Ciencia y Cultura


DNA Y POLVO DE ESTRELLAS

 

La naturaleza humana. Mosterín, J.  Espasa Calpe. Madrid, 2006. 418 pp.


Una inquietante reflexión


 
 

Siguiendo el modelo de Steven Pinker, Jesús Mosterín se propone en su último libro defender la existencia de la "naturaleza humana" y desvelar su misterio acudiendo a la genética, las ciencias cognitivas y la psicología evolucionista actuales. En este sentido, el libro ofrece una visión fascinante, comprehensiva, esclarecedora y precisa de aquello que somos: una especie entre las especies, seres vivos, animales, mamíferos y primates, producto de la evolución. El autor nos coloca en el lugar que nos corresponde dentro de un universo al que pertenecemos como una parte más, el resultado del azar de las mutaciones y de los mecanismos de la selección natural. Lo que nos hace humanos, en definitiva, no es más que lo que hace a los chimpancés, a los robles o a las bacterias ser lo que son: puro DNA. La naturaleza humana está constituida por "la totalidad de nuestras características ancladas en el genoma humano" (p.134), de tal manera que el día que tengamos en un DVD toda la información sobre nuestro genoma, tendremos en nuestras manos el más fiel espejo de nuestra naturaleza individual (p. 151).

La parte más problemática del libro aparece, en cambio, cuando el autor aborda el viejo debate naturaleza/cultura, abierto y reabierto una y otra vez en las últimas décadas con las polémicas periódicas desarrolladas alrededor de la sociobiología, la psicología evolucionista o la heredabilidad de la inteligencia. La distinción entre naturaleza y cultura aparece clara y distinta en el capítulo 9 ("naturaleza es aquello que se tiene ya al nacer o que está determinado ya al nacer" (p. 231), "la cultura abarca todo tipo de actitudes, habilidades y conocimientos aprendidos" (p. 232)). La clave de la diferencia reside en el método de transmisión: si es genético es natural y si es por aprendizaje social es cultural. Sin embargo, no resulta a menudo tan sencillo desenredar los hilos de la naturaleza y la cultura, cuando, de hecho, los rasgos conductuales que exhibimos, en tanto individuos y colectividades, son el producto de potencialidades genéticamente transmitidas que se desarrollan en diferentes ambientes estimulares y contextos de aprendizaje social. A uno y otro lado de las polémicas, todo el mundo se manifiesta interaccionista: ni la naturaleza humana es una "tabula rasa" o ni la biología es destino totalmente cerrado. Pero la vía entre ambos extremos es terreno resbaladizo, en el que son fáciles los deslizamientos hacia una de las dos falacias, la falacia naturalista (inferir 'debe' de 'es') y la falacia moralista (inferir 'es' de 'debe'), que Mosterín condena por igual pero en las que incurre de forma desigual. Especialmente inquietante resulta el capítulo sobre "Hombres y mujeres", donde, de las argumentaciones habituales acerca de las diferentes presiones selectivas que han actuado en el pasado sobre los dos sexos y de la diferente organización de nuestros cerebros, se siguen las explicaciones de por qué hay menos mujeres que hombres en determinadas profesiones y carreras y por qué las mujeres están menos representadas en los escalones superiores de las jerarquías (p. 284 ss.). Para Mosterín, la igualdad ante la ley garantiza la igualdad de oportunidades, un salto demasiado apresurado, que pasa por alto todos los indicios que, desde las ciencias sociales, apuntan hacia el carácter cultural de muchos de los intereses, escalas de valores y expectativas diferentes para hombres y mujeres que él supone naturales. Sin duda, como el autor nos recuerda, es urgente resolver las gravísimas injusticias que sufren las mujeres atrapadas en los dogmas y prejuicios de muchos países islámicos, pero este reconocimiento no implica que en occidente el camino hacia la igualdad haya llegado a su meta "natural".

De nuestra naturaleza desvelada se extraen también conclusiones acerca de las formas óptimas de organización humana. El ultraindividualismo liberalista de Mosterín tiene consecuencias prácticas en numerosos ámbitos de encendidos conflictos actuales, y es de agradecer la valentía y la claridad con la que toma partido sobre asuntos como los fundamentalismos religiosos, los nacionalismos exacerbados, la eutanasia o el aborto. Su insistencia, sin embargo, en rechazar los "sujetos colectivos" con el argumento de que sólo los individuos tienen cerebros y son, por tanto, poseedores de voluntades, libertades o culturas, disuelve más que resuelve los problemas. Por otra parte, en el libre mercado de lenguas y culturas que preconiza Mosterín, como en el libre mercado de talentos, no funciona únicamente la meritocracia, o no funciona para todos por igual. En los choques entre naciones, civilizaciones o culturas hay injusticias, desigualdades y opresiones que quedan oscurecidas por la ficción de una simple competencia limpia en la que triunfan los más aptos de entre los productos de las sociedades humanas.

Si con Fukuyama comparte Mosterín la convicción de que el liberalismo capitalista es el sistema mejor adaptado a la naturaleza humana, frente a Fukuyama, sin embargo, descarta como muestras de "prudencia timorata" las posturas que alertan de los riesgos de la nueva eugenesia posibilitada por los avances en reproducción e ingeniería genética. Mosterín se embarca en la polémica Sloterdijk-Habermas con su defensa abierta de la eugenesia liberal, abordando de paso no sólo el debate entre partidarios y oponentes del control del desarrollo de la ciencia y la tecnología, sino también el futuro de nuestra naturaleza "posthumana", a la que da la bienvenida con entusiasmo. Una vez más, el optimismo de Mosterín parece derivarse de su individualismo radical. Si tratamos de que los árboles no nos impidan ver el bosque, su eugenesia liberal se convierte con facilidad en biopolítica, para cuya reflexión se requiere algo más que una "ética estadística".

Al final del libro, Mosterín nos invita a la celebración de una comunión mística con el universo del que formamos parte. Somos seres vivos individuales definidos en nuestro genoma, pero "en nuestro interior retumba el universo entero" (p. 398). Al pasar la última página tenemos sin duda una visión más precisa de nuestra naturaleza, enriquecida con información relevante y debates abiertos. Pero quizá entre el DNA y el polvo de estrellas exista un territorio intermedio obviado en el libro, el que transitan las ciencias humanas y sociales, que puede contribuir a completar la imagen de lo que somos: naturalezas y culturas en interacción.

Marta I. González
Instituto de Filosofía, CSIC