El resurgimiento de la superstición y la superchería en la edad de la ciencia

 

Cuando finalmente el desarrollo de la comunicación global  se ha abaratado tanto que podíamos pensar que la razón se iba a extender a todas las personas del mundo, la resistencia numantina ( y todos sabemos como terminó Numancia) de la sinrazón parece que va ganando poco a poco el debate.

Parte importante de la culpa la tienen algunos físicos que llegan a decir que la ciencia se puede hacer también dentro de la mente, rechazando de plano la validación experimental.  Si esto lo dicen personas que tienen doctorados en ciencias físicas, ¿cómo no van a decir otras personas que reciben mensajes del universo no. 321985678 paralelo al nuestro? Cuando a la mística se le da patente científica, la mística se toma la mano, y el codo también, con avaricia.

La ciencia es el ejercicio de la razón, pero el ser humano no es esencialmente racional, a pesar de las definiciones al uso en las enciclopedias, y en los textos de economía, por ejemplo. Somos animales, primero, comidos por el miedo, que actuamos por impulsos grabados en la memoria, y utilizamos la razón solo a veces, en último lugar y a regañadientes.

Mi experiencia es, para mi, significativa: Cuando trato de explicar algo de una manera sencilla, por ejemplo, la realidad de como vuelan las aves y los aviones, la respuesta es, en una mayoría de los casos la siguiente: »Eso no lo veo, prefiero pensar que ese vuelo es magia».  Cuando escribo que para explicar el movimiento anómalo de las estrellas que forman una galaxia es mejor volver a considerar las ecuaciones que manejamos, la respuesta es »Prefiero pensar en algo oculto, algo que no puedo ver ni medir».

Para ésto si hay explicación racional: es la pereza innata de una mayoría de personas, la misma pereza que les lleva a entregar su destino en manos de los embaucadores que solicitan sus votos (¿el Tea Party?) en vez de ponerse a trabajar. La ciencia es sencilla, pero exige esfuerzo, y sobre todo, exige asumir la responsabilidad de los propios actos.

Una inmensa mayoría de personas prefiere que esa responsabilidad recaiga sobre otros: Sobre las cartas del tarot, sobre los astros, las voces misteriosas, los ángeles y los dioses.

Richard Dawkins, Michael Shermer, y algunos otros se han esforzado en demostrar la falsedad de esas supercherías, pero el camino que han tomado es evidentemente erróneo, pues tras años de esfuerzos la superchería no hace más que crecer.

Un ejemplo es la autorización por el Tribunal Supremo de los EEUU a la corporación municipal de la ciudad de Greece en el estado de Nueva York para comenzar sus reuniones con una oración a su dios. ¿Por qué quieren hacer ésto las autoridades municipales de Greece? Dejando de lado los argumentos legales, que suelen ser casi siempre escapatorias por rincones ocultos de las normas que las sociedades se dan a sí mismas,  lo quieren hacer por el deseo de esa corporación municipal de sacudirse cualquier responsabilidad por sus fallos (conservándola por sus aciertos) achacando sus decisiones a la inspiración divina.

El argumento básico contra la superchería, y a favor de la razón es que aquella, al eliminar la responsabilidad individual, convierte a las personas en esclavos de las circunstancias (astros, cartas, el hígado de los animales sacrificados) y de los estafadores que de éstas se aprovechan.

La superchería copia de la doctrina de Calvino, eliminando la libertad del ser humano. Es muy posible que una cierta mayoría de los seres humanos tenga miedo a la libertad: »No se que hacer, ¡dígame usted que hago!». Pero al ponerse en manos de otra persona, uno se entrega a la esclavitud, a actuar siempre dirigido, y finalmente controlado hasta las últimas acciones y pensamientos por los controladores.

El problema se complica cuando nos hacemos la reflexión de que en la mayoría de los casos la otra persona en manos de quien se pone esa mayoría de seres humanos no es realmente una controladora óptima: No sabe lo que hacer mejor que la persona que le pide que la dirija, pues su campo de pericia es el convencer a otros, no el resolver problemas.

Tenemos así la peor combinación posible: La pérdida de libertad, de nuestra propia capacidad de acción substituida por las órdenes de otra persona cuya capacidad de acción es en la mayoría de los casos aproximadamente nula.  Muchos gobiernos, en España, por ejemplo, han sido capaces de convencer a los ciudadanos a que éstos se pongan en sus manos, para mostrar, una vez ganada su confianza, que carecen de cualquier habilidad para resolver los problemas de los mismos.

La solución, si la queremos aceptar, pasa, como con la economía, el clima, el medio ambiente y otros muchos problemas con los que nos enfrentamos,  esencialmente por reconocer la realidad y querer aceptarla. Se precisa un sistema de educación real mediante un esquema sencillo, que llegue a todos y que muestre que, a) la ciencia es fácil de asimilar, b) no es difícil, y c) lleva a la libertad.

En contra de esto está la tendencia gremial de los eruditos de la Salamanca medieval, hablando un lenguaje obscuro, y retirando el conocimiento del alcance de los ciudadanos para convertirse ellos en grandes popes ininteligibles, orgullosos en sus cátedras  y dedicados, evidentemente, a una mística similar a la de las supercuerdas de hoy.

Podemos volver al mundo claro y libre de una sociedad científica, o podemos retornar a los esquemas inquisitoriales de una sociedad acientífica cerrada y obscura, la sociedad del »Vivan las caenas» de la España del siglo XIX. Somos nosotros los que decidimos. ¿Qué elegimos?

 

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