EL DEBATE: El déficit cognitivo es el Cid Campeador

Por Carina Cortassa

CONICET – Centro Redes, Argentina.

Al parecer, al igual que la leyenda atribuye al hidalgo castellano, sigue ganando batallas después de muerto.

Como planteé en un contexto cercano (Revista Iberoamericana CTS – vol. 5, nº 15), llevo tiempo pensando que la caducidad del modelo del déficit cognitivo en los estudios de comprensión pública de la ciencia es más declamada que efectiva. Esto es que, a despecho de los cuestionamientos de toda índole recibidos durante los últimos años, su influencia persiste en el plano de la reflexión conceptual, en la investigación empírica y en las prácticas destinadas a superar la brecha entre ciencia y sociedad -plenamente orientadas por la voluntad y el esfuerzo alfabetizador que de él derivan.

Con frecuencia me he preguntado si es que no somos capaces de decir algo acerca de la apropiación social de la ciencia que supere esa discusión, ya sea sobre su existencia y cómo resolverlo, o sobre su pertinencia como modelo explicativo. Creo que la cuestión, legítima e irresuelta, tiene consecuencias serias para el campo: la estabilización en una fase de controversia que no hace sino ocultar -bajo una aparente efervescencia productiva- cierta forma de estancamiento. Y quizás algo peor. A veces siento que nos enfrentamos a una situación similar a la que planteaba el comunicólogo Jesús Martín Barbero, en otro contexto disciplinar, acerca de la persistencia de la teoría negada y la esquizofrenia que alimenta: la hipótesis del déficit cognitivo se impugna en voz alta, pero la reflexión y la investigación se encuentran en buena medida entrampadas dentro de los límites de problemas y categorías que ella impone.

Ciertas corrientes en los estudios de percepción reconocen la necesidad de sofisticar conceptual y metodológicamente el modelo, pero mantienen inamovible el sentido último de la carencia de conocimientos como el obstáculo a superar mediante mejoras de los niveles de educación e información de los ciudadanos. Por su parte, las aproximaciones contextualistas parten de supuestos epistemológicos que relativizan la demarcación entre diversas formas de saberes en pie de igualdad, entre los cuales se cuentan el saber científico y el saber popular. Consecuentemente, rechazan la existencia de una brecha cognitiva entre expertos y no expertos y sus análisis se orientan básicamente a demostrarlo. De este modo, por reacción, continúan enfocando el problema fundamental en términos de la teoría negada.

La dificultad en que incurre el modelo clásico es pretender que la distancia entre ciencia y sociedad es superable dando un baño de alfabetización a los ciudadanos. Y suponer, por ende, que el barniz de conceptos, en general triviales y débilmente aprehendidos, accesible de esa forma promovería entre los legos no sólo una serie de actitudes más positivas frente a la ciencia sino, asimismo, la capacidad reflexiva para integrarse plenamente a la discusión pública de cuestiones que la involucran. Por su parte, los enfoques etnográfico-contextuales se exponen al riesgo que con precisión señala S. Miller (2001): recaer en una visión políticamente correcta que niega la desigualdad evidente entre expertos y públicos por lo que respecta a cierto tipo de conocimiento; y considerar, al mismo tiempo, que es posible implementar instancias de “diálogo, discusión y debate” cuando los partes no cuentan con un caudal de conceptos y experiencias mínimamente compartidos acerca del objeto sobre el cual se procura precisamente dialogar, discutir y debatir. La perspectiva etnográfica acierta al afirmar que el déficit cognitivo del público no es el único determinante de sus vínculos con la ciencia, pero se engaña al suponer que el déficit no existe, o bien que no juega un papel relevante en la relación. Al excluir del análisis el condicionamiento que impone la asimetría epistémica, coarta su propio potencial renovador pues omite un aspecto clave que subyace y en buena medida determina el intercambio entre científicos y ciudadanos. Bajo los supuestos contextualistas tampoco es posible pensar una interacción efectiva.

Por mi parte, estoy convencida de que el problema no es tanto que el público no comprende a la ciencia como que la teoría no ha sido capaz de comprender el modo en que el público comprende: en un proceso a la vez signado por factores cognitivos y extra-cognitivos, que no discurren por vías separadas sino que se vinculan de forma indisoluble. La circulación y apropiación social del conocimiento científico tiene una dimensión epistémica, naturalmente, porque atañe a la adquisición y comprensión de cierto conocimiento; pero además es un problema epistémico en un sentido no trivial, pues el proceso se desarrolla bajo las constricciones que impone la asimetría de los interlocutores. Y es una cuestión sociocultural y simbólica porque el intercambio se inscribe en un marco de prácticas significativas, en la conjunción de una red de representaciones que mediatiza la comunicación entre ellos. La investigación en CPC debería explicar cómo se articulan ambos órdenes si pretende comprender cuáles son las condiciones reales a partir de las cuales científicos y públicos podrían integrarse en el horizonte político de un diálogo incluyente.

En función de eso, la alternativa que propongo no es eliminar ni negar el problema del déficit sino integrarlo como un componente intrínseco del escenario en cuestión, y empezar a pensar cómo se comparte socialmente el conocimiento científico a partir de y no contra las condiciones de asimetría epistémica -“radical”, en términos de Hardwig (1985, 1991)- que enmarcan la interacción entre los agentes; esto es, como un presupuesto y no como un problema a resolver. Reorientar nuestros interrogantes en dirección de ese escenario y sus particularidades puede significar un aporte interesante para la renovación de la agenda disciplinar. O, por lo menos, un camino personal para librarnos del aburrimiento que nos provocan las discusiones sobre el déficit.


Referencias bibliográficas

Hardwig, J. (1985): «Epistemic Dependence», The Journal of Philosophy, vol. 82, 7.

Hardwig, J. (1991): «The role of trust in knowledge», The Journal of Philosophy, vol. 88, 12.

Millers, S. (2001): «Public understanding of science at the crossroads», Public Understanding of Science, 10

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