Fecha
Autor
Alder, Ken. Taurus, 2003. Madrid. 494 pp

La Medida de todas las cosas. La odisea de siete años y el error oculto que transformaron el mundo.

EL HISTORIADOR EXACTO<br> El descubrimiento del metro como nuevo patrón de medida fue el resultado de una apasionante expedición científica, llena de avatares y reacciones personales muy diversas Reseña realizada por Tiago Saraiva<br> Instituto de Historia, CSIC

Lo primero es la portada. No es fácil distinguir su aspecto del que muestran las novelas históricas. Y, desde luego, nadie protestaría si el librero colocase el libro junto a las aventuras del Capitán Alatriste o cercano a los relatos de Patrick O'Brian sobre la marina británica en tiempos de Nelson. El mismo subtítulo, al invitarnos a una 'odisea' y a un 'error oculto', alude a un mundo poblado de intrigantes aventureros. Sin embargo, Ken Alder es un reputado historiador de la ciencia que ganó en 1998 el premio Dexter, uno de los más anhelados por muchos catedráticos de la disciplina.

El libro narra una expedición para medir el meridiano comprendido entre Dunkerque y Barcelona, un dato necesario para calcular la distancia entre el Polo Norte y el ecuador, cuya diezmillonésima parte se quería convertir en el nuevo patrón de medida: el metro. Es decir, se buscaba una unidad de medida legitimada por la misma naturaleza, y no por ejemplo una barra de cobre dependiente de cualquier veleidad humana. Al menos eso era lo que creían los científicos promotores de la iniciativa. Pero en vez del relato épico de la marcha de la ciencia que impone sus luces sobre el caos del mundo, el autor prefiere explorar la vida cotidiana de los protagonistas. Así nos enteramos de las inmensas dificultades que entraña una triangulación geodésica y de los muchos incidentes que se interpusieron para lograr medidas precisas. Y, desde luego, la perseverancia y resistencia de los astrónomos es conmovedora.

Pero sobre todo nos damos cuenta de que un experimento no sólo tiene que ver científicos, instrumentos y naturaleza, sino que involucró también a todos los franceses. Además de medir el meridiano, se involucró al conjunto de la población, pues mientras se fabricaban decenas de miles de reglas de metro, también se organizó una gran campaña de propaganda que enseñara a la ciudadanía a manejar el metro. Así, la metalurgia y la instrucción se convirtieron en instrumentos clave en la racionalización de Francia. Es más, el autor parece querer decirnos que, tras la Revolución, eso de ser francés estaba reservado a quienes adoptaran el nuevo sistema métrico. Solo quienes abandonaron su apego por el patois y las formas tradicionales de medir merecían ser republicanos. Un patriota tenía que ser una máquina de computar.

Uno de los argumentos más comunes utilizados entonces contra el metro tiene que ver con lo convencional o formal. Eso de basarse en la geometría de la tierra, decían sus críticos angloamericanos, sólo era otro cuento francés. Un argumento que ganaba peso, cuando se notaba que el meridiano de referencia que se adoptó era, por coincidencia, el de París -se llegó a defender que era distinto a los demás debido a que los otros meridianos atravesaban zonas muy irregulares del planeta-, y que además uno de los astrónomos responsable de las mediciones falseó los datos para que su reputación no se aminorara. Y este es el asunto que acerca el relato histórico al de la novela: el error y la mentira.

El error de Méchain al calcular la latitud de Barcelona, un dato que comprometía toda la empresa, y su posterior ocultación que le llevó al borde de la locura e indirectamente a la muerte. Para Alder el problema fue que todavía no había una teoría practicable del error, como la desarrollada después por Legendre y Gauss. La distinción entre precisión y exactitud no estaba clara; es decir aún no se distinguía entre la coherencia de los datos y su aproximación a una buena solución. Méchain, según nos cuenta Adler, estaba tan obsesionado con la calidad de sus mediciones que apuntaba los datos a lápiz para luego poder borrar los que no cuadraban con sus expectativas, predicciones o conveniencias. Una práctica poco honorable que, no obstante, se acercaba a la que luego se generalizaría en las primeras aplicaciones de la estadística durante el siglo XIX. Todo lo contrario de lo que hizo el otro astrónomo de la empresa, Delambre, quien anotaba todos sus apuntes a tinta en unos impecables cuadernos de campo, asumiendo como inevitables las posibles discrepancias en las observaciones. Y del lápiz a la tinta hay la misma distancia que entre el sabio y el científico.

Si esta es la lección de la historia, la de la vida tiene que ver con la manera correcta entre los humanos de enfrentar el error. Y tenemos dos modelos sobre los que reflexionar: Delambre asume el rol de contable capaz de encontrar la felicidad en un mundo lleno de defectos; Méchain, por el contrario, ejerce de sabio infalible, prefiriendo mentir hasta la demencia antes que reconocer nuestras imperfecciones. Es dudoso que Alder pudiera esbozar contrastes tan sugerentes en un texto académico, pues por mucha rigor que garanticen que sus cien páginas de notas, no es probable que el reviewer aceptara como hechos contrastados los que configuran el perfil psicológico de los dos actores. Por fortuna todavía nadie pidió una teoría de errores para la novela histórica. La maestra del asunto, M. Yourcenar, nos entregó un Adriano y un Zenón que tal vez no sean cien por cien reales, pero sabemos sin embargo que sí son exactos.

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