La transmisión de la cultura: revoluciones, sesgos culturales y soportes físicos
La palabra revolución tiene múltiples significados. Hoy en día se suele usar en sentido devaluado, para indicar un cambio relativamente substancial, aunque no necesariamente radical, en nuestro comportamiento, ya sea en el campo social, económico, tecnológico o cultural. Sin embargo, las verdaderas revoluciones si existen y tienen (o han tenido) una extraordinaria importancia en distintos ámbitos. Algunas, políticas y económicas, tienen un impacto directo, en ocasiones con un tremendo coste humano. Otras, culturales y tecnológicas, son más sutiles, y sus efectos se observan a más largo plazo. Los soportes que usamos, y la tecnología asociada a los mismos, para transmitir ese extraño fenómeno que llamamos cultura tienen también consecuencias sobre qué permanece y durante cuánto tiempo.
En realidad, la cultura, entendida como la transmisión de información por aprendizaje, no es un fenómeno estrictamente humano. Chimpancés y bonobos, entre otros antropoides, poseen ejemplos bastante sofisticados, que difieren de un grupo a otro. Nuestros primos transmiten sus conocimientos por imitación, mostrando a los más jóvenes, por ejemplo, cómo usar una delgada rama para atrapar a las hormigas ocultas en su guarida. Pero es en los humanos en los que la cultura alcanza su plena madurez, ya que el conocimiento no solo se limita a técnicas de supervivencia, sino que va más allá, a la satisfacción de necesidades puramente intelectuales.
Las sociedades humanas más primitivas utilizan técnicas orales. Narran hechos y lecciones; describen procesos. Las palabras y el ejemplo dominan. Por supuesto, no es privativo de aquéllas. Los cuentos que aun perduran en las sociedades más desarrolladas cumplen funciones semejantes. Además, desde el hombre de Cro-Magnon, utilizamos representaciones pictóricas y esculturas.
Los primeros registros culturales permanentes que se conocen, sin tener en cuenta las pinturas rupestres, son probablemente las tablillas sumerias, a finales del tercer milenio antes de nuestra era. La mayor parte de ellas, y las correspondientes a sociedades posteriores, realizados en escritura cuneiforme, son registros económicos: transacciones comerciales, pago de impuestos, censos, existencias en almacenes, etc. Afortunadamente, también contienen las primeras expresiones literarias, como es el caso de las vicisitudes de Gilgamesh, probablemente la primera epopeya que ha llegado hasta nosotros. O los registros astronómicos de eventos tales como eclipses, de vital importancia para datar diferentes sucesos históricos.
Una significativa porción del material escrito en Sumeria y las culturas herederas como Babilonia y Asiria, a pesar de la dureza de su soporte, no sobrevivió a las invasiones posteriores de persas y helenos, al cambio de civilización. Sin embargo, gran cantidad de almacenes de tabillas existen en las antiguas urbes de Mesopotamia, el país entre los dos ríos, en el actual Irak. Desafortunadamente, ésta es una región muy castigada por la historia. Y los conflictos actuales, junto a la devastadora capacidad destructiva del arsenal moderno, han podido causar un daño irreparable a los asentamientos o tell, montículos artificiales que indican la presencia de antiguos núcleos urbanos, aun no excavados.
En las orillas del mítico Nilo, Egipto desarrolló el papiro, y los rollos de este material, extremadamente frágil, fueron utilizados profusamente durante la Antigüedad, especialmente por las sociedades helénicas y por el mundo romano. Las grandes bibliotecas del periodo helenístico y del imperio, desde Pérgamo hasta Alejandría, contenían miles de rollos que incluían gran parte de la sabiduría mediterránea, desde las tragedias griegas a las reflexiones filosóficas del emperador Marco Aurelio. Desgraciadamente, los accidentes, los desastres naturales, los incendios deliberados, los saqueos o el mismo paso del tiempo, han sido la causa de que gran parte de nuestra herencia cultural haya desaparecido.
Aproximadamente , un conjunto de pergaminos o pieles tratadas y cortadas de manera regular, cosidas por un lado y protegidas por una encuadernación. Tal vez la invención provenga de lo que es ahora Irán. Sin embargo su uso no se generalizará en el mundo grecolatino y en sus herederos (Bizancio en el este, los reinos germánicos en el Oeste) hasta varios siglos después. En las condiciones adecuadas, un códice resiste moderadamente bien el paso del tiempo, y de hecho puede ser reutilizado varias veces, borrando, aparentemente, el contenido anterior. En realidad un pergamino así tratado conserva restos de la escritura primigenia y con las técnicas adecuadas se puede recuperar ese contenido. Es lo que se denomina palimpsesto. Existen códices con más de mil años de antigüedad, algunos de ellos con dos, tres y aun cuatro textos superpuestos. Son pequeños universos culturales e históricos, grandes joyas que nos quedan del pasado casi perdido.
Los principales enemigos del códice son la humedad, que favorece el desarrollo de bacterias y hongos que se comen este material orgánico, el fuego y, como no, el propio hombre. Grandes bibliotecas de la Edad Media o manuscritos irrepetibles han sido destruidos a lo largo de este milenio. Por cruzados, y el saqueo de Constantinopla en 1204 es buen ejemplo de ello; por la acción de poderes ideológicos y sus brazos, como es el caso de la Inquisición, institución nacida en Francia en el siglo XII y «perfeccionada» en España e Italia; por las guerras religiosas entre reformistas y católicos de los siglos XVI y XVII; por la propia desidia del propietario o bibliotecario responsable, al perder actualidad el contenido del manuscrito; o, sobre todo, por el desastroso siglo XX, con sus revoluciones, éxodos, genocidios y expolios. Y es que la mayor parte del patrimonio de la humanidad ha sido destruido durante esta malhadada centuria. Lamentablemente, tampoco se puede afirmar que el comienzo del siglo XXI sea mucho mejor.
La aparición del papel y, posteriormente, la imprenta de tipos movibles en el siglo XV supusieron una nueva revolución, posibilitando la creación y supervivencia de un mayor numero de fenómenos culturales: ciencia, literatura, filosofía, historia, registros nacionales, económicos, entre otros.
Finalmente, durante los últimos decenios, hemos asistido a una verdadera explosión exponencial. Los nuevos formatos digitales, y la aparición de internet, prácticamente nos dan una capacidad ilimitada a cada ser humano, al menos a la población que puede acceder a las nuevas técnicas. Tanto para disponer de la información, como para almacenar, crear nuestro propio material o distribuirlo. La digitalización masiva de archivos, su catalogación y su uso remoto en la red probablemente contribuirá enormemente a la preservación y difusión de contenidos que se creían perdidos.
En todos estos cambios de soporte cultural, algunos de ellos producto de verdaderas revoluciones o causantes de las mismas, hay material que se pierde. No todos los registros escritos en tablillas pasaron a papiro, ya que no había razón para que fueran transcritos, al tener sentido solo en un momento especifico, en un contexto político y cultural determinado. Desafortunadamente, no todos los volúmenes de papiros fueron volcados a códices, entre otras razones por sesgos culturales y no todos éstos terminaron por pasar por la imprenta antes de desaparecer.
Existen unos importantes componentes ideológicos e históricos en el cambio de soporte, en lo que es seleccionado y lo que es desechado, siendo condenado a la desaparición. Un ejemplo lo proporciona, nuevamente, la aparición y la utilización del códice. Para cuando la difusión se generaliza, la civilización alrededor había cambiado completamente, así como sus valores religiosos y sus referentes culturales. No eran ya olímpicos los dioses que imponían respeto, ni eran las disquisiciones de platónicos o epicúreos las que despertaban admiración. Jesús de Nazaret, tanto en la visión de la jerarquía romana como en su versión ortodoxa, dominaba. El escriba que copiaba textos de un pergamino que decaía a un nuevo códice, tanto en el monasterio como en las dependencias palaciegas de Constantinopla, lo hizo por motivos específicos: obras de Platón utilizadas por Agustín de Hippo o Hipona, actas de concilios ecuménicos, o historias imperiales que proporcionasen legitimidad al gobierno, al trazar una continuidad desde la Roma republicana hasta ese momento.
Sí, existe una selección. De manera general se ha traducido en que las obras literarias e históricas de la Antigüedad, aunque solo una pequeña parte de los mismos, nos ha llegado vía Bizancio; mientras que la filosofía y la ciencia nos ha alcanzado por las traducciones árabes, y una parte significativa por las dos escuelas de traductores de Toledo. Esto es debido a que ambas civilizaciones, cristiana y musulmana, han hecho uso de esas realidades culturales del mundo clásico para sus propios fines.
Nuevamente nos encontramos ahora en una encrucijada, tal vez más importante por el ingente volumen de material cultural que se crea, y por la posibilidad real de ser sepultados en lo que se podría denominar «ruido cultural», un excesivo volumen de productos sin valor, sin originalidad, los análogos a las tablillas sumerias que detallan las existencias de almacenes.
Los astrónomos llevamos tiempo enfrentados a este problema, e iniciativas como la del Observatorio Virtual tratan de dar respuesta al problema de almacenamiento, acceso y análisis de grandísimas cantidades de datos. Pero el problema de la cultura es mucho más general, y mucho más vasto. Por otra parte, el ingente volumen de obras e información de todo tipo que se produce cada año implica un problema adicional: la accesibilidad de la toda y nada más que toda la información relevante. Esto es, la dificultad de acceder a los datos u obra requerida debido a que se encuentran literalmente sepultados por numerosas capas de textos similares, pero que en realidad no añaden valor o responden al problema. Un sencillo ejemplo basta para ilustrar este problema: una simple pregunta en un buscador de internet puede producir centenares o incluso millones de páginas, cuya prioridad ha sido generada por unos criterios que no siempre son los más adecuados e incluso pueden ser completamente erróneos. Las respuestas concretas a cuestiones específicas no son siempre accesibles.
¿Cómo almacenar nuestra cultura, cómo transferirla a nuevos formatos, garantizando que nada de interés se pierda? ¿Deberíamos crear bancos culturales, nuevas bibliotecas de Alejandría, como impulsa Naciones Unidas? Y, sobre todo, ¿quién debe realizar la selección y con qué criterios? Yo no me siento capaz, no me atrevería, ante la posibilidad de, inadvertidamente, sacrificar una Iliada.
David Barrado Navascués
CAB, INTA-CSIC
Centro Europeo de Astronomía Espacial (ESAC, Madrid)
@David_Barrado
Versión en inglés en OpenMind: Transmission of culture: revolutions, cultural bias and physical media
PD (20141109): Versión actualizada en ingles en «El Blog de Fulbright»: «The transmission of culture and its biases»
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[…] En la Antigüedad, los helenos no establecieron diferencias entre las distintas áreas del saber. Así, el vocablo latino «ars» (arte) equivale al griego «téchne» (ciencia). Al final del Imperio romano y durante la Edad Media se consideraba que el currículum escolar estaba formado por siete asignaturas o artes liberales, agrupadas en dos grupos diferenciados: el «trivium» y el «quadrivium», según la definición de Marciano Capella del siglo V EC. El primero comprendía la gramática, la retórica y la dialéctica o lógica, y trataban sobre la capacidad de pensar y de transmitir esa información. El segundo grupo, que se apoyaba en el primero aunque fue definido mucho antes, tal vez por Platón, incluía la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Hasta el siglo XIII aproximadamente, era impensable contemplar una educación clásica sin estas siete líneas del saber. Como fundamentos de la educación, fueron incorporadas durante el renacimiento carolingio en los siglos VIII y IX EC, durante los reinados de Carlomagno y Luis «el Piadoso»: unas breves décadas en donde se recuperó el gusto por el saber y donde se copiaron numerosos textos clásicos en los scriptoria de los monasterios. Por desgracia, dado que los soportes de pergamino o papiro, aun más frágil, son perecederos, aquellos textos que no se transcribieron han terminado perdiéndose. […]
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