Suena como el título de una película. La palabra «experta» implica que se poseen habilidades especiales y experiencia acumulada que nos hacen diferentes, con unas facultades distintas y distintivas de los demás en un ámbito o materia. 

Sin embargo, podemos poseer muchos conocimientos y no ser expertas en el sentido que aquí apuntamos. El conocimiento teórico o la experiencia no suponen marchamo de experto por sí mismos. En nuestro caso hemos hecho una estimación al vuelo del número de tratamientos que hemos realizado en nuestros veintiséis años de carrera. Pueden superar los 30.000 y, sin embargo, no suponer más que el desempeño convencional de un fisioterapeuta del montón. Por otro lado, se puede tener el «título de experto» otorgado por una universidad y ser apenas un novato con los medios económicos para abonar el correspondiente curso de experto (tiene cierta gracia).

Cada paciente, cada encuentro terapéutico,  es una oportunidad de aprender, de reaprender y de desaprender. Somos conscientes de que no utilizamos ese potencial. Estaríamos en un grado de excelencia profesional al que probablemente no llegaremos. Pero sabemos que la experiencia acompañada del conocimiento, del cuestionamiento y de la curiosidad son ingredientes para acercarnos a ese grado de pericia, habilidad, maña que nos hace afrontar los casos con confianza y generando confianza en el usuario y en los demás profesionales.

He aquí la gran diferencia entre el experto y el experimentado. Esa experiencia aprovechada, exprimida, pensada y no simplemente vivida. La experta atesora habilidad y conocimiento implícitos, fruto de su experiencia, de la acumulación de casos y vivencias,  mediadas por procesos voluntarios, involuntarios o automáticos de manejo de la información.

El piloto Chesley Burnett «Sully» Sullenberger decidió amerizar en el el río Hudson en 2009 cuando su avión se quedó sin motores. Lo hizo  en un contexto de toma de decisiones complejo, vital y apresurado. Cuatro décadas de experiencia se resumían en treinta y cinco segundos  que decidieron la suerte del pasaje. Un procesamiento mental ultrarrápido que aunaba habilidad, conocimiento y práctica acumulada en situaciones muy diversas. Este proceso se da también en la práctica clínica, con situaciones complicadas, en las que el conocimiento es imprescindible, pero que precisa de experiencia para el éxito.

En fisioterapia se habla mucho de razonamiento clínico, que es algo parecido a lo que acabamos de contar. Se toman decisiones en situaciones de incertidumbre en base a un entorno más o menos complejo, aunque no acarree riesgos vitales. El experto será el que responda a la incertidumbre de la manera más rápida posible y con la respuesta más adecuada. La destreza se adquiere cuando disponemos de un arsenal o almacén de experiencias que somos capaces de recuperar ante determinadas condiciones estimulares. Esta idea se puede enmarcar en la «teoría de la automaticidad basada en ejemplos» de Logan (1). Cuando tenemos recuerdo explícito e implícito de situaciones análogas y recurrimos eficazmente a él disponemos de un modelo mental de la situación que nos permite dedicar recursos cognitivos a otras tareas y procesar más información. Pero, ojo, confiar ciegamente en esos modelos mentales, que podemos asimilar a prejuicios, heurísticos, esquemas de acción preconcebidos, nos puede llevar a un exceso de confianza y a cometer errores.

Cuando oímos hablar a algunos colegas de figuras de la fisioterapia como Brian Mulligan o Robin McKenzie, de cómo les vieron trabajar, nos encaja en el concepto de experto que estamos tratando. Parece que obraban ante el paciente con soltura, fluidez, manejando información de distinta procedencia al mismo tiempo de manera eficiente en la toma de decisiones. Además, se les suponía un conocimiento previo que sería la base para abordar al paciente con solvencia y seguridad. Aún así, siempre serán posibles los errores.

En definitiva, ser experta es cosa de tiempo. Pero además requiere una base sólida y dinámica de conocimiento teórico y un proceso reflexivo sobre el curso de nuestra acción y sobre sus consecuencias. Y también muchos pacientes que vayan acrecentando nuestro repositorio de casos. Terminamos con el vídeo de algunas escenas de «Sully», todo un ejemplo de lo que acabamos de hablar.

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Referencias:

1. Atención. Teoría y Práctica (Manuales).  Addie Johnson y Robert W. Proctor. Ed. Universitaria Ramón Areces. Madrid, 2015. Pag 256.

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