ME psicoanalizaban unas chicas guapísimas, muy altas y muy fuertes, con pinta de valquirias o amazonas. Iban todas con gafas y con blusas muy blancas, gentilmente descotadas, y faldas negras, mínimas, de cuero, y pelo recogido, y gruesos labios que decían «comedme» a cada instante. Cuadernos y bolígrafos en ristre, parecían atentas a la historia banal que yo, implacable, les contaba, emocionado ante su complacencia. Les hablé de mi vida desde el punto de vista que juzgué más favorable para mí, como suelen hacer todos los que hablan de su vida, subrayando las acciones heroicas y omitiendo los vicios, las traiciones y los crímenes. Concluido el ditirambo, comenzaban a desnudarse cuando, de repente, se me ocurrió que tanta maravilla no era real, que en algo tan entupido y cruel como que alguien tome nota de tus jactancias y tus abyecciones no podían tomar parte unas damas tan guapas como aquéllas. De manera que opté por escapar. Cerré los ojos, me encomendé a mí madre y a mí novia y, dejando el diván, salté al vacío. |
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