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Autor
Xavier Pujol Gebellí

Estrategias para nuevos fármacos

El cambio de orientación tomado por las principales compañías farmacéuticas a finales de la década de los ochenta ha hecho aflorar los primeros efectos secundarios. El proceso de investigación se ha encarecido extraordinariamente y, en paralelo, han empezado a surgir las primeras dudas acerca de unas prácticas que generan recelos éticos de consideración.
A principios de los años ochenta la industria farmacéutica basaba todo su poder en el llamado "modelo aspirina": productos de consumo masificado destinados a patologías comunes de carácter más o menos insidioso pero que, por lo general, requerían tratamiento sintomático. Es decir, se priorizaba el síntoma por encima de la enfermedad. Como consecuencia de este planteamiento, en la farmacopea era posible encontrar productos que salían al mercado con un precio extraordinariamente accesible -por no decir barato- y el número de empresas farmacéuticas registradas era inversamente proporcional al de la aparición de nuevos fármacos de los llamados "de verdad", surgidos de un largo proceso de investigación y con una carga innovadora notable.

Veinte años después la situación es radicalmente la opuesta. Cualquiera de las "grandes" invierte ingentes cantidades de dinero en el desarrollo de fármacos en los que prima la innovación conceptual y cuyo destino ya no es el tratamiento de patologías agudas sino las crónicas y, en especial, aquellas para las que se requiere un cierto grado de sofisticación tecnológica. Hablando en plata: aunque el riesgo sea mayor, quien dé con una molécula realmente eficaz contra la enfermedad de Alzheimer se habrá llevado el gato al agua. Y quien no lo consiga contrae el riesgo de ser absorbido o bien de perecer.

No hay una fecha exacta a partir de la cual las empresas farmacéuticas deciden cambiar su estrategia y, por tanto, reorientar sus inversiones. Sí existen, en cambio, momentos puntuales que enseñan el camino o abren las puertas para el cambio de tendencia. Dos ejemplos, uno estadounidense y otro europeo, ilustran el porqué del cambio.

En los primeros setenta se firma en Estados Unidos el Acta Presidencial contra el cáncer. Fue, como consta en las hemerotecas, toda una declaración de intenciones en la que las incipientes asociaciones de enfermos jugaron su papel. Pero también, y eso es lo que vale, un esfuerzo conciliador entre los organismos públicos de investigación y las empresas farmacéuticas estadounidenses. Algo así como un acercamiento entre el poder político y el económico en aras de un objetivo común: dar con una solución para el cáncer.

Diez años más tarde, la aproximación apenas había dado frutos. Harold Varmus, premio Nobel de Medicina y el gran artífice de los NIH (Institutos Nacionales de Salud) de los noventa reconocía en una reunión celebrada en Barcelona poco después de abandonar su cargo el motivo: "nos equivocamos de estrategia", dijo entonces. En su opinión, el fracaso fue debido a unas directrices de investigación que primaban llegar a la aplicación sin conocer exactamente las claves de la enfermedad. "La investigación aplicada carecía entonces de cimientos sólidos".

El caso es que tras casi un decenio en el que se invirtieron varios miles de millones de dólares, el arsenal terapéutico disponible continuaba siendo eminentemente paliativo o quirúrgico. Y lo que es peor, nada hacía presagiar que la dinámica de un fármaco por década iba a variar su rumbo.

Pero lo hizo. La consigna pasó a ser estudiar la célula hasta sus últimas consecuencias. Esto implica tener una radiografía exacta del ciclo celular, identificar todos los elementos que intervienen en él y, sobre todo, aquellos que interfieren en su comportamiento. Se implicó a los laboratorios universitarios, a los que se dotó de presupuestos desconocidos en esta área, y a las empresas, convencidas de que en unos años podrían ver recompensado su esfuerzo económico. Dicho de otro modo: las compañías farmacéuticas, con el apoyo gubernamental, apreciaron en el cáncer una nueva dimensión, su rentabilidad a largo plazo.

Lo que siguió es más o menos conocido. En una docena de años, poco más o menos, los grandes hospitales del mundo occidental empezaron a familiarizarse con ensayos clínicos que trataban de probar las bondades de moléculas específicas y los primeros fármacos, aun imperfectos y escasamente eficaces, poblaron los estantes de los servicios hospitalarios más avanzados. Las empresas empezaban a recuperar parte de sus inversiones.

La tónica se ha mantenido hasta hoy. Las principales formas de cáncer conocidas, esto es, las de mayor incidencia, cuentan ya con fármacos específicos de mayor o menor efectividad, según sea el caso. Y la investigación sobre el ciclo celular ha aportado luz para otras muchas y graves enfermedades.

EL CASO DE LA CICLOSPORINA A

El ejemplo europeo se encuentra en Suiza y sus protagonistas son los investigadores de la compañía Sandoz, una de las patas con la que se construyó la actual Novartis. Los analistas económicos atribuyen el enorme crecimiento experimentado por la compañía en los años noventa a una sola molécula, la ciclosporina A, de la que se dice que apareció en el momento justo y en el lugar oportuno.

Esta molécula fue clave durante la década pasada para consolidar el trasplante de órganos en todo el mundo. Antes de su irrupción, las tasas de supervivencia de personas con un órgano trasplantado apenas permitían hablar de alternativa terapéutica para esta técnica. Los órganos fracasaban en un alto porcentaje al poco tiempo al no poder superar los episodios de rechazo. La ciclosporina, un potente inmunosupresor, el primero de nueva generación, lo hizo posible. Y Sandoz se convirtió en un imperio: en todo hospital del mundo donde se practicase un trasplante había que utilizar su cara y efectiva molécula.

Animadas por este éxito, por el reenfoque de la investigación en cáncer y con el nacimiento del proyecto genoma, muchas empresas tornaron sus expectativas de negocio a enfermedades y a tratamientos tanto o más catastróficos que los citados. Los grupos de las cardiovasculares, neurodegenerativas, metabólicas o infecciosas (cuyo interés se ha reactivado tras el atentado contra las Torres Gemelas), entre otras, pasaron a engrosar la lista de las llamadas en algunos círculos "enfermedades rentables".

DINERO Y ÉTICA

Los costes de investigación, sin embargo, se dispararon. Tanto que no tardaron en llegar las fusiones. Y las prisas: el tiempo medio para el desarrollo de un fármaco para cualquiera de estas enfermedades oscilaba en 1997 alrededor de los 14 años para una inversión de 360 millones de dólares. Hoy el tiempo se ha reducido de dos a cuatro años según la fuente, pero no la inversión. Y las probabilidades de éxito, aunque van en aumento gracias al desarrollo de la genómica y la proteómica, continúan siendo bajas.

Lo que crece es la necesidad de dinero para afrontar no tanto el proceso de investigación de nuevos principios, de coste modesto comparativamente hablando, sino lo que supone su entrada en ensayos clínicos, su aprobación administrativa y su comercialización. Un informe reciente de la consultora Datamonitor entiende que sólo tres de las grandes farmacéuticas podrán resistir el ritmo de crecimiento que precisan en los próximos cinco años sin tener que recurrir a la fusión.

Este incierto panorama está abriendo vías para lo que se apunta como una nueva reorientación del sector. Bajo el escudo de un fin social, que no debiera negarse en primera instancia, algunas empresas han empezado a invertir en enfermedades de gran impacto pero hasta ahora de dudosa rentabilidad. Ahí está el caso de la malaria o de otras patologías con alta mortalidad en el Tercer Mundo. En paralelo, otras compañías han abierto sedes en países en desarrollo, donde los costes son mucho más reducidos y el acceso a ensayos clínicos está garantizado. En ellos, además, existe mayor permisividad legal en lo que refiere a investigaciones que bordean la frontera de lo permisible o que, en cualquier caso, no existe consenso internacional, como ocurre con las células madre. ¿Cambio de estrategia o huida hacia adelante? El tiempo lo dirá. Tal vez sea una fórmula para transformar en desarrollo parte del conocimiento adquirido. Pero sería conveniente extremar la vigilancia.

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