El mundo no sería el mismo sin coches. A partir de su invención hace algo
más de un siglo, el automóvil a motor de explosión ha perfilado gran parte de la política, las estrategias empresariales, los movimientos sindicales y sociales. Su fabricación en lugares muy determinados, su necesidad de
algunas materias primas, y, sobre todo, su dependencia del petróleo,
redibujaron el mapa del mundo, con un inestable equilibrio internacional
sobre todo a partir de 1973. Es la pieza clave en la economía de cualquier
país: en momentos de crisis, los gobiernos se lanzan desesperados a
inyectar millones a sus fabricantes. La construcción de un automóvil suma
miles de patentes. Ha definido los modos de producción industrial y los
sistemas económicos. Si Henry Ford consiguió que el obrero pudiera
adquirir aquello que fabricaba, a costa de su alienación en la cadena de
montaje, el postfordismo ha consagrado un mundo globalizado en el que
todo está conectado.
Ha condicionado de manera dramática las ciudades, el paisaje, la
arquitectura, a la vez que ha representado también posiblemente la mayor
amenaza hacia el medio ambiente. Una porción significante de la
superficie del planeta se ha recubierto de una capa de asfalto: el mundo
se ha llenado de carreteras y autopistas que llegan a cualquier rincón.
Inventar el automóvil también supuso inventar las peores pesadillas de la
sociedad contemporánea: los accidentes de circulación y sus miles de
muertos cada año; la lluvia ácida; la contaminación sonora; los
interminables atascos a los que están sometidos los ciudadanos de casi
todas las metrópolis del mundo: se podría decir que, en cualquier
momento, siempre hay centenares de miles de individuos atrapados en un
embotellamiento. Inventar el automóvil también supuso inventar: el carné
por puntos, los neumáticos, los impuestos de circulación, las gasolineras,
las autopistas de peaje, los desguaces, las grúas municipales y las multas
de aparcamiento. Millones de personas subsisten gracias a trabajar al
volante. Ha condenado a los peatones -en lo que se convierten todos los
ciudadanos al bajarse del coche- a deambular por un estrecho pasillo
adoquinado pegado a los edificios llamado "acera".
da cotidiana de las culturas precolombinas con piezas de la tecnología actual, incluso con piezas e ideas del futuro inmediato.
El automóvil también se convirtió a lo largo del pasado siglo en el mayor
objeto del deseo, en la encarnación de las aspiraciones de todas las
clases sociales, desde los países capitalistas a las economías socialistas.
Fue sinónimo de libertad, de independencia, de ir de un lugar a otro sin
planes. Fue diseñado para seducir y publicitado para vender.
La literatura y el cine no serían los mismos sin el coche. Sin él, Bonnie y
Clyde o Thelma y Louise nunca hubieran huido, ni Jack Kerouak se hubiera
lanzado a través de Norteamérica a la búsqueda de sí mismo. El arte
tampoco sería igual sin el coche, al protagonizar un sin número de obras.
Ha servido de inmensa parábola para estudiar lo humano y lo social en sus
múltiples vertientes. En tanto que cambió la relación de las personas con
los objetos de producción industrial, propuso una nueva relación del arte
con sus usuarios. Ha sido un escenario en el que se ha reflexionado sobre
la masculinidad y las relaciones de género. Ha servido para ensayar
estrategias de visibilidad para los artistas, calcadas, muchas veces, de las
utilizadas para que determinados coches entraran en el imaginario común.
En resumen: ha servido de visión del conjunto de la sociedad, en la que se
concentra todas sus grandezas y sus miserias.