Cine viene de cinético
 No, no es reciente el sueño del movimiento en el arte. Formó parte del ideal alejandrino de la época helenística, de los ingenieros que acumularon maravillas para asombrar a cualquiera que visitara la ciudad. A lo largo de siglos, las cortes orientales y europeas recibieron las visitas de inventores más o menos visionarios que trasportaban autómatas destinados a asombrar e intrigar con un propósito singular, unir belleza con movimiento. Los móviles perpetuos se convirtieron en auténticas utopías donde se entrecruzaban tecnología, arte y ensoñación.
 Sin embargo, lo cinético irrumpió en nuestra cultura con una fuerza arrolladora montado en una locomotora de ferrocarril durante el siglo XIX, y se transformó en arte ya en el siglo XX de la mano del cine, el arte cinético por excelencia. Los artistas comenzaron entonces a jugar con la idea de considerar de otra forma la tecnología emergente, no sólo como instrumento para realizar la obra de arte, sino como parte constitutiva de ella. Y dado que el movimiento reinaba en la tecnología del siglo XX, consideraron con buen criterio que el movimiento podría constituir un ingrediente primordial del arte. No resultó ser una idea de un solo individuo, y lo mismo que ocurrió en los procesos de innovación tecnológica, el arte fue invadido por el movimiento desde puntos de ataque muy diferentes, tantos como tecnologías podían usar los artistas.
 El Museo Reina Sofía inauguró hace unas semanas una exposición para dar cabida a obras relacionadas con el movimiento desde perspectivas diferentes y un tanto paradójicas. Pretende sugerir un paseo por algunas corrientes del pasado siglo XX con el fin de introducir al visitante en el arte que tomó en cuenta precisamente el movimiento. Sobre el papel puede resultar un empeño desmesurado, sin embargo, el espacio de la exposición se abre a curiosidades impertinentes para quienes quieran ver tanto piezas que se muevan físicamente como otras que sugieran el vaivén, en cortes diacrónicos, instantáneas de la evolución posible de una pieza de arte. Movimientos físicos, movimientos representados en una pantalla, movimientos sugeridos que deben inventar quienes miren la obra de arte, todos ellos tienen lugares precisos en el cuadrilátero de la sala.
 La mirada de quien pasea se sorprende, seguro, porque se encuentra con imágenes ya conocidas de Dalí a las que otorga un nuevo valor desde la perspectiva del cinetismo, y se siente seducido por un Duchamp que parece el auténtico clásico del cinetismo inconformista. La contemplación hipnotizada de sus rótulos y círculos están en el origen de cualquier arte que pretenda aprehender la velocidad. Frente al movimiento sugerido y el proyectado, el producido por máquinas que consiguen desplazamientos físicos de las partes de una obra; así la mirada divagadora encuentra piezas de Nicolas Schöffer, el pionero del arte cibernético de la segunda mitad del siglo XX, pero el auténtico tropiezo se produce con la obra de Jean Tinguely, única interactiva que invita a representar la precariedad de la revolución industrial, con solo apretar un botón.
 Finalmente, las inquietudes ópticas se despliegan en los juegos de luz y sombras, ingredientes de todas las linternas mágicas, espacialmente llamativas en las piezas de Julio Leparc y Marta Boto. Finalmente, la mirada debe inventar lo cinético en la obra de Jesús Rafael Soto, tal vez la más inquietante de las piezas expuestas.
 La exposición no pretende ser completa, ni siquiera representativa de las innumerables tendencias de un arte tan babelizado como el contemporáneo, pero puede servir de precedente para dar cabida a los movimientos que explotan el mestizaje entre tecnologías y arte. Por eso cuando salgan del museo, lleguen a la calle, y observen la ciudad, dudarán sin han abandonado la exposición o siguen en el sueño cinético.
Javier Ordóñez
UAM
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