En estos tiempos de zozobra, cuando el estado del bienestar parece venirse abajo, el análisis de los problemas necesariamente debe ser sistémico y no reduccionista. En un sistema el comportamiento del todo es más (o al menos distinto) que las sumas de sus partes, se estudie como se estudie (países, sectores económicos, etc.). Desde el punto de vista de un investigador, asisto a un momento en el que la Escuela ultra-neoliberal  de Chicago, con dos premios nobel a su espaldas ha demostrado con creces que basa sus tesis sobre constructos teóricos paupérrimos, deficientes cuando no timoratos. Por tanto, se puede argumentar, sin temor a equivocarse, que los fundamentos económicos que defienden los “chicago boys”  son refutados y una y otra vez por la experiencia empírica. Cuando tal hecho ocurre en la indagación científica, su comunidad debe afanarse en encontrar una nueva teoría (léase un nuevo modelo de desarrollo económico) que prediga los hechos observables, como mínimo mejor que la anterior. Podríamos y quizás deberíamos hablar más de estos asuntos. Empero recibo tanta y tan dispar información, como para pensarme agobiar más aun al ciudadano con recetas caseras. Ahora bien, bajo todo este entramado socio-geo-político-económico, subyacen ciertos problemas que, al contemplar la historia de la humanidad, se me antojan recurrentes. Y uno de los más palpables son los nacionalismos, que también padecemos en España (inluídos los fanatismos españolistas). Cuando estos últimos son mal entendidos por políticos paletos, con boina calada hasta las cejas, terminan por dar lugar a unos disparatados dispendios y contubernios con la banca y sectores de la construcción, semilla del desastre actual. Son muchos los expertos e intelectuales que abogan por una mayor integración en la Comunidad Económica Europea. Y en principio, tal solución me resulta atractiva. Ahora bien, los propios políticos nacionales, y generalmente nacionalistas, de una manera mezquina, zafia y mentirosa, responsabilizan a los de otros de sus propios fracasos, tanto en Europa como  España.  El sentimiento de pertenecer a un pueblo concreto me parece justo y razonable, siempre y cuando se asuma de una manera lógica y racional, que no fanática, echando la culpa de sus fracasos patriótico a los “otros”. Y en este embrollo la posición de los gobernantes alemanes se me antoja miopemente deleznable. Intentar imponer la política que conviene a sus intereses, acosta de los países de menor potencial económico, es decir los del sur y este de Europa está acarreando la ruina de los últimos.  Sus mismos parlamentarios calientan la cabeza de los ciudadanos germanos hablando del dispendio en pensiones y altos salarios de los países del sur, lo cual puede demostrarse que no son más que infamias de mentes calenturientas. Y en este sentido cabría recordar ciertos hechos que olvidamos con lisonjera frivolidad. Tan solo hace falta viajar por Europa, como mediterráneo, fuera de los círculos turísticos y en ausencia de amiguetes que vivan allí. Llevo más de 20 años haciéndolo y puedo dar fe de que la xenofobia sigue calando en parte de la población del viejo y decadente continente. Una Unión Europea, en los político, social y económico demanda que los ciudadanos aceptemos unas señas comunes de identidad wn lugar de aferrarse a las diferencias. Empero los nacionalismos se consolidan en estas últimas, a menudo asociadas a un sentimiento de superioridad. Y el ejemplo actual de Alemania y otros países aledaños del norte resulta ser palmario. Muchos comenzamos a tener la sensación de que los males nacionalistas y xenófobos de estos países siguen infectando sus entrañas. Cabría pues recordar las razones que han ayudado a que este gran país a mantener una hegemonía económica son en parte externas. Y lo más paragógico deviene en que la historia  constata que los aparentes perdedores resultaron ser los ganadores, mientras que en muchos países del sur la comunidad internacional nos contempla con desprecio. En casi un siglo son ya tres las veces en que la gran Alemania, ha creado caos, confusión y daños innegables en el continente (¿se avecina el IV Reich?). Pero antes de proseguir me gustaría que entendiéramos que no intento redactar ningún alegato  contra el pueblo alemán, al que reservo una gran admiración y en el que residen muchos entrañables amigos. Tan solo pretendo denunciar ciertas injusticias históricas y los males que se presentan en los nacionalismos mal entendidos.  No hace falta más que ver las declaraciones de ciertos periodistas, políticos y lideres europeos (como también las de algunos deportistas) vertidas durante los juegos olímpicos de Londres que terminaron hace pocas semanas.

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La desunión Europea (Resurrection of Christ, Bellini, 1475-79). Fuente: The Cultural Consequences Of Christian Disunity

Parece olvidársele a muchos, que la historia determina a donde llega cada uno en un momento dado y lugar. Tras la segunda guerra mundial, la incitadora Alemania fue reconstruida con fondos procedentes de USA. Hablamos del Plan Marshall. Y mientras en las décadas de los años 50, 60 y 70 del siglo pasado el tejido industrial (y en espacial la gran industria) de los países más allá de los Pirineos  se consolidaba, en Portugal, España y Grecia (de oeste a este) eran abandonadas a dictaduras fascistas durante decenios. Les ruego que lean en Wikipedia la historia de estos Estados desde 1930. Y así, cuando estos últimos logran deshacerse del fascismo y entrar en la Europa democrática, y era demasiado tarde. La economía mundial, basada en el desarrollo industrial había dado paso a otra basada en la especulación financiara, que no en la creación de riqueza para los ciudadanos. Si nos atenemos al caso de España, el fascismo fue producto de un golpe de Estado contra una república democrática, mientras que en otros Estados de Europa, el Plan Marshall premió a países del mismo corte en los que fueron sus ciudadanos los que alzaron al poder a las huestes nazis. De no haber sido así, el espectro geopolítico actual sería muy diferente. En consecuencia, la supremacía aria, que aun persevera, y puede crecer más con el derrumbamiento de la sociedad del bienestar, resulta ser un auto-engañoso espejismo. Que los países del centro y norte de Europa denominen despectivamente como pigs a los del sur en apuros puede considerarse como una afrenta despreciable y calumniosa. Cabría recordar, por ejemplo, el papel de Alemania en la trayectoria de Grecia y el saqueo de sus riquezas desde 1930. ¡No saben, contestan, pero sí ofenden e insultan!. También es imperativo recordar que la civilización occidental nace en Grecia (extendiéndose luego por la Europa Mediterránea), cuando más al norte guerreros salvajes sin cultura alguna vivian en la más absoluta incultura, al menos tal y como hoy entendemos este vocablo. Por tanto no me extraña que algunos ya comiencen a hablar del IV Reich.

 Empero conviene no echar toda la culpa a los demás y asumir nuestras propias debilidades. Hace pocos años, un escritor francés defendía en que parte de los males de España surgían de su falta de talante democrático, propiciada por su asusencia durante siglos.  Para ser sinceros, reconoceré que tal perspectiva me indigno sobremanera. Sin embargo, según transcurren los años y visto lo visto en el Estado de las Autonomías que hemos creado en España, algo más parecido a un reino de taifas que a una nación, necesariamente he cambiado de opinión. La codicia, falta de transparencia, corrupción,  los susodichos contubernios y despilfarros se han puesto en evidencia impregnando casi todas las Comunidades Autónomas, partidos del espectro parlamentario, empresas constructoras y, como no, la banca, que “siempre gana”. Y como en Europa cada una de las CC.AA. echa la culpa a otras, sin asumir que los mismos que gobiernan ahora en ellas fueron el problema, que no la solución.

Pero no nos confundamos, soy partidario de un Estado Federal en el que se respeten las legítimas reivindicaciones históricas de ciertos pueblos. No es ese el problema. La raíz del cáncer estriba en no entender que: (i) unas CC.AA siempre atesorarán mayor riqueza que otras; (ii) que en una Nación deben existir mecanismos que compensen las desigualdades territoriales; (iii) que las comunidades receptoras de estos fondos de compensación no pueden vivir al día queriendo emular a las que más tienen: (iv) que en cualquier Autonomía no se puede gastar más de lo que se dispone; (v) que estos entes territoriales no pueden ser maniqueamente manipulados por los políticos en sus guerras para alcanzar el poder en el Estado; (vi) que en momentos de crisis todos debemos de cooperar en lugar de echar la culpa a otros, etc., etc.

Sin embargo, sabiendo la sensibilidad que causan los nacionalismos entre los ciudadanos, también debemos enfatizar que el españolismo radical no deja de ser más que otro nacionalismo de los malos. No debe por tanto extrañar que todas las encuestas denuncien que la clase política es uno de los grandes males tanto del Estado, como de la Autonomía a la que pertenecemos.

Pues bien, en Europa ocurre lo mismo. Yo personalmente debo soslayar aquí algunos actos de xenofobia que he sufrido personalmente dignos de ser comentados. Lo mismo le ocurrió a algunos becarios(as) pagados por el gobierno del Estado en sus estancias en el extranjero. Pero no se trata tan solo de hurgar  en la dolosa dicotomía “pigs or not pigs, that is the question”. Reitero que cuando uno viaja más al norte, la frontera del desprecio por los del sur alcanza límites más septentrionales (es decir, se meten en el ismo saco a Estados más norteños que los mediterráneos mentados).

El orgullo de pertenencia a una tribu parece ser algo innato a la condición humana. Tal sensibilidad tiene sus pros y sus contras. La cuestión estriba  en que debemos controlar y corregir los últimos y potenciar los primeros, so pena que se produzca una rebelión en la granja.

Ni los ingleses ni  y alemanes (por no hablar de otros países) se sienten identificados con los del sur, ni nosotros con ellos. Crear un verdadero sentimiento de pertenencia a Europa entre los ciudadanos demanda de una política de acercamiento y una instrucción adecuada por parte de las cases dirigentes a sus ciudadanos: (i) explicar razonablemente las diferencias o idiosincrasia, sin subjetivos juicios de valor; (ii) la diversidad y pluralidad son mucho más positivas que el pensamiento único, y más aun cuando algunos se consideran superiores que otros; (iii) informar al ciudadano todo lo que tenemos en común, lo que nos une; (iv) erradicar las xenofobias y racismos por cuanto siempre generan injusticias y desigualdades como mínimo (…) y (v)  detallar objetivamente la razón del porqué interesa una Europa Unida en lo económico, pero también en lo social.

Empero resulta que nuestros dirigentes de casi toda índole se inclinan más a hondar en las diferencias que abogar por una percepción de pertenencia más unificadora. Los ciudadanos somos muy sensibles a las cuestiones nacionalistas. Todo a punto que tal hecho resulta ser muy bien instrumentalizada por los políticos con vistas a alcanzar objetivos injustificables. Y así, convencer al ciudadano de una Unión Europea más unida, en base exclusivamente a lo económico reviene en la peor de las estrategias, por cuanto para algunos de ellos  significa perder calidad de vida dando a otros que no conocen y son unos vagos incompetentes partes de su prosperidad. Me encuentro completamente convencido que si a muchos ciudadanos del norte les explicaran directamente los del sur sus padecimientos y sentimientos el entendimiento sería mucho más fácil. Dicho de otro modo necesitamos un gran ERASMUS no solo para los universitarios sino para todos los ciudadanos.  Y de ahí pasemos pues a un ERASMUS MUNDUS con vistas de alcanzar una sociedad planetaria más equitativa (“se realista, pide lo imposible”).

Sin embargo, nos falta aun uno de los ingredientes más básicos para añadir a la receta para cocinar un guiso nutritivo. Actualmente, no se enseña ética y civismo, más que de pasada. Cualquier sociedad que desee progresar hacia un mundo mejor debe primar la ética de sus ciudadanos y dirigentes ante cualquier otra materia. Nos hemos ido deslizando hacia un mundo amoral en donde la codicia y el egoísmo priman sobre valores colectivos tales como la solidaridad y la cooperación. Y así no hay forma posible de enderezar nuestro rumbo. Sin ética y moral tan solo formamos sociópatas.

Juan José Ibáñez

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