Fecha
Fuente
La Razón
Autor
Jordi Pereyra

Los lingotes de plomo romanos que ayudan a estudiar los neutrinos

El caso de unos lingotes de metal fabricados hace 2000 años que se utilizan para llevar a cabo uno de los experimentos más modernos

Si alguna vez os han dicho que sois «más pesados que el plomo», habréis podido deducir que el plomo es un elemento con una densidad muy alta. Pero este metal posee otras propiedades interesantes que no han quedado reflejadas en ninguna expresión popular: tiene una buena resistencia a la corrosión y su gran ductilidad y baja temperatura de fusión (300ºC) hacen que sea fácil trabajar con él. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que el plomo se utilizara en la antigüedad para fabricar todo tipo de objetos, como ollas, tuberías, monedas, féretros, balas de honda, láminas para recubrir techos o contrapesos para barcos.

Ahora bien, el plomo empezó a caer en desuso en cuanto nos empezamos a tomar en serio su toxicidad. De hecho, hoy en día el uso del plomo está limitado a unos campos muy específicos y normalmente sólo lo encontramos en nuestra vida cotidiana en forma de plomos de pesca o de material para bloquear la radiación.

De hecho, la curiosa historia de hoy empieza, precisamente, con esta última aplicación del plomo.

El experimento CUORE

El Laboratorio Nacional del Gran Sasso (Italia) alberga un experimento llamado CUORE (Cryogenic Underground Observatory for Rare Events) en el que 741 kg de cristales de óxido de telurio se mantienen enfriados a temperaturas criogénicas.

Entender la finalidad de este experimento requiere desenterrar de las profundidades de nuestra memoria el concepto de isótopos, que no son más que diferentes versiones de los átomos de un mismo elemento que se diferencian en la cantidad de neutrones que contienen en su núcleo. Por ejemplo, el carbono es el elemento cuyos núcleos atómicos poseen 6 protones, pero esos protones pueden ir acompañados de 6, 7 u 8 neutrones. Esto da lugar al carbono-12, el carbono-13 y el carbono-14 (el número que acompaña cada uno simplemente representa la cantidad total de protones y neutrones que contiene su núcleo).

Ahora bien, algunas de estas versiones de un mismo elemento son inestables porque poseen una cantidad de neutrones que no es compatible con su número de protones. Como resultado, estos átomos tienden a expulsar del núcleo las partículas que les sobran para ganar algo de estabilidad. Siguiendo con el ejemplo anterior, el carbono-12 y el carbono-13 no son radiactivos porque la cantidad de protones y neutrones que contienen es estable. Los de carbono-14, en cambio, tienen una combinación de protones y neutrones incompatible, así que tienden a ganar estabilidad convirtiendo uno de sus neutrones en un protón, emitiendo un electrón durante el proceso. Estos elementos con átomos inestables son lo que llamamos elementos radiactivos y los pequeños proyectiles subatómicos que salen disparados de sus núcleos son lo que llamamos radiación nuclear.

Volviendo al CUORE, una pequeña fracción de los átomos de telurio de los cristales del experimento son telurio-170, un isótopo radiactivo de este elemento cuyos átomos tienden a ganar estabilidad convirtiendo dos de sus neutrones en protones, emitiendo dos electrones y dos neutrinos durante el proceso. Sabiendo esto, el objetivo del experimento es intentar detectar un tipo de desintegración radiactiva que hasta ahora no se ha observado llamada doble desintegración beta sin neutrinos en la que, como su nombre indica, la transformación de neutrones en protones sólo emite electrones.

El problema: el plomo moderno

Por increíble que parezca, el CUORE es capaz de detectar esas partículas que salen disparadas de los átomos de telurio-170 gracias a la minúscula cantidad de calor que liberan estos eventos y el ligerísimo incremento de temperatura que provocan en su entorno inmediato. Además, los instrumentos son capaces de distinguir si un evento concreto ha emitido neutrinos o no midiendo la energía que ha liberado.

Como podréis imaginar, un experimento de estas características es tan sensible que cualquier partícula emitida por una fuente de radiación externa puede chocar con los cristales, incrementar ligeramente la temperatura en el punto de impacto y confundir a los detectores. Con el objetivo de limitar la influencia de estas fuentes de radiación indeseables, el CUORE se enterró bajo la montaña de Gran Sasso y para poder utilizar la inmensa masa de roca como escudo contra la radiación espacial.

Aun así, el experimento seguía expuesto al resto de fuentes de radiación ambientales, como el carbono-14 de la atmósfera o los isótopos radiactivos que contienen las rocas y el equipamiento que lo rodean. Los responsables llegaron a la conclusión de que el bajo coste y la alta densidad del plomo lo convertían en el material idóneo para resguardar el experimento de esta radiación… Pero surgió un contratiempo: los procesos de extracción del plomo tienden a contaminar este metal con cantidades minúsculas de elementos radiactivos, como el uranio-238.

Esto representaba un problema porque el número de protones que contiene un átomo es lo que determina a qué elemento pertenece. O sea, que cuando un elemento radiactivo expulsa alguno de sus protones o transforma uno de ellos en un neutrón (o viceversa), la cantidad de protones de su núcleo cambia y se convierte en un átomo de un elemento distinto. Siendo más concretos, el problema era que el uranio-238 experimenta una serie de transmutaciones a medida que se deshace de las partículas que le sobran en el núcleo hasta que se acaba convirtiendo en plomo-210, un isótopo radiactivo que no se puede separar del resto del plomo durante el proceso de refinado.

Como resultado, todo el plomo que se produce hoy en día contiene una pequeñísima cantidad de plomo-210 radiactivo que no representa ningún inconveniente en otras aplicaciones, pero que es un incordio para los detectores del CUORE. Por suerte, existía una solución muy ingeniosa a este problema.

La solución: el plomo romano

Ningún material es radiactivo eternamente gracias a un concepto llamado periodo de semidesintegración, una cifra que refleja cuánto tiempo tarda la mitad de una masa de un elemento radiactivo determinado en convertirse en otro elemento a través de la emisión de partículas de su núcleo. Por ejemplo, el periodo de semidesintegración del uranio-238 es de unos 4000 millones de años. Como la Tierra lleva más o menos esa cantidad de tiempo existiendo, eso significa que la mitad del uranio que albergaba nuestro planeta cuando se formó ya se ha convertido en otros elementos. Pero, además, dentro de otros 4000 millones de años habrá desaparecido la mitad del uranio que posee en la actualidad. Y, tras otros 4000 millones de años habrá desaparecido la mitad de esa mitad… Y este bucle se repetirá hasta que no quede ni un sólo átomo de uranio-238 en nuestro planeta.

Pues, bien, resulta que el plomo-210 tiene un periodo de semidesintegración de sólo 22 años. Por tanto, la solución al problema del plomo radiactivo era encontrar un trozo de plomo puro muy viejo. De esta manera, todo el plomo-210 radiactivo que contuviera en el momento de su extracción y refinado habría pasado por suficientes periodos de semidesintegración como para que no quedara ni rastro de él. Y ahí es donde entran los lingotes de plomo romano.

En 1988, un buceador encontró un barco romano que se hundió entre los años 50 y 80 a.C. cerca de la isla de Cerdeña y que estaba cargado con 33 toneladas de lingotes de plomo. Al haber estado aislado bajo una capa de 30 metros de agua durante más de 2000 años, estos lingotes no sólo habían perdido cualquier rastro de plomo-210 que contuvieran originalmente, sino que, además, habían estado protegidos de la radiación externa y de otras posibles fuentes contaminantes, como la fuga radiactiva de Chernobyl o las pruebas atómicas.

Al final, cuatro toneladas de este plomo romano muy poco radiactivo compuestas por los lingotes que peor conservados estaban se destinaron al experimento CUORE. Tras extraer las inscripciones de interés arqueológico que tenían en la superficie, el plomo se fundió y se utilizó para fabricar las láminas de 3 centímetros de grosor con las que se escuda el experimento de la radiación externa. De esta manera, unos bloques que originalmente se fabricaron como un simple contrapeso para un barco, se han reutilizado milenios después en uno de los experimentos más punteros del mundo.


Referencia bibliográfica:

Carla Maria Cattadori et al. “Measurements on radioactivity of ancient roman lead to be used as shield in searches for rare events”. Nuclear Instruments and Methods in Physics Research, B61(1991) 106-117.
Nicola Nosengo. “Roman ingots to shield particle detector”, Nature (2010).
Laboratori Nazionali del Gran Sasso. “CUORE”.

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