Todo de luces recamado el cielo se ensombrece. Es la noche más alta. Hay una oscuridad que transparente nos ensalza y seduce. Que nos fascina. Y ante la que depone asimilado el hombre su destino terrenal. Brillan los astros lejos con un mágico ardor irresistible y nuestros ojos penden del espacio como sin transición entre aquellas regiones que nos vedan, su pureza magnética y el suelo en el que estamos vivos percibiendo la misteriosa altura, el resplandor astral, la inclemente hermosura que nos tienta, y que a la vez, distante cercanía, nos espanta. ¿Por qué?
Todo lo que está en torno de nosotros es como fuego, vida turbadora y energía inicial. El fuego es como el oro que reluce y la misma pasión a que somete su torturante ser estremecido libertad da a la llama luminosa. Otras veces no brilla, está callado, se muestra receloso y evidente en algún material empedernido que se defiende, un cuerpo que no entrega su fuerza originaria, su secreto, pero que gravitando por el aire o incrustado en la tierra es un peligro de potencial flamante o legendario que por sola intuición el hombre puso en la materia prima. Se diría que el hombre ha de estudiar hasta su muerte cuanto ve, toca, huele, intuye o piensa. Y frente al mundo oscuro que lo asalta Como un montón informe, se ha provisto de cálculos e inventos racionales que dan luz a su alma fugitiva. |
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