El olfato periodístico de la ciencia

Carmelo Polino es miembro del Equipo del Observatorio Iberoamericano de la Ciencia, la Tecnología y la Sociedad
Proyecto Iberoamericano de Divulgación y Cultura Cientifica

En uno de los casos policiales de la genial saga del comisario Salvo Montalbano, ambientada en Vígata, un pequeño pueblito imaginario de Sicilia, Andrea Camilleri describe a los buenos periodistas como caballos de raza que olfatean la noticia. El olfato periodístico ha sido, no obstante, uno de los sentidos menos apreciados en el ámbito de la ciencia. En el año de 1837, por ejemplo, las autoridades de la Academia de Ciencias de París propusieron a sus miembros una decisión osada. Pretendían que los periodistas que por aquella época merodeaban los salones burgueses y los cafés de la ciudad en busca de chismes y relatos, pudieran tener acceso a las sesiones y a las actas internas de las discusiones de los científicos. Inmediatamente estalló una polémica acalorada. Para muchos académicos, que los periodistas accedieran al recinto que hasta ese momento era exclusivo de los «filósofos naturales» era algo inaceptable, la credibilidad de la ciencia estaba en juego. Algunos sostenían con vehemencia que si se admitía a los periodistas en la sala, su «indiscreta pluma» podría revelar impunemente errores que los sabios pueden proferir en un momento de irreflexión. (1)

En las circunstancias actuales todavía hay recelos que delatan actitudes de confrontación entre prácticas profesionales distintas. Podría enumerar una buena cantidad de ejemplos sintomáticos que reciclan bajos nuevas formas viejas contrariedades. Pero en más de un sentido, este risueño episodio parece indudablemente antediluviano para la matriz institucional de la ciencia contemporánea. La institución científica ha experimentado en las últimas décadas cambios estructurales de tamaño, escala y cualitativos que repercutieron en la orientación de objetivos y en el desarrollo de las líneas de investigación. Asimismo en la formación de las comunidades de científicos, y en la relación y alianzas de la ciencia con otras instituciones sociales, como la industria, las finanzas y los mercados globales. Esto también ha implicado a su vez nuevos modos de organizar la investigación, nuevos actores involucrados en los procesos de validación, valoración y tomas de decisión y, por lo tanto, también la conformación (al menos en algunos sectores de punta) de fronteras difusas entre ciencia, tecnología, innovación y negocios. Estas circunstancias se han visto acompañadas de una exposición pública de la ciencia que ha ido constantemente en aumento. En buena medida, hoy la tecnociencia se hace en público. J. Ziman decía que la ciencia tradicional fue adquiriendo nuevos valores epistémicos y extra epistémicos y que producto de ello «fue cambiando ante nuestros propios ojos». (2)

La combinación de estos factores han hecho que no solo los periodistas no sean rechazados, sino que sea la propia ciencia la que juega con reglas de la comunicación social: contrata periodistas para producir contenidos en múltiples formatos o para acompañar y documentar expediciones científicas; insta a los científicos y a las instituciones a participar de las redes sociales de Internet y a generar sus propios blogs para expandir las fronteras de la comunicación social; abre las puertas de los laboratorios y de las grandes instalaciones e invita a los periodistas a recorrerlos; provee servicios informativos y agencias propias con accesos privilegiados para periodistas, y escribe textos periodísticamente editados, en algunos casos con titulares tan sugestivos que podrían ser la envidia de los editores de la prensa; lanza al ruedo noticias que tienen etiquetas rimbombantes y que sin duda están diseñadas para que sean delicias olfativas para las narices de los periodistas (la «máquina de Dios», o el reciclaje del polémico «eslabón perdido» entre primates y el hombre son probablemente las últimas joyas de una amplia galería de excelente estrategia publicitaria); o convoca conferencias de prensa en salones especialmente acondicionados y, cámaras de televisión mediante, despliega un verdadero show mediático, incluso muchas veces con primicias que aún no han pasado por los circuitos formales de publicación académica con la consecuente revisión por pares. Y aquí podrían listarse incidentes célebres como el anuncio en 1989 de la «fusión fría», desacreditado luego como fraude por la amplia mayoría de los especialistas, o la sospechoso novedad en 1996 sobre evidencias de vida fosilizada en un meteorito descubierto en la Antártida (y el intento posterior de la Nasa de controlar el flujo informativo). Pero también hay entre las primicias espectaculares y de impacto mundial que se ofrecen al mismo tiempo a la audiencia masiva y a los especialistas, y que no obstante son juzgadas como buena ciencia y reciben un respaldo contundente por parte de la comunidad científica: por ejemplo, cuando en 1992 los cosmólogos de un equipo internacional anunciaron resultados obtenidos a través del satélite COBE en su estudio de la radiación cósmica de fondo, obteniendo un espaldarazo capital para la historia de la teoría evolutiva del universo. Poco más de una década después, en 2006, la Academia de Ciencias de Suecia otorgó el Premio Nobel a los científicos que habían hecho el anuncio público. Como así también hay otras noticias que tampoco son cuestionadas y que pasan públicamente más desapercibidas, como el caso de una conferencia de prensa que organizó la NASA en mayo de 1998 para anunciar -antes de que se hubiera enviado el artículo para su revisión por pares en una revista científica- la supuesta detección de un planeta extra-solar por parte del telescopio espacial Hubble.

Muchas de estas prácticas podrían ser objetadas desde el punto de vista de los valores tradicionales de la ciencia. Y por cierto una discusión en torno a las condiciones de gestación e irrupción de nuevos valores y prácticas que asume la comunicación actual es una tarea sugestiva, puesto que la relación entre ciencia, periodismo y discurso público está mediada por una comunicación con sentido estratégico. Estas prácticas no dejan de ser aspectos que evidencian cómo a través de la comunicación social la ciencia no sólo «constantemente extiende el alcance y la precisión de las representaciones del mundo» (3), según palabras de J. Mosterín, sino que en su intención de incidir en el discurso público, la comunicación se ha transformado en un rasgo estructural de la tecnociencia moderna y alrededor de ella hay consecuentemente una formidable maquinaria de industria cultural. La tendencia actual es clara: la ciencia se comunica al mismo tiempo que va ocurriendo.

Referencias

Mosterín, J. (1993), Filosofía de la cultura, Madrid, Alianza Editorial, p.111.

Raichvarg, D., Jacques, J. (1991), Savants et ignorants, Editions du Seuil, París, 1991. Citado por V. De Semir (2002).

Ziman, J. (2003), ¿Qué es la ciencia? Madrid, Cambridge University Press.

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