Movilidad humana y globalización fronterizada

La política no puede ignorar la realidad, y la realidad –que es tozuda- nos dice que los muros y las barreras no son soluciones. Ahorremos, pues, en la construcción de barreras y de muros, y pensemos en inversiones más rentables. (Manuel Ferrer)

 

Hablar del derecho a la libre circulación de las personas en el mundo de hoy es adentrarse en un campo minado de paradojas, por no decir de flagrantes contradicciones. Que el conjunto de la superficie del planeta que habitamos fuera accesible a cualquiera que pretenda y pueda desplazarse debería ser lo más natural del mundo. Al fin y al cabo, la Tierra entera es propiedad común de la humanidad (dicho sea esto con el permiso de las otras especies animales que habitan el planeta), una propiedad que cada generación recibe como herencia inmerecida.

La posibilidad de decidir dónde vivir es, por otro lado, un aspecto fundamental de la libertad humana. Pero, como es sabido, no todo el mundo lo entiende así. Por doquier se levantan fronteras y controles, se multiplican vallas y muros, que limitan o sencillamente impiden ejercer esta libertad básica. Un despropósito que podemos expresar enfáticamente con estas palabras que el escritor Stefan Zweig incluyó en sus memorias tituladas El mundo de ayer: “Antes el hombre sólo tenía cuerpo y alma. Ahora, además, necesita un pasaporte, de lo contrario no se lo trata como a un hombre”.

La libre circulación de las personas es un derecho humano básico y, sin embargo, la forma concreta de regularse adolece de tal grado de asimetría regulación que raya con el absurdo. Un rasgo visible incluso en el texto normativo más significativo sobre la materia, la Declaración Universal de Derechos Humanos, cuyo artículo 13 proclama: “1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. 2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”.

La legislación internacional vigente sobre derechos humanos, inspirada en este artículo, reconoce a toda persona el derecho de abandonar el Estado del que es nacional y a retornar a él, pero guarda, sin embargo, un estrepitoso silencio acerca de la correlativa obligación de los otros Estados de aceptar la entrada en su territorio. Normas de tal tenor pudieron representar en su momento un avance tanto frente a las restricciones feudales a las que estaban sometidos los siervos, que, en el mejor de los casos, estaban obligados a pagar un peaje para salir, como frente al ostracismo, práctica típica de los regímenes autoritarios para deshacerse de sus disidentes. Se reconoce, es verdad, el derecho a emigrar, pero se ignora el derecho a inmigrar, con lo cual en la práctica se conculca también el primero. Se afirma un derecho de salida del propio país, pero, en realidad, nada se dice acerca del de entrada en otro país, salvo en los casos en que se huya de persecución, ya sea política, étnica o religiosa (el derecho de asilo, tan cicateramente administrado por tantos países).

El posible reconocimiento de la libre circulación de personas – y, con ella, la paulatina configuración de un mundo sin fronteras – tiende a ser contemplado como un desafío directo a una competencia soberana atribuida tradicionalmente a los Estados como es la de controlar sus fronteras territoriales y reservarse el derecho de admisión. Esto bien podría resultar plausible en el mundo de ayer, pero hoy es de difícil comprensión. Choca que la libre circulación de personas se entienda como un desafío a la soberanía estatal cuando la libre circulación de bienes y mercancías es la regla general en este mundo globalizado. Se trata, más bien, de una palmaria inconsistencia entre los principios proclamados y las políticas implementadas.

En un mundo en que la producción de bienes, el comercio y las finanzas, pero también las comunicaciones, los transportes y la información se suceden en un escenario unificado (un único espacio mundial en donde se han derribado las barreras y se han liberalizado los flujos e intercambios), vivimos la enorme paradoja de que por todas partes se pone cerco a la movilidad humana. Las políticas migratorias están regidas de hecho por ordenanzas crecientemente restrictivas para el ingreso y la movilidad de las personas – de ciertas personas, siempre las más vulnerables y con menores recursos – a través de las fronteras internacionales. A este fenómeno se le llama, a falta de mejor nombre, globalización fronterizada (cf. Arango 2003, 9-10). Con frecuencia, sin embargo, la voluntad de controlar, cerrar e incluso blindar las fronteras deviene en un vano afán.

La alta tasa de movilidad humana, una de las señas distintivas de los tiempos que corren, tiende a distribuirse de manera piramidal y asimétrica. En un planeta con tremendas disparidades en ingresos, recursos y oportunidades, no todos pueden permitirse – ni les está permitido – el lujo de ser cosmopolitas; es más, el común de los mortales, la mayoría de quienes habitan el planeta, tienen limitadas severamente sus posibilidades de movimiento.

La libertad de circulación, una mercancía curiosamente siempre escasa y distribuida de manera desigual, se ha convertido en un significativo factor de distinción y estratificación social. La movilidad valiosa es, obviamente, la elegida y no la impuesta por las circunstancias. Y esa fortuna no está al alcance de todos. De hecho, no son pocos quienes se trasladan únicamente para huir de una situación a todas luces desesperada. En este sentido, tan básico como el derecho a poder emigrar sería el derecho a no tener que emigrar.

 

[Esta entrada forma parte de un artículo más amplio titulado Movilidad humana y fronteras abiertas, publicado en la revista “Claves de la razón práctica”, nº 219 (enero-febrero 2012), pp. 28-35]

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2 comentarios

  1. La migración es un hecho social muy complejo, del que participan seres humanos, que en ambas orillas tienen idénticas capacidades, motivaciones e intereses. Los jóvenes africanos asomados al anfiteatro mediterráneo perciben el bienestar aparente que disfrutamos en Europa; e imaginando fácil el acceso a la sociedad de consumo, quieren llegar hasta aquí a toda costa.

    La necesidad de adoptar medidas de urgencia para hacer frente a lo que está sucediendo en las fronteras de Europa no debería ser incompatible ni puede sustituir al compromiso real de abordar las causas que originan los movimientos migratorios actuales, que difícilmente pueden ser calificados de voluntarios.

    Para ser controlados, requerirían medidas que equilibren la distribución de la riqueza y garanticen la participación equitativa de todos los países en los beneficios de la globalización. Pero luchamos únicamente contra el síntoma que supone la violación de fronteras y posponemos para otro momento la lucha contra la enfermedad que representa la pobreza.

    Reducir las diferencias de desarrollo, democratizar las sociedades de origen, crear trabajo decente allí donde viven las personas no son productos de mentes ingenuas. Son objetivos necesarios hacia los que hay que tender para que la emigración voluntaria, como opción personal, se convierta en un nuevo derecho humano al comenzar el tercer lustro el siglo XXI.

    (Carta publicada en El País, 17 mayo 2010)

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