Campos de almendros, la tierra rosada al crepúsculo, visillos que ondean en patios de losas y grata penumbra de oscuras ciruelas y albaricoques con la luz de la aurora. Hablo en la brisa dorada, en septiembre, y me llega el rumor de claros indicios de un tiempo de olvido que él mismo deseaba. Hoy está solo en las obras vacías al anochecer, cuando son como tumbas las zanjas abiertas para los cimientos y las luces rojas se encienden en vallas y en lo alto de grúas. Sube la luna en el cielo violáceo a su grata memoria. La alta tiniebla vela la luz del ciprés fuerte y clásico, tras márgenes donde, acabado el poema, surge la muerte.
Quedan los muros más altos, que el orden civil de la hiedra oscurece. Queda detrás del cristal su mirada de afecto, el aire que limpia la mar, y las hojas que cubren las tumbas. Descarnadas, como cepas de invierno son hoy sus palabras. Puro y caótico, así sonreía. Crítico y duro, compuso frisos de ausencia, revestimientos con el mismo estilo que tiene el silencio. Decía que la arquitectura no debe estorbar, y ser placentera al huésped de paso que llega a la estancia. Decía: la casa ha de ser virtuosa y humilde. Ni independiente, ni vana. Ni original ni suntuosa. Siempre, las piedras le devolvieron su esfuerzo: expresaban el orden que había pensado en torno a la luz de los patios, justo en el límite de algo perfecto. Los muros reflejan imágenes claras de cal, de verdad y misterio, la antigua ética de altas linternas encendidas al mar del crepúsculo. Negro, morado nocturno, ventanas ardientes del anochecer. Se encienden las calles, la luz de las casas. La gente entonces es pura leyenda, la más entrañable. Estaba cansado de lucha, cansado también de respeto. Clave de imagen sencilla, a luna clausura la puerta cerrada de su atardecer, y abandona en su mesa planos, esbozos, los restos de un ser desgraciado que con ternura ha dejado ordenadas sus cosas, monacales, sencillas, y cubre en silencio, con sábanas, los muebles, y apaga la luz de la estancia. |
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