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De ciencia, sociedad y futuro: las pautas del siglo XXI 

Iniciado el 13/3/2007  y finalizado el 27/3/2007    
Transcurridos ya más de siete años de la Declaración de Budapest sobre la Ciencia y el uso del saber científico el balance que puede hacerse de lo conseguido ofrece luces y sombras. Es hora pues de reactivar su espíritu y letra con renovadas energías.

Entre el 26 de Junio y el 1 de Julio de 1.999 se reunión en Budapest, bajo los auspicios de la UNESCO y del Consejo Internacional de las Uniones Científicas (ICSU), unas 2.000 personas entre científicos y responsables de las políticas de I+D, de su promoción, gestión, comunicación, etc... En total, en la capital húngara se congregaron representantes de unas 170 organizaciones gubernamentales y de la sociedad civil, pertenecientes a más de 150 países, bajo el lema de "Conferencia Mundial sobre la Ciencia para el siglo XXI: Un nuevo compromiso". Reunión que marcó un hito gracias a la aprobación de la llamada Declaración de Budapest sobre la Ciencia y el uso del saber científico. Se entiende que cuando habla de ciencia, se refiere al sistema contemporáneo en el que ciencia y tecnología convergen y se fusionan en lo que suele etiquetarse como tecnociencia.

Esta Declaración se estructura con un preámbulo, una serie de consideramos y, especialmente, sobre cuatro puntos básicos que establecen el marco de acciones que la ciencia debiera asumir: el conocimiento y el progreso, la paz, el desarrollo y, finalmente, la ciencia en y para la sociedad. Adicionalmente, la Conferencia asumió también otro documento titulado Programa en pro de la ciencia: Marco general de acción concebido como guía estratégica para conformar las relaciones futuras de cooperación en el sistema de Naciones Unidas y demás actores internacionales y nacionales involucrados en la producción, promoción y gestión de la ciencia.

La relevancia de la Conferencia y de su Declaración también radica en que fue el colofón de más de una veintena de reuniones (con sus respectivos informes y declaraciones) internacionales de carácter intergubernamental o no gubernamental realizadas en los anteriores veinticinco años, y que comienzan con la Recomendación relativa a la situación de los investigadores científicos, aprobada en París por la Conferencia General de la UNESCO en 1974. Además, entre 1995 y 1999 se organizaron más de 60 encuentros para perfilar la Conferencia y sus Declaraciones.

En los documentos aprobados en Budapest se hizo hincapié en la importancia de la investigación fundamental, en la crucialidad de la triada ciencia-tecnología-ingeniería como pilares del desarrollo económico en general, en la necesidad de estrechar las actividades tecnocientíficas de los sectores público y privado, en la relevancia que la ciencia tiene para hacer frente a las necesidades humanas fundamentales, en la obligación de poner a la ciencia en sintonía con el medio ambiente y el desarrollo sostenible, en el destacado papel que ésta puede desempeñar para la resolución de los conflictos y el servicio de la paz, en la urgencia de lograr una plena educación y alfabetización científica, en la conveniencia de conseguir una mayor participación en la ciencia, y de tener en cuenta todo un cúmulo de cuestiones éticas que plantean los nuevos descubrimientos y aplicaciones, y en la bondad de respetar y preservar como patrimonio de la humanidad otras formas de conocimiento.

Con esta Declaración y sus documentos vinculados se trataba, tanto por parte de los organismos y otros agentes internacionales como por los gobiernos nacionales, de establecer una política común a nivel mundial para la ciencia que se articularía sobre dos ejes fundamentales. El primero tenía como objetivo establecer lo que puede llamarse como "un nuevo contrato social para la ciencia", coincidiendo con el arranque del siglo XXI. Esta necesidad se debió a que la positiva, plácida y problemática imagen de los efectos del desarrollo científico y tecnológico, que prevaleció en la primera mitad del siglo XX, comenzó a deteriorarse al inicio de la segunda mitad por una serie de causas concatenadas.

Así, la carrera armamentística nuclear que desencadenó la Guerra Fría, asociada con el recuerdo de muerte y destrucción de Hiroshima y Nagasaki, la creciente constatación de los riesgos potenciales y peligros reales de los residuos tóxicos químicos y nucleares, las distintas manifestaciones del visible y continuo deterioro del medio ambiente, la posibilidad real de alterar los ciclos básicos de la naturaleza, la aceleración del proceso de disolución de los saberes y experiencias tradicionales, la creciente deshumanización y alienación en los puestos de trabajo por razón de la tecnificación de la cadena productiva y, en suma, la asunción de unas pautas de producción y consumo que cambiaron los valores morales por las necesidades y los estilos de vida naturales por sofisticadas formas artificiales, supusieron el definitivo espaldarazo para que, a partir del momento simbólico del Mayo del 68, comenzara a producirse una progresiva erosión en la confianza de la sociedad en la tecnociencia, y la consiguiente activación de las posiciones críticas.

El resultado fue la ruptura del contrato social implícito a favor de la ciencia que históricamente había estructurado las relaciones ciencia-sociedad, y la necesidad de impulsar uno nuevo que tuviera en cuenta el estratégico papel que la tecnociencia juega en la estructuración de la actividad económica (la ciencia como fuente principal de riqueza), incrementado con la aparición y consolidación en los países más desarrollados de la llamada sociedad de la información y del conocimiento. Pero que, a la vez, asumiera la necesidad de controlar, atemperar o eliminar los efectos no deseados que sus resultados producen en la estructura sociocultural, económica y política, el medio ambiente, y en la alteración de los ciclos básicos de la naturaleza. Eventualidad para la que se carece de orientaciones éticas consolidadas con las que hacerle frente.

Puede discutirse si la ciencia es responsable de todas estas situaciones, pero no cabe obviar que las ha hecho posible. La tecnociencia obedece a la razón instrumental y, por tanto, es incapaz de decir nada sobre los fines que ha logrado, aunque estos hayan disuelto buena parte de la razón moral tradicional. En esta línea, los documentos aprobados en esta Conferencia Mundial conforman la nueva propuesta de contrato social que los ciudadanos de la republica de la ciencia lanzaron, con el nuevo siglo, a los gobiernos, las organizaciones internacionales y, en suma, al conjunto de la sociedad civil.

El segundo eje fundamental de la Declaración de Budapest fue evitar que los avances en ciencia y tecnología se concentren en los países del primer mundo (OCDE) y, dada su crucialidad para el desarrollo, contribuyan a reforzar y ensanchar las diferencias internacionales habitualmente conocidas como Norte y Sur, que no solo son políticas y económicas sino también educativas, culturales y tecnocientíficas. Es decir, tratar de poner remedio a la vieja aseveración del Evangelio según San Mateo que dice que "pues al que tenga se le dará y tendrá abundancia; pero al que no tenga se le quitará hasta lo poco que tenga". Se trata de un fenómeno que expresa las desigualdades adicionales de refuerzo y acumulación que generan las ventajas de partida, y que permite entender porque tanto la riqueza como la pobreza se perfilan mejor como curvas logísticas que como rectas. Algo que Robert K. Merton, un clásico de la sociología contemporánea, había ya identificado en sus estudios de la ciencia como sistema social, y que conceptualizó bajo el rótulo del Efecto Mateo (en honor al conocido pasaje evangélico).

En definitiva, mientras que en el primer objetivo perseguido parece razonable concluir que la propuesta de nuevo contrato social ha culminado con éxito, los resultados obtenidos en esta segunda dimensión distan de ser satisfactorios y la brecha científica y tecnológica se mantiene y aumenta conforme los países de la OCDE se perfilan con mayor nitidez como sociedades de ciencia mientras que los países del Tercer y Cuarto Mundo siguen manteniendo la proporción del PIB dedicada a las actividades de I+D muy por debajo del 1%, no consiguen universalizar los servicios básicos de sanidad, educación básica, disponibilidad de agua y alimentos, etc. Amén de que el impulso que culminó con la Conferencia de Budapest parece haberse estancado conforme los años del nuevo siglo han ido desdibujando la referencia finisecular. Tal vez sea hora de reactivar energías e ideas para hacer vigente el espíritu y las pautas de acción de la Declaración sobre la Ciencia y el uso del saber científico.

Cristóbal Torres Albero
Universidad Autónoma de Madrid

 

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