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Investigadoras españolas estudian qué pasa si el coronavirus se junta con el parásito de la malaria

Conforme el invierno llega al hemisferio sur, crece el temor de que el nuevo coronavirus se extienda en lugares ya azotados por otras enfermedades

Más de 400.000 personas murieron en 2018 a causa de la malaria, la mayoría de ellas en África. Este continente es, de momento y según los datos disponibles, el menos afectado por la pandemia de COVID-19. Pero, ¿qué pasaría si una misma persona es infectada por los microorganismos responsables de ambas enfermedades al mismo tiempo? Es una de las preguntas que busca responder un proyecto recientemente concedido por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

La malaria es causada por un protista del género Plasmodium, un organismo unicelular que en nada se parece al coronavirus SARS-CoV-2. Sin embargo, tienen algo en común. “Me di cuenta de que existían muchas similitudes en el proceso de infección porque la vía de entrada es la misma, un receptor llamado CD-147”, asegura a SINC la investigadora del Instituto de Parasitología y Biomedicina López-Neyra del CSIC y responsable del proyecto, Elena Gómez Díaz.

Esta semejanza no fue lo único que interesó a Gómez, que durante años ha estudiado los Plasmodium en zonas endémicas de África. “La mitad de la población mundial está en riesgo de contraer malaria y, ahora, también COVID-19. Esto nos lleva a que un gran porcentaje de la población podría estar coinfectada por ambas enfermedades de forma simultánea”.

Para la investigadora la pregunta no es ‘si’ sino ‘cuándo’. “Es un escenario que va a ocurrir de manera muy frecuente en África, por eso queremos estudiar la coinfección a dos niveles, directo e indirecto”. En otras palabras, estudiar la interacción entre ambos parásitos en caso de que infecten la misma célula y al mismo individuo.

¿Al coronavirus le gustan los glóbulos rojos?

Las vías de entrada del SARS-CoV-2 no se conocen del todo, pero sabemos por Plasmodium que ambos invasores solo pueden compartir un hogar: los glóbulos rojos. Hasta la fecha no se ha descrito que el coronavirus pueda infectar estas células y sobrevivir en su interior, aunque sí se ha hallado su ARN en muestras de sangre. Esta es otra de las preguntas que el proyecto pretende responder mediante modelos de cocultivo.

“Es importante porque demostraríamos que hay un nicho oculto del virus en nuestro organismo, donde podría esconderse”, dice Gómez. La viróloga de la Universidad de Cambridge Nerea Irigoyen, que participa también en el proyecto, no descarta que el SARS-CoV-2 tenga apetencia por varios tipos celulares como las células endoteliales y los glóbulos rojos, que actuarían como reservorios.

En caso de que ambos parásitos no infecten la misma célula, la intención de Gómez es continuar el proyecto mediante “ratones humanizados”, cuyo sistema inmune “simula” el nuestro.

Aunque el parásito de la malaria y el coronavirus no compartan piso, el proyecto también pretende averiguar qué sucede si se mudan al mismo barrio. “Queremos ver cómo afecta al sistema inmunitario y a la respuesta contra la COVID-19 que coexistan en el mismo individuo”, dice Gómez.

Irigoyen esboza dos posibles escenarios. “Quizá la malaria active ciertas partes del sistema inmunitario que protejan contra el virus o sea más difícil infectarse. O al revés, que sea peor para el paciente. No lo sabemos”.

Gómez comenta que conocer estas interacciones es importante para encontrar tratamientos. También para entender cómo la pandemia afectará al progreso hecho contra la malaria en las últimas décadas. “Si usamos antipalúdicos de forma masiva es importante ver cómo afectará a Plasmodium de cara a la generación de resistencias”.

Una ventana a Burkina Faso y Guinea Ecuatorial

La segunda parte del proyecto se desplazará a África para saber cómo de frecuentes son estas coinfecciones en el mundo real. Para ello analizarán a mil personas en Burkina Faso y a otras mil en Guinea Ecuatorial para comprobar cuánta gente ha padecido COVID-19 y malaria. El proyecto, según Gómez, está en fase de reclutamiento y empezará en julio, con una duración de un año.

Los análisis serán serológicos para detectar anticuerpos contra ambos patógenos. También se analizará sangre al microscopio para buscar infecciones de malaria en curso. En el caso del SARS-CoV-2, y si la logística del terreno lo permite, las investigadoras esperan poder hacer también un análisis por PCR para detectar casos activos de COVID-19.

“Queremos ver el dibujo a escala global de la coocurrencia e interacción de la COVID-19 con otras enfermedades y si hay nichos ocultos del virus que no se hayan encontrado hasta ahora”, explica Gómez. Asegura también que el proyecto se podría extender a otras enfermedades infecciosas con alta incidencia en África, como la tuberculosis.

La investigadora dice que los resultados, “tanto negativos como positivos”, darán “datos importantes” para tener “una ventana” a la realidad africana. “No sabemos lo que está ocurriendo [en el continente] porque nos falta información”, dice. “Hacer test en aldeas que no están en núcleos urbanos ofrecerá una imagen diferente para ver en qué fase [de la epidemia] se encuentran, qué edades están más afectadas y si los datos existentes son realistas”.

Irigoyen defiende proyectos que, como este, “miren más allá de las fronteras ante un virus que ya está en todo el planeta”. Por eso asegura que el problema seguirá “mientras el SARS-CoV-2 circule en zonas empobrecidas del hemisferio sur, con sistemas sanitarios mucho más débiles e incapaces de detectar todos los casos”. Y advierte: “Actuarán como reservorio y en otoño deberemos tener cuidado para que los casos importados no generen nuevos brotes”. En la actual pandemia, la salud es más global que nunca.

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