Racismo institucional y protestas cívicas

El asesinato de George Floyd – el pasado 25 de mayo en Minnesota – por manos de un agente de policía ha soliviantado a grandes sectores de la sociedad estadounidense, pero no sólo: las acciones de repulsan han prendido en las calles de numerosas sociedades democráticas de todo el planeta. Las calles han vuelto a recuperar así su papel como foro alternativo para canalizar la frustración con una política demasiado institucionalizada y aparentemente indiferente ante una arbitrariedad y una discriminación que siempre perjudica a los mismos.

A la sensibilidad democrática le repelen las escenas de ensañamiento y brutalidad gratuita protagonizadas por la policía. Le repugna también la discriminación sistemática contra los ciudadanos negros, que ante los ojos de los cuerpos policiales son considerados habitualmente como sospechosos. Ni el racismo sistémico, que sería otro nombre para designar el fenómeno, pues contamina la vida política entera del país, incluidas sus instituciones democráticas. Que sean objetos de reiteradas detenciones de perfil racial, además de padecer unas tasas de encarcelamiento absolutamente desproporcionadas, son actos revelan lo poco que a ciertos sectores de la sociedad norteamericana – y también de otros muchos lares – les importa la vida de los negros y evidencian una marginación social y económica cronificada desde la abolición legal de la esclavitud, una herida que aún supera tras más de ciento cincuenta años.

Cuando un agente de policía actúa con violencia desproporcionada – como es el caso del agente Derek Chauvin que arrestó a George Floyd, lo esposó, lo puso boca abajo y  lo presionó contra el pavimento con su rodilla apoyada sobre el cuello para impedirle que pudiera respirar, mientras otros tres guardianes del orden público observaban la escena – y como consecuencia sobreviene la muerte de una persona, y esa acción no es perseguida ni sancionada, sino excusada y protegida, no estamos ante una violencia coyuntural. Si el acto además no es puntual ni la respuesta una reacción aislada sino sistemática, entramos en el terreno de lo intolerable para cualquier sociedad comprometida con los derechos humanos: estamos ante una violencia institucionalizada, una injusticia estructural. Y nadie se engañe, éste no es un pecado privativo de los Estados Unidos. En Europa, se asume como normal – o como una excepcionalidad esgrimida a modo de autoexculpación – que a las playas arriben cadáveres de niños o las balas de goma ahoguen en las costas de las ciudades españolas norteafricanas a quienes vienen impelidos por la desesperación.

Miles, cientos de miles de norteamericanos desafiaron durante las primeras semanas de junio el toque de queda para reclamar pacíficamente en las calles un cambio radical en los métodos usados por la policía con los miembros de la minoría negra. Violar el toque de queda es obviamente una transgresión de una norma legal. Se dan ahí juntos todos los rasgos para calificar estas acciones masivas de protesta como actos de desobediencia civil.

En las últimas décadas se ha producido un espectacular aumento de la desobediencia abierta a la ley, y no precisamente por parte de delincuentes egoístas, sino de personas inspiradas por ideales tan dignos como la equidad social, la igualdad de géneros y etnias o la protección del medio ambiente. La desobediencia civil ha sido asumida como forma legítima de participación política y forma parte ya de hecho del vocabulario de cualquier sociedad democrática.

La protesta de una conciencia disidente, organizada en movimiento social, que deliberadamente infringe una disposición legal, es un importante factor de agitación que puede culminar en la reforma de una norma jurídica o en la implementación de nuevas políticas. Desde esta perspectiva es posible comprender el tipo de reacción de los diferentes poderes estatales ante tales actos como un test para calibrar la legitimidad del propio sistema.

La desobediencia civil ha alcanzado un notable prestigio del que carecen otras modalidades de contestación y resistencia. No es, como reprochan ciertos nostálgicos de sueños revolucionarios, una forma de protesta domesticada que se queda en lo meramente simbólico. Tampoco se trata, como denuncian algunos defensores de «la ley y el orden», de una ruptura unilateral del ordenamiento jurídico que no puede ser tolerada por un sistema democrático. Va más allá de la oposición legal convencional, pero no llega a ser resistencia revolucionaria. Sin embargo, no cualquier ruptura de la legalidad llevada a cabo con intencionalidad política puede ser considerada un acto de desobediencia civil.

Una sociedad abierta siempre tendrá que agradecer a quienes ejercen la desobediencia civil y ponen en evidencia el sistemático incumplimiento de la promesa de igualdad inherente al ideario democrático

Una cosa es reconocer la relevante contribución de la desobediencia civil en una democracia representativa y esperar, que no exigir, que quienes protagonizan esta forma de disidencia política reciban una respuesta jurídica atenuada y otra cosa bien distinta es abogar por su completa despenalización. Este paso les desposeería de su aura de heroicidad y les privaría de la fuerza moral para reconvenir a las autoridades y espolear al conjunto de la ciudadanía. Nadie puede pretender razonablemente una exención a priori de las sanciones que conlleva una infracción de la legalidad.

Del carácter cívico de esta forma de desobediencia se deriva la aceptación de las posibles repercusiones administrativas y penales. Una respuesta atenuada a posteriori sólo es pensable si el quebrantamiento de la legalidad por motivos políticos resulta claramente distinguible de la criminalidad ordinaria. De ahí la insistencia en no relajar la obligatoriedad de satisfacer una serie de exigencias: carácter cívico (lo que conlleva que sus protagonistas sean ciudadanos de a pie, no cargos institucionales), público y no-violento, así como la aceptación del posible castigo.

En estos días en Estados Unidos se han registrado algunas reacciones violentas, con ataques directos a la policía, incendios de automóviles y comercios, pero la respuesta que está recibiendo un seguimiento mayoritario es la manifestación pacífica con gestos de gran calado simbólico, como hincar la rodilla en la vía pública. Estas reacciones, emprendidas en nombre de  valores constitucionales como el de “que todos los hombres son iguales” conectan con el movimiento de los derechos civiles y las figuras icónicas de Rosa Parks y Martin Luther King. Ahora, como en los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria, es el momento de la desobediencia civil.


Una versión levemente modificada de este artículo fue publicada en el diario La Vanguardia (26 junio 2020)

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