Las materias científicas atraen cada vez más a mayor número
de poetas occidentales, según acreditan las publicaciones al uso. Los
poetas han dejado de estar de espaldas, si es que alguna vez lo estuvieron,
a los trascendentes asuntos que plantea el vértigo descubridor de la
ciencia de nuestra época.
La polémica reavivada por C. P. Snow en los años setenta sobre
la existencia e incompatibilidad de las dos culturas, la científica y
la humanística, comienza hoy a remitir. La filosofía de la ciencia
y el pensamiento filosófico en general empiezan a superar esa visión
de la que se quejaba con amargura el gran poeta inglés John Donne de
que la mecánica, la nueva ciencia de su época, el siglo XVII,
había expulsado del universo toda la constelación de los mitos
y las creaciones mitológicas urdidas por el hombre. De donde procedería
la figura del poeta que llora por un mundo de fantasías definitivamente
perdido.
No es ésta la posición del pensamiento contemporáneo.
Sean las afirmaciones del más grande de los científicos del siglo
XX, Albert Einstein. <>. <>. Fue el mismo Einstein, apologeta de la
imaginación como madre común de cualquier discurso cultural y
en especial del científico, quien señaló la necesidad de
que en la actividad científica exista una empatía con la naturaleza,
lejos del puro discurso desencarnado. No es cierto que el científico
proceda con la estricta razón y sin ningún componente subjetivo;
la física moderna ha puesto de relieve la importancia del observador.
Poesía y ciencia tienen en común el rango preeminente que desempeña
en ellas la intuición, facultad que permite el movimiento de trascendencia
que poseen ambos discursos: la poesía trasciende el horizonte ordinario,
alcanza un nuevo horizonte de sentido, la ciencia inventa nuevas imágenes
para reescribir el mundo. El lenguaje poético se basa en buena medida
en la metaforización; y grandes metáforas sirven de apoyo o introducción
a las teorías científicas mayores: teoría de <>, ley de la <> o <.
Cuando le preguntaban al poeta inglés Coleridge por qué asistía
a las clases de Química de la Royal Institución contestaba:<>.
Desde los inicios de la gran tradición literaria de Occidente la materia
científica ha seducido a los poetas. Es el caso del gran poeta latino
Lucrecio que hace la primera épica científica de la historia en
su De rerum natura, que, haciéndose eco del pensamiento de su tiempo,
propone una cosmogonía científica del universo, donde resuenan
ya no solo los signos de la física materialista sino de la teoría
de los <>. Más imbuido de los saberes mágicos,
astrológicos, el latino Marco Manilio poetizó la astronomía
de su tiempo en su poema Astronomicón. Las concepciones astronómicas
de su época resplandecen en esa suma de saberes que es La divina comedia.
En la poesía moderna, a partir del XVIII, espejean los avances científicos.
Los poetas cantan a los reyes ilustrados y a los protectores de la ciencia,
y ya en el siglo XIX son muchos los homenajes que se rinden a las grandes conquistas
científicas. Como escribió la gran Rosalía de Castro: <>.
La más alta poesía no se vuelve de espaldas a las conquistas del
pensamiento científico. Así el pesimismo de los poetas finiseculares
británicos, con Robert Browning a la cabeza, no se explica sin la repercusión
de las teorías evolucionistas de Darwin, el cual engendra en la lengua
española, por adhesión o por rechazo, más por lo primero,
una nada desdeñable cantidad de poemas. Intuiciones inducidas sobre el
papel del azar y el significado de la antimateria se encuentran en poemas de
Rafael Alberti y Federico García Lorca, mientras Pablo Neruda celebra
al átomo, los trabajadores de la ciencia (a quienes también critica),
las farmacias, el libro como instrumento de la ciencia, y el nicaragüense
Ernesto Cardenal traza una cosmogonía cristiana, en eco de las teorías
de Theillard de Chardin, y con perfecto conocimiento de los avances cosmológicos,
incluido el big bang, en su Cántico cósmico.
Freud ha sido otra fuente de inspiración, tanto en lo que tuvo como argumento
científico para los surrealistas franceses (y occidentales)s como en
sus huellas más o menos difusa sobre el discurso poético y el
papel del sueño, así como en las encontradas reacciones que también
en los poetas ha suscitado el discurso freudiano.
La física cuántica ha fecundado también la escritura de
numerosos poetas españoles; el más radical de ellos ha sido Gabriel
Celaya. También la tecnociencia es fuente de inspiración, inspiración
crítica las más de las veces, que se cifra sobre todo en el hongo
nuclear -- la bomba atómica--, aunque también suscita juicios
adversos contra la civilización en ella asentada. Los primeros denostadores
de la ciencia fueron los satíricos de los médicos, con Francisco
de Quevedo al frente. Pero el auge de la tecnociencia hace comparecer sus últimos
progresos: los ordenadores, los programas informáticos, los lenguajes
de la civilización cibernética.
Son dos los caminos básicos por los que la poesía se acerca
a la ciencia: primero, mediante la <> de las
grandes cosmogonías o categorías científicas y el homenaje
o crítica a sus grandes descubridores, que incluyen también a
los viajeros, exploradores, navegantes y cosmonautas. El segundo camino es el
uso del lenguaje científico como metáfora, que abarca muchísimos
elementos: categorías y leyes matemáticas, geométricas,
de la física, antigua y nueva, denominaciones y conceptos de diversas
disciplinas científicas (de <>
hablará un poeta), las enfermedades, e incluso se juega a la reproducción,
más o menos paródica, del lenguaje científico, y se despliegan
las categorías de la lingüística permutatoria y la teoría
de la recursividad.
El fenómeno del acercamiento de la poesía a la ciencia es universal.
En Europa hay poetas que le han dedicado gran atención, como el alemán
Hans Magnus Enzesberger, accesible hoy al lector español, que ha consagrado
grandes poemas a cuestiones científicas y a figuras preclaras de la historia
de la ciencia. Cabe citar otros nombres, como los del sueco Lars Gustafson,
la danesa Inger Christensen, el Nobel de Química Roald Hoffman, autor
de un buen libro de poemas, ya traducido al español, el checo Miroslav
Hulob. Se trata de una realidad poética riquísima, que es
insoslayable para entender el discurso poético de hoy y, de paso, comprobar
el enorme impacto de la ciencia en un campo tan <>.
Los poetas aman las nubes, <>,
como dijo Baudelaire, pero aman igualmente los misterios de la tierra y el cielo,
de la materia universal, y están atentos a los mensajes luminosos que
lanzan esos Prometeos que son los hombres de ciencia, siempre empeñados
en devolver el fuego a las criaturas terrestres y racionales y sufrientes.
Miguel García-Posada
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