Fecha
Autor
Antonio Lafuente (Instituto de Historia, Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC)

Los espacios de la ciencia

Los manuales al uso se empeñan en contarnos que la ciencia es un episodio cerebral e individual y, cuando sus autores quieren meterse en algún vericueto, entonces hablan de una empresa social que sucede en recintos cerrados pero que embeben los valores dominantes del entorno que los acoge y generalmente los financia. Los manuales, en fin, se empeñan en un trampantojo inveterado: invisibilizar todos los actores presentes en la escena, desde los que hacen políticas y asignan recursos, hasta los que gestionan las finanzas, el personal, las comunicaciones, las computaciones, la propiedad intelectual o las relaciones con la prensa.
Tampoco hay que olvidar toda la parafernalia que conforman las revistas, las editoriales, las titulaciones, las conmemoraciones, las auditorias y las convenciones. Porque algo tendrán que ver todas estas movilizaciones con lo que pasa en ciencia y lo que les pasa a los científicos. Y por mucho que se quiera medir el impacto de las publicaciones, conviene recordar que la ciencia no es una práctica literaria, como lo demuestran las muchas horas dedicadas por los investigadores a dar cursos, tutorizar alumnos, asistir a congresos, evaluar proyectos, asesorar organizaciones, formar equipos, recabar recursos y justificar proyectos. Sin embargo, insistimos, los manuales tienden a darle valor a los descubrimientos presentados en papers por científicos que actúan como autores, desdeñando así varias décadas de historiografía.

Pero todavía hay más reproches que hacerle a la forma simplista de presentar esa empresa histórica que llamamos ciencia. La modernidad eligió sus grandes perdedores y entre ellos es inevitable hablar de los amateur y de las muchas formas de conocimiento profano que no lograron ganarse el reconocimiento debido. Las mujeres, los artesanos o los campesinos fueron depositarios de los muchos conocimientos necesarios para sostener la vida en común, desde los que tenían que ver con la salud y la alimentación, a los que fueron responsables de la construcción de puentes, canalización de regadíos o la metalurgia de los minerales, por no mencionar los injertos, los bordados y los brebajes. Ninguna historia quiso reconocer que estos saberes también formaron parte del séquito de actores que hicieron posible el despliegue de la ciencia moderna. Hasta muy recientemente fue desdeñada la pregunta de dónde y con quién se hicieron los experimentos, como tampoco se dio valor a ninguna forma de intercambio intelectual que no se sustanciara en textos, lo que ha tenido como consecuencia el desprecio de algunos espacios decisivos del saber en el siglo XVII, como lo fueron los salones, los espectáculos y los jardines. Abunda una literatura que prueba la importancia decisiva de los coffeeshopsy del propio hogar para el despliegue de la cultura experimental. Ninguna investigación concebida para ensanchar el mundo de la ciencia e incluir definitivamente a los mal llamados actores secundarios ha defraudado a sus promotores. Siempre que lo intentan, los historiadores han descrito coreografías más plurales, coloridas y vibrantes. Recapitulemos: la historia de la ciencia es una impostura si no aparecen las máquinas, los amateurs, los gestores, las mujeres y los hogares. Y, lo sabemos, deja de ser un relato creíble, ya lo decíamos, si no incluye los conocimientos profanos, locales y tácitos. Pero hay más.

El conocimiento ocupa lugar. Pero es que además se hace desde algún sitio en donde se involucran cuerpos concretos, gestos documentables, problemas específicos, actores concernidos, anhelos necesarios y atmósferas propias

Otro gran ausente de nuestras historias son los espacios de la ciencia. Los manuales han querido presentarlos como meros contenedores de instrumentos, personas y libros, ignorando que la expansión de la urbe siguió la expansión de la ciencia. Nuestras ciudades parecen haber seguido un patrón secular: los ensanches de las ciudades son precedidos por la inauguración de edificios concebidos como infraestructuras al servicio de la ciencia. Así, muchos edificios científicos surgen como heterotopías cuya singularidad estética, además de romper la monotonía urbana, predican otra manera de mirar el mundo, otra forma de organizar nuestras relaciones con el entorno material, natural o social. La ciudad se abre a nuevas arquitecturas y sus edificios acogen otros paisajes cognitivos. Sin duda, la ciencia es ubicua y parte sustantiva de nuestra experiencia de lo urbano y, como decíamos, de lo urbanístico. Espacializar el conocimiento debería ser un objetivo siempre a la vista. No es asunto menor que muchos de los edificios a los que nos referimos fueron construcciones ad hoc, especializadas en el tipo muy singular de tareas. Los casos más obvios son los jardines y los observatorios, dos arquitecturas inconfundibles. El primero por su organización en cuadriculas, ya sea al servicio de funcionalidades curativas como industriales, ya sea como demostración del orden con que Linneo imaginaba en la naturaleza. Los observatorios también tienen una identidad muy marcada por la necesidad de ser instalaciones deben abrir su cúpula para observar tránsitos por el meridiano. Cuando vemos hoy las instalaciones portentosas características de la Big Science, en el colisionador de hadrones del CERN, las excavaciones arqueológicas de Atapuerca, el Centro Nacional de Supercomputación Mare Nostrum o el archipiélago astronómico del Instituto de Astrofísica de Canarias en La Palma, se hace contundente un argumento cuyos precedentes históricos hay que buscarlos en las instalaciones hospitalarias, los museos de Historia Natural o los campus universitarios. Es tan evidente esta conexión entre lo cognitivo y lo monumental, entre la munificencia real y el decoro urbano, entre la utilidad de la ciencia y la dignidad de la Monarquía, que sería imperdonable no dar un paso más: la arquitectura de la ciencia no solo da cuenta de los vericuetos del saber, sino que también de los tentáculos del poder. Y el epicentro donde convergen los saberes y los poderes es la ciudad. Esta parece ser la lógica que sustenta una forma nueva de hacer turismo urbano que consiste en pasear sus calles al encuentro de las muchas huellas, casi todas imperceptibles, con las que la ciencia ha dejado marcas perecederas de su presencia por doquier. Y no sólo estoy pensando en los nombres de algunas calles que nos recuerdan algunas deudas con el pasado, sino también las muchas vidas, inteligencias, prácticas y tecnologías necesarias para que cada día se encienda la luz cuando pulso el interruptor o para que desaparezcan sin rastro los residuos siempre que los tiro. Nuestras ciudades, deberíamos recordarlo con más frecuencia, son un ensamblaje de actores, humanos y no humanos, como también de valores, no siempre inevitables y muchas veces caprichosos, interesados o impuestos, que las hacen posibles como el mayor ámbito de libertad, creatividad y responsabilidad jamás construido. Pasear la ciudad buscando los dispositivos que materializan la vida en común, inaugura otra forma de frasear la urbe que la hace inteligible, negociable y, en consecuencia, pública.

Observatorio Astrómico

El conocimiento ocupa lugar. Pero es que además se hace desde algún sitio en donde se involucran cuerpos concretos, gestos documentables, problemas específicos, actores concernidos, anhelos necesarios y atmósferas propias. El conocimiento, como vienen explicándonos los estudios postcoloniales, los análisis feministas y las producciones, siempre es un conocimiento situado. La ciencia moderna debe su espectacular despliegue a su habilidad para reducir los problemas a pocas variables y así generalizar o, como dicen sus más ardientes beatos, universalizar. Nadie discute su éxito, pero si sus contradicciones. Pongamos algún ejemplo. Cada día está más claro que no todos los cuerpos son iguales y que cada vez estamos más lejos de viejas simplificaciones que presuponían que todos reaccionamos igual frente a los medicamentos o a las sustancias tóxicas que pululan por los alimentos, los cosméticos, los pesticidas, los detergentes o los tintes. Si alguno de nosotros tiene la desgracia de caer en minoría y formar parte de esas minorías que sufren una enfermedad civilizatoria, crónica, huérfana o medioambiental, entonces tendrá que buscar soluciones situadas, adaptadas a esta forma particular de padecer en este entorno, con estos hábitos y este preciso cuerpo. La biodiversidad también nos vale para pensar hasta qué punto su sostenibilidad sólo es posible involucrando los conocimientos locales, indígenas o campesinos. No queremos extendernos demasiado en el argumento. Nos basta con haber introducido la preocupación de que no todos los conocimientos son desarraigables respecto de la comunidad que los sostuvo, el entorno que los hizo posibles o la cultura que los movilizó. En realidad, por motivos poscoloniales, postmodernos o postcríticos proliferan los académicos y los activistas que están convencidos de que nos movemos hacia un nuevo paradigma socio-técnico donde objetivar, desanclar, descontextualizar ya no será signo de progreso y eficiencia, sino síntoma de obsolescencia, rigidez y elitismo. Cada día será más apreciado el gesto de quien no se conforma con describir lo que pasa y optará por incorporar las narrativas de lo que nos pasa. No es que se abandone el lenguaje de los hechos, sino que se da más valor al de las preocupaciones o, en los términos que le gustan a Bruno Latour, que habrá que suspender el antagonismo entre las matters of fact y las matters of concern. Si lo hacemos, sino no nos revolvemos contra esta revuelta de los legos o, como la llama Isabel Stengers, si abrazamos las cosmopolíticas, es decir los abordajes inclusivos, plurales y situados, entonces acabaremos por admitir nuevas economías políticas del conocimiento profundamente situadas no sólo en el tiempo, sino también en el espacio. Este giro espacial, en consecuencia, hace del lugar un actor relevante que habrá que incluirlo en nuestro relato junto con los otros actores invisibilizados.

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