, la culpa comienza y termina en cada uno de vosotros. ¿Sabéis, aunque suene a tópico, que en esos países dejados de la mano de los hombres existen enormes contrastes entre ricos y pobres y que en términos globales en algunos de ellos su renta per cápita es del uno por ciento de la de los Estados Unidos?

     Veo a esos hombres y mujeres viviendo un peligroso periplo para llegar a su ansiado destino. Salen un día de sus tristes chozas, se enfundan sus zapatos raquíticos y recorren miles de kilómetros. Les veo caminando por estrechos senderos, en el desierto, bajo un sol de justicia o soportando como pueden un aguacero colosal. Veo a algunos de ellos en los rebordes del camino, tirados como perros. Morirán, si nadie lo remedia.

     A los más “afortunados” les veo llegar al monte Gurugú, a dos kilómetros de la frontera con Melilla. Ahora, en verano, hay unos mil, agrupados por comunidades de origen. Comen lo que encuentran, carecen de agua potable, de medicamentos, y viven acechados por las enfermedades, a las que hacen frente con rudimentarios botiquines que alguna ONG, solidaria y esporádicamente, ha hecho llegar a sus manos.  A pesar de su situación precaria, prefieren estar aquí en el monte que en sus países sin futuro, porque no quieren correr la misma suerte que sus hermanos mayores, que por no tener no tienen ni presente. Nunca renegarán de su país, pero son jóvenes y tienen esperanza. Aman la música, el deporte, la vida. Esperan tener éxito en Europa, aunque entrar en Europa sea ya todo un éxito.

     Veo, con profundo dolor, que es noche de asalto a la valla. Los inmigrantes, embozados, sostienen sus endebles escaleras, que parecen esqueletos de sueños rotos. Al atravesar espesuras y sembrados, puedo ver sus ojos brillantes como estrellas mirando la ciudad de Melilla, iluminada e invitadora como un animal agazapado. Los centinelas de uno y otro lado pasan por delante de la valla. La calma es tensa. Un perro aúlla. Se inicia el asalto. Un centinela dice, blandiendo la porra amenazadoramente: “Negro, negrito, tira p’ atrás o te pego con esto en la cabeza”. Ya del lado de Melilla, los más intrépidos caen al suelo y al ser capturados, los guardias les golpean salvajemente con la porra. En el clímax del desorden, el caos, la confusión y el miedo, se oyen sonidos de disparos. Suenan silbatos. “Señor, por favor”, imploran cuando los guardias empiezan a darles patadas en el cuerpo.

     Veo a los capturados de vuelta en el Gurugú. Están destrozados física y anímicamente. Las contusiones, la conmoción y el dolor han sido su única recompensa. Además, los “Alis”, como ellos llaman a la policía marroquí, les han perseguido para pegarles. Oigo frases demoledoras: “Mi corazón está llorando”, dice uno. “No somos animales, somos humanos”, dice otro. Doloridos, pero valientes, se reafirman en que saltarán la valla una y otra vez. No les importa morir en el intento.

     Les veo unos días después, cerca de Ceuta, preparándose para una nueva y terrible intentona. Unos quinientos inician el asalto, pero sólo 170 pasan. Veo a cinco de ellos falleciendo en el suelo de una patria que ya nunca será la suya. Impactos de bala, barbarie civilizada. Veo dolor, desolación, muerte. Mi alma clama; yo no creé el mundo para esto.

      Tanto en Ceuta como en Melilla, los que han logrado entrar se ocultan como forajidos de las batidas de la Guardia Civil. Ahora deberán ir a la Policía Nacional, donde se les abrirá un expediente de expulsión, que paradójicamente se convierte en un pasaje para Europa por tiempo indefinido, ya que no hay acuerdo de repatriación con los países subsaharianos. Les veo con el papel en la mano de camino al centro de acogida de turno. Un rayo de esperanza se abre paso a través de la oscuridad del cielo y me hace creer de nuevo en los hombres: los ciudadanos de a pie colapsan las centrales telefónicas de los diversos refugios ofreciendo lo que tienen: mantas, medicamentos, comida…la solidaridad de los melillenses de a pie no tiene límites.

     A partir de estos momentos comienza la aventura más grande e incierta de las vidas de estos africanos valerosos. Yo soy la fortaleza de muchos, a diario me rezan con una sonrisa, como dando las gracias por seguir vivos, lo que desde luego no es pedir mucho. Yo también les sonrío, pero mi pecho llora de compasión hacia ellos. Me sentiría mucho mejor si cayeran las vallas, verdadero muro de la vergüenza del siglo veintiuno, y se cambiaran las patadas y los insultos vejatorios por abrazos fraternales y la desidia de los gobiernos del mundo por auténtica cooperación internacional pero, conociendo al hombre, al que hice a mi imagen y semejanza pero con muchas más limitaciones, creo que esto ya es pedir demasiado. ¿Es que ya nadie recuerda el mandamiento aquel:

Amaos los unos a los otros
como yo os he amado
Y amad a vuestro prójimo
como a vosotros mismos?

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