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Fecha
Fuente
The Conversation
Autor
Antonio Ruiz de Elvira

Hacia un verano en primavera

La sequía se acentúa en España. Si las precipitaciones siguiesen la tendencia histórica, debería llover todos los años entre noviembre y abril: seis meses. Pero desde hace unos diez años, se ha reducido el intervalo de lluvias a cuatro meses, de diciembre a marzo. Y este año, particularmente, no ha llovido casi nada en estos meses

La sequía no debe considerarse solo como la falta de lluvia acumulada, sino que es preciso considerar cuándo deja de llover. Si no hay agua ni en marzo ni en abril, no grana el trigo, aunque luego quizás llueva mucho a finales de mayo.

Estos días, la reserva de agua alcanza los 28 400 hm³, cuando lo normal serían 37 000. Y la precipitación entre el uno de octubre y la segunda semana de abril ha sido, de media, de 337 l/m², cuando la media histórica son 411 l/m² (en toda España).

Las calimas, invasiones de aire muy cálido desde África con polvo muy fino en suspensión, son desde hace 10 años mucho más frecuentes que antes de 2010. Y las gotas frías (ahora llamadas DANA) se repiten a lo largo del año una y otra vez, cuando hace 50 años se concentraban entre octubre y noviembre.

La corriente en chorro polar

El tiempo meteorológico en España está controlado por la corriente del chorro polar, una corriente de aire muy intensa que circula en torno al polo norte a unos 11 000 metros de altura, dando la vuelta a todo el globo terráqueo.

Esta corriente existe por la diferencia de temperaturas entre el ecuador y el polo. La ley que regula el comportamiento de los gases, y por lo tanto, del aire de la atmósfera, nos dice que las diferencias de presión entre unos puntos y otros de una masa de aire son proporcionales a las diferencias de temperatura.

Las diferencias de presión causan los flujos de aire. Y en nuestro planeta, ese movimiento forzado por la diferencia de presión y la aceleración debida a la rotación terrestre se convierte en un movimiento a lo largo de los paralelos en latitud, cada vez mas intenso según se asciende en la atmósfera.

La máxima intensidad del chorro polar se sitúa sobre el paralelo donde las diferencias de temperatura son mayores.

Este flujo de aire es tan intenso (de unos 200 km/h), que los pilotos de las líneas aéreas lo buscan en los vuelos de oeste a este, de California a España, por ejemplo, pues aumenta en esa cantidad la velocidad de los aviones respecto a la superficie de la Tierra.

Como la velocidad del chorro depende de la diferencia de temperatura entre el ecuador y el polo, es más intensa en invierno (un polo más frío) que en verano (un polo más caliente). Además, circula, o debería circular, con meandros débiles en invierno y con meandros fuertes en verano, cuando su velocidad disminuye.

Adicionalmente, en invierno, al extenderse los hielos polares hacia del sur, el punto de máximo gradiente de temperaturas desciende hacia el sur, y sube hacia el norte en verano, como vemos en la figura anterior.

Efectos del calentamiento global

El cambio climático actual, causado por la emisión constante y acelerada (y sin visos de frenado) de dióxido de carbono debido a la quema de combustibles fósiles, y ampliado por la emisión de metano desde las tundras desheladas de Siberia y Canadá, calienta mucho más las regiones polares del norte que las zonas ecuatoriales. De hecho, más del doble.

Esto es así debido a fenómenos de retroalimentación. Si hay hielo, este refleja la luz incidente, y el polo se mantiene frío. Pero si el hielo comienza a retirarse hacia el norte, la luz solar se absorbe por el suelo deshelado y se retiene como “calor” (energía) en la superficie.

A lo anterior hay que añadir que aunque está calentándose, el polo sigue frío, de manera que no tiene convección del aire: el calor se retiene en la superficie. Adicionalmente, el agua fundida en veranos más calientes retiene el calor, y calienta el hielo en invierno.

El resultado es el mencionado: el polo se está calentando a un ritmo el doble de rápido que el resto del planeta. Es decir, estamos avanzando hacia una situación de “verano” en invierno: el chorro polar se ha desplazado a una latitud más alta, se ha debilitado y, consecuentemente, sus meandros son más intensos. El resultado son cambios muy bruscos de tiempo, de calor a frío y a la inversa, y calimas como la prevista para la última semana de abril.

Esto es lo que debemos esperar de aquí a finales del siglo XXI, porque es evidente que, a pesar de los esfuerzos de la Unión Europea, el resto de los miles de millones de ciudadanos del planeta no van a dejar de emitir cada vez más CO₂. Y al calentarse la Tierra, la emisión de metano va a seguir aumentando.

La adaptación, única salida

La única respuesta es la adaptación a fenómenos meteorológicos extremos: grandes sequías, calor intenso, episodios de heladas muy fuertes, subida del nivel del mar e invasión de especies foráneas, incluyendo patógenos.

Entre otras medidas, necesitamos almacenar agua, controlar las riadas plantando árboles de forma masiva (miles de millones), reducir el riesgo de heladas en los frutales de La Mancha y del Valle del Ebro, desarrollar cultivos y especies más resistentes a la sequía temprana y establecer sistemas de control de la entrada de agua del mar en las costas debida a la combinación de subida del nivel del mar y el oleaje.

Esto, además de proteger nuestra economía, generaría una enorme cantidad de puestos de trabajo.

Este mismo mensaje lo he lanzado sin cesar respecto a la necesidad del desarrollo de la energía solar desde hace 35 años. Se han perdido 30 de estos años, y ahora ya es tarde. No vamos a frenar el cambio climático.

Tenemos otros 30 años para adaptarnos al mismo. ¡Ojalá esta vez sí nos pongamos al trabajo y no tengamos que decir en 2053 que ya hemos perdido la capacidad de adaptación en una España destrozada!


Antonio Ruiz de Elvira Serra, Catedrático de Física Aplicada, Universidad de Alcalá

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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