Profesionales del mundo de las patentes que alcanzaron la fama (tercera parte)

Cuando se ejerce una profesión determinada, siempre existe una cierta curiosidad por conocer personas que habiendo desempeñado la misma, alcanzaron cierta notoriedad. La profesión de examinador de patente, que es ejercida por alrededor de 150 personas en esta Oficina también cuenta con personas que habiendo desempeñado esta labor, alcanzaron la fama, normalmente por motivos ajenos a la misma, aunque quizá la labor de examinador de patentes les proporcionó algunas habilidades que resultaron cruciales en la llegada a la celebridad. Siguiendo con nuestra serie iniciada anteriormente, presentamos en este caso a un personaje de origen español que desempeñó su actividad profesional en el mundo de las patentes y logró notoriedad.

Arturo Barea (1897 – 1957), es el representante español de los profesionales del mundo de las patentes que alcanzaron la fama, en este caso en el mundo literario. De origen muy humilde participó en la guerra de África donde vivió el “desastre de Annual” en 1921. A su regreso de la guerra encontró trabajo en “Casa Agustín Ungría” como tramitador de patentes. La empresa aún continúa en el mundo de la propiedad industrial bajo el nombre de “Ungría Patentes y Marcas”. Su fundador Agustín Ungría Castro había sido el primer agente de la propiedad industrial en anotarse en el Registro de la Propiedad Industrial. Arturo Barea participó en la guerra civil con el bando republicano. A su término se exilió en Inglaterra donde redactó su obra más conocida: la trilogía “La forja de un rebelde” de carácter autobiográfico. En los volúmenes 2  (la ruta) y 3 (la llama) narra su experiencia en el mundo de las patentes en los capítulos “el golpe de estado” y “Villa Rosa” del volumen 2 y en la primera parte del volumen 3. En el capítulo “golpe de estado” afirma:  “Las patentes en España no requieren más que ser solicitadas, pero pronto comenzamos a tratar con agentes extranjeros, que nos enviaban patentes y nos sometían consultas que envolvían un estudio minucioso del aspecto técnico y legal. Nadie en la oficina de Ungría estaba calificado para este trabajo. Por pura satisfacción personal, comencé a estudiar el lado técnico y teórico de cada patente que venía a nuestras manos y pronto me convertí en un especialista. Mi salario era muy reducido -130 pesetas al mes”. Posteriormente, en el capítulo “Villa Rosa” afirma:” uno de los jefes de una de las agencias de patentes más importantes de España falleció inesperadamente. Yo sabía que iba a ser difícil encontrar quien le sustituyera, porque su trabajo necesitaba conocimientos especiales, y me fui a ver al director de la firma. Me conocía, como nos conocíamos todos dentro del círculo estrecho de la profesión, y llegamos a un acuerdo. Me haría cargo de la dirección técnica de la firma, con un salario de quinientas pesetas y una comisión”, “Al final me sumergí totalmente en mi trabajo, que tenía grandes atracciones para mí. No había logrado llegar a ser un ingeniero, ni aun un mal mecánico, pero ahora era consejero de inventores”. En el capítulo “la tela araña” del tercer volumen comenta su relación con los inventores: “¡Qué trabajo costaba convencer a estos hombres de que su invento no era invento y que el mundo lo conocía hacía ya muchos años! o que su mecanismo reñía con los principios de la mecánica y no podía funcionar”. 

También relata como una empresa trataba de anular una patente válida obtenida por un profesor de química de la Universidad Central de Madrid sobre un método de separación de azúcar. Aunque la patente mantuvo su validez, el profesor perdió todos sus ahorros en los pleitos iniciados por la competencia. Asimismo habla de su relación con la “oficina de patentes” entonces ubicada en los sótanos del Ministerio de trabajo, actual Ministerio de Agricultura: “Cuando el enorme edificio se convirtió en Ministerio de Trabajo, la oficina de patentes se instaló en el sótano. Por quince años, casi diariamente, estuve yendo a aquellos claustros enlosados y oficinas de techo de cristal.”, “El cargo de director general de la oficina de patentes era un puesto político que cambiaba con cada gobierno. El trabajo descansaba sobre tres jefes de sección cuyo puesto era fijo y con los cuales tenía que resolver todos los asuntos de nuestra oficina, en las breves horas en que recibían.”

Como tantos otros profesionales del mundo de las patentes, ya fueran agentes de patentes o examinadores Arturo Barea también fue inventor él mismo y así obtuvo las siguientes patentes según el archivo histórico de la OEPM, correspondientes a: un dispositivo-envase, especialmente aplicable a las pastas dentífricas, perfeccionamientos introducidos en máquinas vaporizadoras y perfeccionamientos introducidos en la fabricación de objetos huecos en pasta celulósica y similares.

 

 

 

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2 comentarios

  1. Me permito reproducir el siguiente párrafo de la magna obra de Arturo Barea:

    “Don Fernando, jefe de la sección de patentes, era un hombre gordo y alegre con una panza bamboleante, siempre muy ocupado, siempre con mucha prisa y siempre demasiado tarde; tenía cara de luna y un apetito salvaje que flatulencia y acidez, ahogadas en bicarbonato, amargaban constantemente. Su favor no era cosa que se comprara, pero una caja de botellas de champán le ablandaban, y una carta de un diputado que le llamara «mi querido amigo» le derretía.”

    Que el lector saque sus conclusiones.

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