Igualdad, solidaridad y justicia social: valores para las políticas migratorias

Las migraciones internacionales constituyen, sin duda, uno de los fenómenos globales que con mayor intensidad polarizan las sociedades contemporáneas y, en esa misma medida, representan un serio desafío para las políticas de izquierda. A diferencia de lo que sucede en la derecha, que, con sus propuestas de mano dura y restricciones genéricas, parecen tenerlo bastante claro, desde ese otro lado del espectro ideológico no hay un planteamiento reconocible acerca de cómo afrontar el reto con seriedad. Y lo cierto es que sus votantes también demandan algún tipo de respuesta que resulte consistente con sus característicos valores de igualdad, solidaridad y justicia social.

Recientemente, la politóloga norteamericana Sheri Berman aseveraba que las reacciones de la izquierda, en materia migratoria, “en lugar de tener en cuenta las inquietudes de los votantes, las desprecian”. Berman reivindicaba a continuación la posición de Tony Blair sobre el tema: “Debemos abordar los motivos legítimos de queja y darles respuesta”. No les falta razón, pero sí es así, entonces lo primero sería identificar cuáles son esos motivos y dilucidar si poseen una base real.

La agenda política y mediática hegemónica insiste en presentar los inmigrantes como invasores que socavan nuestra identidad y erosionan nuestro bienestar, obviando tanto los innegables beneficios que su presencia comporta para la regeneración de nuestras envejecidas sociedades como el enorme sufrimiento humano que genera la criminalización preventiva de la que son objeto de manera indiscriminada. Se pone el foco en lo conflictivo, en lo problemático, que en ocasiones también aflora, pero se deja en la penumbra las enormes oportunidades que se abren con su llegada. La expulsión y/o un hermético cierre de fronteras se presentan como las

soluciones terminantes a estos males. Este discurso populista también tienta a algunos sectores de la izquierda. Pero, ¿son estas propuestas compatibles con los valores de la izquierda?

Antes de responder a esa cuestión, sería bueno disponer de un diagnóstico competente del fenómeno. De entrada, no se puede aceptar sin más que la verdad sea todo lo que circula. No puede dar por buenas y menos aún hacer suyas las percepciones sociales que supuran prejuicios y xenofobia. Contrastar fuentes es el único modo de desmontar mitos y bulos que prescinden de cualquier diferencia entre lo verdadero y lo falso. Ese es precisamente el primer objetivo del Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular  firmado el pasado diciembre en Marrakech: “Recopilar y utilizar datos exactos y desglosados para formular políticas con base empírica”.

Con los datos en la mano, no es admisible afirmar que la migración representa un peligro o una carga inasumible. En su conjunto, los inmigrantes devuelven al país receptor más de lo que reciben. El gasto que generan es compensado por los impuestos directos e indirectos que pagan y su contribución al aumento del PIB. Favorecen la actividad económica y elevan la base de la recaudación. Las razones para el rechazo no se basan, pues, en la racionalidad económica, sino electoral.  El discurso nacionalpopulista establece un cierto clima social de agresión y demonización de los migrantes. Los convierte en el nuevo chivo expiatorio de las frustraciones internas. Su predilección por este colectivo tiene su razón de ser, pues, al fin y al cabo los migrantes no votan y el coste político para los partidos que acaban asumiendo estos discursos es relativamente escaso.

Sin quitar un ápice a lo recién dicho, también es verdad que, al haberse agudizado la brecha de desigualdad con la última crisis económica, se ha acentuado la competición entre los más necesitados por unos servicios sociales cada vez más escasos. En este contexto, los inmigrantes son vistos no sólo como intrusos, sino como adversarios en la competición social, que quitan a los nacionales los precarios puestos de trabajo disponibles. Desde posiciones nacionalpopulistas, profundamente demagógicas, compartidas cada vez más por otras formaciones políticas, se proclama que, en consecuencia, las fronteras no pueden mantener su habitual porosidad, sino que deben ser cerradas a cal y canto, o incluso ser bloqueadas herméticamente mediante muros.

Ni el rechazo del inmigrante y, menos aún, la xenofobia pueden ser consideradas como propuestas de izquierda. La apuesta fundamental de la izquierda ha de ser, como siempre, lograr una sociedad integrada, con menos desigualdades internas, en la que toda la población tenga sus necesidades básicas cubiertas. La integración social, que no hay que olvidar que es condición necesaria para una convivencia pacífica, supone, entre otras cosas, un proceso de equiparación de derechos e igualdad de trato. No puede promoverse la competencia entre los inmigrantes y la población autóctona por unos recursos sociales limitados. Para impedirlo resulta perentorio reforzar los servicios públicos más básicos, como son la sanidad y la educación, de modo que no pierdan calidad para todos. Ello conlleva, obviamente, un incremento de los medios disponibles y de la correspondiente dotación económica recabada a través de impuestos. Si se opta por aceptar inmigrantes, y buenas razones hay para ello, entonces la sociedad anfitriona no puede desentenderse de su suerte y poner su inserción social en manos del mercado laboral o de los lazos familiares.

El cierre de fronteras tampoco puede ser la propuesta de la izquierda. Los muros son inútiles, menos para quienes se lucran con su construcción y mantenimiento. Si las economías de los países desarrollados precisan de un número cada vez mayor de mano de obra extranjera, como es el caso para que resulten sostenibles, un mínimo de pragmatismo exige que la migración no sea obstaculizada, sino más bien encauzada. Esto coincide con otro de los objetivos del mencionado Pacto Mundial: “Aumentar la disponibilidad y flexibilidad de las vías de migración regular”. Es más, si los Estados no abren canales seguros y previsibles que permitan a la gente poder migrar, deberían ser consecuentes y no reprochar a nadie que haya llegado ilegalmente cuando nunca se le dio oportunidad de hacerlo regularmente.

El fomento de una identidad nacional cerrada y autocomplaciente tampoco es compatible con los valores de izquierda. Y menos aún lo es imponer tradiciones, conductas y prácticas culturales como obligatorias. Eso no significa que haya que ignorar o desdeñar las preocupaciones sobre la pervivencia de la forma de vida característica del país, sino que es preciso descifrar cuáles son las preocupaciones legítimas y no caer en un discurso populista y mixtificador. No es de recibo pensar que la identidad colectiva es única y compartida por todos los autóctonos en igual medida. La identidad colectiva suele ser más bien plural en sus manifestaciones y mutante a lo largo de la historia. Es preciso distinguir entre lo sustantivo y lo accidental.

Los inmigrantes, como cualquier ciudadano, tienen todo el derecho a mantener la propia forma de vida cultural (por ejemplo, en lo relativo a sus costumbres gastronómicas, de vestimentas o de festividades), pero también tienen la obligación de respetar las leyes y aceptar el marco institucional de convivencia definido por los principios constitucionales y los derechos humanos que definen las sociedades democráticas. Esto requiere establecer – como bien señala Habermas – una distinción lo más nítida posible entre dos niveles de integración, a saber: entre los elementos que configuran la cultura política de una sociedad y las diversas formas de vida que individuos libremente pueden abrazar.

La izquierda, que parece haber perdido el paso, haría muy bien en ocuparse con rigor del desafío de la inmigración, pero no en copiarle el discurso a las corrientes nacionalpopulistas emergentes. No ha de reproducir su diagnóstico y, menos aún, sus recetas. Las puede y las debe sacar de su propio ideario.

NOTA.- Este artículo fue publicado el 13/05/2019 en la plataforma digital The Conversation (ISSN 2201-5639)

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Un comentario

  1. Querido Juan Carlos, como siempre, tus apreciaciones sobre la complejidad de esta cuestión, y especialmente (según mi interés) acerca de las implicaciones de una identidad nacional («cerrada y autocomplaciente»), o el derecho a mantener la propia «forma de vida cultural» compatibilizándolo con el deber del respeto a las leyes y el marco convivencial, son de gran pertinencia. En concreto, la cuestión de la cerrazón de la identidad nacional, como además tantas otras veces he apreciado, se antoja incompatible en realidad con unas ideas real y genuinamente de izquierdas (sea cual sea el nacionalismo del que estemos hablando), y cualquier afirmación de las izquierdas debería pasar, a mi entender, por un rechazo de los nacionalismos a favor de un internacionalismo de los derechos, como tú tan bien apuntas de varios modos.
    ¡Gracias por invitarnos tan bien a la reflexión!

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