La tumba de los olvidados

Era lunes de mayo cuando descubrí el cementerio de Príncipe Pío junto a las vías del ferrocarril de la antigua estación del Norte. Una verja oxidada, cerrada con cadenas y un candado reluciente, dejaba ver un paseo ajardinado y parte de las paredes de un edificio cubierto por la vegetación descuidada. El guarda accedió a mostrarme el recinto y abrió con parsimonia el candado después de buscar entre las cien llaves del manojo. El ruido de las cadenas al caer al suelo sonó como pasos de penitente y avanzamos hacia ese lugar misterioso donde muchos años antes habían sido sepultadas las víctimas de la masacre, hombres y mujeres olvidados hasta que el interés conmemorativo les sacó de la tumba para alimentar novelas y papeles como éste.

A la izquierda del muro, un enorme mosaico reproducía la escena del fusilamiento copiada del cuadro de Goya. Al fondo una puerta oscura. Otra vez las llaves sonaron en el silencio.

Llovía. La primavera reventaba en tormenta las nubes negras que se habían amontonado sobre las vías del tren. Al abrir la portezuela de la cripta, un vapor humedad emergió del escenario y se confundió con el perfume denso de la Rosaleda. Ese olor, quizá de muerto, se me hundió en los pulmones con las bocanadas del humo de mi cigarro. Y en los muros blancos de manchas grises vi por primera y última vez las letras de molde con los nombres de los héroes que hoy son literatura. 

La humedad formaba charcos en el suelo y me arrinconé cuanto pude para que el angular de la cámara me permitiera tomar la fotografía robada. Al fondo había unos candelabros de los que adornan los féretros en los tanatorios. Eran de latón o de níquel, no lo recuerdo pero así me parecieron. Al pasar la mano sobre el mármol de los nichos quise tocar los cuerpos destrozados. Los personajes del cuadro de Goya no gritaban contra la injusticia, los fantasmas del Dos de Mayo tampoco suspiraban. Permanecían callados, preguntándose tal vez  el porqué de mi visita.

Conservo la vieja diapositiva en un álbum de fotos junto a otras vistas del Madrid de los años setenta, libre ya de la dictadura pero todavía con la rebaba de los cuarenta años que nos separaban de los países democráticos. Y al colocar la foto en la mesa de luz, veo en ella la intrahistoria de un pueblo, pero no solo la leyenda del Dos de Mayo, sino la historia de dos siglos de lucha en defensa de la libertad.

 

Juan Miguel Sánchez Vigil

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