La Ciencia en España

Mientras se negociaba en el Congreso la nueva ley de la ciencia, las noticias negativas sobre la situación de la investigación en España bombardeaban a la opinión pública. Las informaciones se ilustraban con testimonios de científicos que respaldan los desalentadores titulares, trasladando la impresión de que el grueso de la comunidad científica suscribía los mensajes negativos. El drama se agudiza cuando los afectados son jóvenes investigadores que ven su futuro truncado ante la asumida insuficiencia de fondos y de plazas. La inmediata conclusión es que el país sufre una fuga de cerebros. Pero, ¿está justificada esa alarma?, ¿es tan grande la fuga?, ¿son tantos los cerebros?
Hace bastantes años, cuando los científicos apenas salían del país para formarse, realicé mi estancia postdoctoral en el extranjero y luego gané la plaza por oposición en el CSIC, la segunda vez que me presenté. Desde entonces la situación ha mejorado mucho, muchísimo, y es posible que mejore aún más, pero para ello conviene recordar que la clave no está solo en disponer de más financiación y más plazas, sino sobre todo en gestionar mejor los recursos disponibles. Necesitamos una apuesta decidida por la excelencia, que ponga fin al café para todos que tantas veces se impone en los centros de investigación y en las universidades. Toda actividad de ciencia está sometida a indicadores fáciles de calcular: trabajos publicados, tesis dirigidas, proyectos de investigación, contratos con empresas, patentes… La excelencia no es opinable, se puede cuantificar.
La nueva Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación propiciará, según dicen, una apuesta por la evaluación y la calidad. De ser así, debería aplicarse desde el mismo arranque de la carrera profesional del investigador. El debate al respecto se concentra en dos colectivos: los investigadores en formación y los del programa Ramón y Cajal. Respecto a los primeros, es obvio que nuestras universidades forman muchos más doctores de los que puede incorporar el sistema público de investigación. Pero esto no debería preocuparnos: entre 2005 y 2009, Estados Unidos produjo más de 100.000 doctores y solo 16.000 plazas de profesor universitario, sin que hayan saltado las alarmas en el país norteamericano por desperdiciar talento y malgastar recursos. Las plazas, como la financiación, deben priorizar las áreas en las que podemos sobresalir y ser referentes en el mundo.
En cuanto a los «cajales», disponen de cinco años de contrato, al término de los cuales se prevé que encuentren acomodo definitivo en la institución que les acoge. Cabe esperar para ello que el científico lo desee y que lo haya merecido, pero también que la institución demande su incorporación indefinida. Las tres condiciones se dan al parecer en la gran mayoría de los casos, lo que invita a felicitar a los evaluadores y a los gestores del programa, porque ni los más prestigiosos headhunters acostumbran a tener tanto éxito.
Es comprensible que los científicos que quedan fuera reclamen su plaza de funcionario –y también que lo hagan en los medios de comunicación– No obstante, y aunque pueda sonar a provocación, no conozco a nadie que tenga un currículo científico brillante y que no haya encontrado su hueco en el sistema. No pongo en duda la calidad de los expedientes de quienes una y otra vez reclaman un trabajo estable, pero insisto en que no conozco ningún caso. Lo que sí conozco, en cambio, son científicos funcionarios, en el sentido peyorativo de la palabra, que deberían ser jubilados anticipadamente. Y lo peor es que en muchos casos no son científicos mayores, sino investigadores jóvenes que una vez consiguen su plaza funcionarial se apoltronan y reducen al mínimo su producción. He trabajado los últimos tres meses en la Facultad de Medicina de la Universidad de Pennsylvania, la quinta en el ranking de Estados Unidos. Hace unos años trabajé en la Facultad de Medicina de Harvard, la más prestigiosa. Los contratados postdoctorales en esas instituciones trabajan para conseguir el mejor curriculum posible. Saben que las buenas publicaciones y patentes les garantizan un trabajo en cualquier lugar del mundo. Nadie piensa en quedarse a trabajar donde se ha formado. En aquellos laboratorios trabajan griegos, americanos, chinos, japoneses, españoles, indios. Algunos se vuelven a sus países, otros se quedan. ¿Sería bueno que volviesen los españoles?, por supuesto, siempre que sean mejores que los que hay ya en España.
La nueva Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación contribuirá a mejorar la calidad de la ciencia del país, para lo cual necesitaremos contratar investigadores, pero siempre que sean los mejores entre los muy buenos. Necesitamos más investigación, más transferencia de conocimiento y más divulgación de resultados, pero siempre con la máxima exigencia de calidad, tanto en los gestores de los fondos de investigación como en los investigadores.
Desde la comunidad científica venimos reclamando hace años un pacto de Estado por la ciencia, defendiendo que los presupuestos y las plazas deben ser inmunes a los cambios políticos. El inusual consenso con el que ha aprobado el Congreso la nueva ley de la ciencia es lo más parecido que hemos tenido hasta ahora a una alianza de ese tipo. Pero para que la ciencia española dé por fin el gran salto de calidad que merece, sin los acostumbrados titubeos y pasos atrás, es necesario que la sociedad, ante la que responde la clase política, sea cómplice de esa estrategia nacional. Y esto solo será posible si los científicos nos comprometemos y dejamos de transmitir la idea, tan negativa como falsa, de que hoy día no se puede hacer ciencia de primer nivel mundial en España.

Publicado en el periódico Faro de Vigo

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