Uno de los numerosos niños vietnamitas
víctima de la exposición de sus padres al agente naranja.
Refugiados rwandeses en el bosque de
Giseny, Rwanda, en octubre de 1996.
Se estima que en total
hay 65 millones de minas antipersonal que siguen amenazando a la población
y a la vida salvaje en 56 países, de Angola a Nicaragua, de Eritrea a Lao. |
Los conflictos
recientes han dañado gravemente el medio ambiente. Para los seres humanos
y la naturaleza, los daños perdurarán hasta mucho después de que se
restablezca la paz.
La preocupación por las
consecuencias de la guerra para el medio ambiente surgió después de la
operación Ranch Hand, llevada a cabo en Viet Nam por Estados Unidos en los
años sesenta. Su objetivo era defoliar la selva para expulsar de ella a
los combatientes comunistas. Entre 1962 y 1971 la aviación militar
estadounidense arrojó sobre ese país unos 70 millones de litros de
herbicidas muy poderosos, en particular el “agente naranja”: unos 1,7
millones de hectáreas fueron así “rociados” en varias oportunidades. Al
término de la guerra, una quinta parte de los bosques de Viet Nam del Sur
había sido destruida químicamente y más de un tercio de los manglares
había desaparecido. Si algunos bosques han logrado recuperarse, en su
mayoría se han convertido en matorrales, al parecer
definitivamente.
Un experimento
químico injustificado Desde el comienzo se
manifestaron temores en cuanto a la toxicidad del agente naranja para los
seres humanos y los vegetales. En 1964, la Federación de Científicos de
Estados Unidos condenó la operación Ranch Hand, considerándola un
experimento químico injustificado. Pero sólo fue suspendida tras la
publicación de varios informes, en 1970 y 1971, que establecían una
relación entre las malformaciones de los recién nacidos y el agente
naranja. Las investigaciones ulteriores demostraron que uno de sus
principales componentes, el “2,4,5-T”, provocaba sea anomalías, sea la
muerte en fetos de rata: contenía dioxina, que resultó ser uno de los
venenos más poderosos jamás conocidos. La dioxina perturba las funciones
hormonales, inmunitarias y reproductivas del organismo, y altera la
calidad del esperma en el hombre. La naturaleza ha eliminado ya en
buena medida la dioxina de la vegetación y los suelos vietnamitas, pero
esa sustancia sigue presente en la sangre, en los tejidos adiposos del ser
humano y en la leche materna. Según Le Cao Dai, director del Fondo para
las Víctimas del Agente Naranja constituido por la Cruz Roja vietnamita,
la leche de las mujeres expuestas al agente naranja en el ex Viet Nam del
Sur, contiene unas diez veces más dioxina que la de las mujeres del ex
Viet Nam del Norte o de países como Estados Unidos. Se han observado
malformaciones espantosas en los hijos de ex combatientes expuestos al
agente naranja o a otros pesticidas. Según el profesor Hoang Dinh Cau,
presidente del comité vietnamita encargado de investigar sobre las
consecuencias del empleo de armas químicas durante la guerra, decenas de
miles de niños se vieron afectados. Nacieron con deformaciones de los
miembros, con un miembro menos o con ojos sin pupila. Se teme que la
tercera generación también sufra sus efectos. Los ataques iraquíes
contra la población civil kurda entre abril de 1987 y agosto de 1988
provocaron también efectos a largo plazo, si bien éstos son difíciles de
estudiar en el lugar. En Halabja, ciudad bombardeada durante tres días en
marzo de 1988 con agentes químicos y biológicos, 5.000 a 7.000 personas
perdieron la vida y decenas de miles resultaron heridas. La primera
investigación médica fue realizada en 1998 por la doctora Christine
Gosden, profesora de la Universidad de Liverpool. En su informe al
Instituto de las Naciones Unidas de Investigación sobre el Desarme, señala
casos de cánceres raros, malformaciones en los niños, abortos naturales,
infecciones pulmonares recurrentes y problemas neuropsiquiátricos graves.
El gas de mostaza (iperita) quemó córneas, provocando casos de ceguera. Y
existe el riesgo de que aparezcan cánceres cinco o diez años después de la
exposición, añade Gosden. Todas las guerras provocan daños ambientales.
Algunos son deliberados, por razones militares. La defoliación del Viet
Nam corresponde a esta categoría, así como la devastación, con maquinaria
de gran tamaño, de 300.000 héctareas de bosque, que acompañó la operación.
Otras destrucciones, también deliberadas, persiguen un objetivo militar
menos claro, como el sabotaje ordenado por Sadam Hussein de los pozos
petrolíferos de Kuwait en 1991, en el momento culminante de la guerra del
Golfo. De los 730 pozos atacados, unos 630 fueron incendiados. En su
mayoría arrojaron durante meses su petróleo en el desierto, despidiendo un
espeso humo negro. En un momento dado 300 lagos de petróleo cubrían 50
km2 de desierto. Se estima
que 10 millones de m3 de petróleo se
esparcieron así, un millón de los cuales se precipitaron en el Gofo
Pérsico, provenientes de sabotajes iraquíes pero también de bombardeos de
instalaciones estratégicas por Estados Unidos y otros países. Ello acarreó
una contaminación masiva de las costas de Kuwait y Arabia Saudí, que puso
término a la pesca de la gamba. Los estudios realizados cinco años después
demostraron que el ecosistema costero saudí se había restablecido en gran
parte, pero la población de tortugas que anidaba en las islas del Golfo no
recuperó su nivel anterior. Cuando Sadam Hussein amenazó con incendiar
los pozos, algunos científicos temieron que el humo, al llegar a las capas
superiores de la atmósfera, perturbara fenómenos climáticos planetarios
como el monzón. Se comprobó que esos temores carecían de fundamento. Pero
una lluvia de hollín, de partículas cancerígenas y de dióxido de azufre
cayó sobre cientos de kilómetros en torno al Golfo. En Kuwait hubo una
“noche a mediodía”, con un aumento pronunciado de las infecciones
respiratorias. Fueron necesarios seis meses (y 10.000 millones de dólares)
para apagar los incendios y reparar los pozos. El desierto todavía está
manchado con capas de petróleo viscoso. Esa guerra causó otros
perjuicios al desierto. Miles de búnkers, de escondrijos de armas y de
trincheras rompieron el lecho de grava que permitía contener las dunas.
Los tanques y los camiones horadaron suelos frágiles y destruyeron la
vegetación. Según el Instituto de Investigación Científica de Kuwait, más
900 km2 de desierto fueron
dañados por vehículos militares y movimientos de terreno, como
consecuencia de lo cual avanzaron las dunas y recrudecieron las
tempestades de arena y la erosión. Los daños al medio ambiente
provocados por las guerras son en buena medida involuntarios y
“colaterales”. Según Arthur Westing, especialista en impacto de los
conflictos, durante la guerra del Golfo Estados Unidos lanzó 60.000 bombas
de fragmentación, que contenían unos 30 millones de minibombas. Estas
tapizan el desierto, junto a unas 1,7 millones de minas antipersonal
colocadas por los iraquíes. Aunque en su mayoría fueron destruidas
ulteriormente, el ecosistema del desierto ha quedado afectado. Se
estima que en total hay 65 millones de minas antipersonal que siguen
amenazando a la población y a la vida salvaje en 56 países, de Angola a
Nicaragua, de Eritrea a Lao. Según el Comité Internacional de la Cruz
Roja, a ellas se deben mensualmente unas 800 víctimas fatales y millares
de heridos. Se estima que han provocado 36.000 amputaciones en Camboya y
23.000 en Somalia. Consecuencia trágica de las inundaciones catastróficas
en el sur de Mozambique en febrero de 2000: las minas antipersonal legadas
por la guerra civil que asoló el país fueron arrastradas de los campos
inventariados a las aldeas.
Refugiados y
deforestación Desde hace poco existe
inquietud sobre las consecuencias a largo plazo del empleo de uranio
empobrecido —material escasamente radiactivo pero denso utilizado para que
los proyectiles puedan perforar el revestimiento de los tanques. Durante
la guerra del Golfo unas 300 toneladas de uranio de ese tipo se
desparramaron en los campos de batalla. Aún no se sabe con exactitud qué
efectos pueden tener los desechos radiactivos dejados por esas municiones
en la salud y el medio ambiente. Suele afirmarse que el uranio empobrecido
podría ser el causante de un aumento de la incidencia de cánceres en el
sur de Irak y de graves malformaciones en los niños nacidos de soldados
expuestos. Pero ningún estudio ha confirmado esa relación. Otra causa
de perjuicios para el medio ambiente es la afluencia de refugiados, cuya
presencia afecta a los recursos naturales. El conflicto en Rwanda y los
sucesos que desencadenó en el este de la República Democrática del Congo
(RDC, antiguo Zaire) son
una de las principales causas de la deforestación de Africa central. El
Parque Nacional de Virunga, primer parque africano de ese tipo establecido
en la frontera entre la RDC y
Rwanda, ha sufrido las consecuencias. La Unión Mundial para la Naturaleza
(UICN) informó de que en
seis meses los refugiados rwandeses y los soldados hutus de los
campamentos situados en torno a la ciudad de Goma (RDC) habían destruido 300
km2 del parque en busca de
leña y de algo de comer. La UICN estimó
que en los momentos cruciales de la crisis unos 850.000 refugiados que
vivían en el parque o en sus inmediaciones retiraban diariamente entre 410
y 770 toneladas de productos forestales. Los soldados zaireños
aprovecharon la confusión para vender la madera del parque a los
refugiados y a los organismos de socorro. Durante los años noventa
otros conflictos civiles o fronterizos en Africa acarrearon las mismas
consecuencias. En marzo de 2000, el Programa de las Naciones Unidas para
el Medio Ambiente señaló, en el sur de Guinea, una “transformación de las
zonas salvajes y forestales”, con “graves consecuencias para la
biodiversidad y la red hidrográfica”, a raíz de la llegada de unos 600.000
refugiados que escapaban de los recientes conflictos en los vecinos países
de Sierra Leona y Liberia. Los guerrilleros causan tantos perjuicios
como los refugiados, sobre todo cuando deben obtener el sustento de la
tierra o saquear los recursos naturales de la región donde combaten para
financiar la compra de armas. En Africa occidental y central, en estos
últimos diez años, la guerrilla se ha financiado derribando y vendiendo
valiosas especies forestales. La misma situación se presentó en Camboya.
En los años ochenta los combatientes somalíes fueron a menudo los
instigadores del tráfico de marfil. En el Parque de Virunga y en otros
lugares, los gorilas de las montañas fueron masacrados durante la guerra
de Rwanda. Siempre ha habido una relación entre guerra y medio
ambiente. Hace 5.000 años, durante los primeros conflictos entre ciudades
de la Mesopotamia, se demolían los diques para inundar las tierras
enemigas. Quizás por primera vez, durante la guerra del Golfo, hubo
preocupación respecto de las consecuencias ecológicas incluso antes de que
los hechos anunciados se produjeran. Durante la guerra del Kosovo, los
efectos de los bombardeos de fábricas en el medio ambiente a menudo se
destacaron más en las noticias que los perjuicios económicos que se
intentaba provocar. Es evidente que las acciones militares rusas en
Chechenia o en Afganistán fueron igualmente nefastas para el entorno que
las de Estados Unidos y de sus aliados en el Sudeste Asiático, en el Golfo
o en otros lugares. Pero la información disponible es mucho más escasa y
las investigaciones independientes brillan por su ausencia. En Chechenia,
los combates militares son tan violentos que por ahora los perjuicios
sufridos por el medio ambiente y la contaminación del agua apenas han
despertado interés, pese a su importancia probable cuando llegue el
momento de la reconstrucción. Y en Afganistán el carácter permanente de
los conflictos hace difícil cualquier evaluación seria de las
consecuencias de veinte años de guerra.
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