VUELVE PRONTO, HIJO
La nueva normalidad, esa forma de existir contaminada por el virus de la Covid-19, supone cambios más o menos relevantes en nuestras vidas. Para muchos de manera radical en algunos o muchos aspectos, para otros la afectación es menor o fluctuará con el devenir de la situación epidemiológica en los próximos meses.
Nos preocupamos de manera alternante o continuada por la emergencia sanitaria, social y económica. Dudamos, a veces es un zigzagueante y veleidoso actuar y opinar. Lo cierto es que la guía de los próceres patrios, que no hacen honor a tal dignidad, no es un modelo a considerar. Pero no nos quejemos de esas cosas, a pesar de su enorme importancia en lo individual y colectivo. Hoy, quizá en un tono más personal, queremos resaltar una de las derivadas que afecta a los más intensos padecientes de las consecuencias de la pandemia.
Los primeros que se nos presentan son los habitantes de centros residenciales, mayores o discapacitados, que han sido afectados en masa, y muchísimos nos han dejado cuando no tocaba, en condiciones de penuria, aislamiento, descuido, que nos resultan difícil imaginar. Hemos trabajado en nuestra vida profesional con personas mayores afectadas por problemas que requerían hospitalización temporal, alejadas de los suyos pero, afortunadamente, con visitas a veces diarias. Hemos conocido las residencias por dentro, en las que las visitas familiares eran más irregulares, pero al menos el residente tenía espacios de esparcimiento y contacto con profesionales y cohabitantes.
En los hospitales de agudos, el entorno en el que nos movemos profesionalmente como fisioterapeuta, los usuarios sufren una situación novedosa, desconcertante, de incertidumbre, traumática, en grado variable. Su autoestima, su intimidad, sus relaciones, sus roles profesionales y familiares se pueden ver trastocados de la misma forma. El apoyo, la compañía, el simple “estar ahí” de una cara amiga, que converse, ayude, interceda o dialogue con los profesionales sanitarios, resultan trascendentales.