Fecha
Autor
Xavier Pujol Gebellí

Autocontrol en la era de lo global

Las publicaciones científicas, base reconocida por todos como uno de los motores esenciales del progreso en ciencia y tecnología, se enfrentan a un espinoso debate. De una parte, los editores se ven obligados a censurar "información sensible" que pueda ser usada por grupos terroristas. De la otra, crece la demanda de accesos gratuitos y universales. Son los signos del cambio en la era global.
Cuando a principios de los noventa empezó a hablarse de globalización, los ejemplos con los que los grandes gurús pretendían ilustrar el impacto de las nuevas tecnologías de la información tendían a ser poco concretos o demasiado vinculados a la especulación. Por supuesto, algunas de las predicciones se han cumplido. En especial, aquellas que preveían una amplia democratización del conocimiento a partir de la disponibilidad universal de herramientas, tecnologías y saber volcados en la red. Es, en esencia, lo que fundamenta la llamada sociedad del conocimiento y lo que ha dado pábulo a una burbuja económica de cuyo pinchazo todavía andamos recuperándonos.

Pero como en todo proceso que avanza a una velocidad que crece exponencialmente, el riesgo de olvidarse cosas por el camino, algunas de ellas esenciales, es extraordinariamente alto. Desde que se acuñara el término de "superautopistas de la información" se ha hecho un esfuerzo increíble en el desarrollo de plataformas tecnológicas y en aplicaciones para soportar y transferir conocimiento. Por decirlo de algún modo, se ha invertido sobremanera en el trazado y en el asfaltado de la autopista al tiempo que se preveían y se fabricaban nuevos y mejores automóviles.

No obstante, a alguien -probablemente a todos- se le olvidó invertir en conocimiento. Muchos, la gran mayoría, opinaron que bastaba con modificar formatos o integrarlos según la disponibilidad tecnológica de cada momento. De acuerdo con ese estado de opinión, parecía como si todo estuviera ya inventado y con que fuera suficiente adaptarlo a la red. La innovación, como concepto, tenía ahí un escaso margen de maniobra.

REINVENTAR CONCEPTOS

En buena medida, la difusión del conocimiento científico ha seguido las mismas pautas. Del soporte en papel se ha pasado al electrónico pero sin apenas cambios. La mayor parte de los editores científicos han continuado condicionando el acceso a sus revistas al pago de suscripciones o, más recientemente, a una especie de "pay per view" por artículo solicitado. De este modo, han mantenido el control editorial de sus productos y, en paralelo, su fuente de negocio. Su opción, discutible o no, ha sido tan simple como removerlo todo para que no cambie nada.

La falta de innovación, por otra parte, ha contribuido a perpetuar un modelo de dudosa universalidad y que, a pesar de un ánimo pretendidamente democratizador por su voluntad de extender el conocimiento y garantizar la calidad y veracidad de lo publicado, no está exento de desviaciones perversas. Pese a la instauración de la revisión por pares como garante de la calidad, subyace todavía el llamado "efecto John Smith" según el cual se da prioridad a los trabajos procedentes del mundo anglosajón frente a otros orígenes, y un derecho a veto para ciertos grupos, contenidos o líneas de investigación.

Uno de estos efectos perversos, aunque tiene su razón de ser, ha tomado forma de manifiesto en la reunión anual que celebra cada año la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias (AAAS, en sus siglas inglesas). En la recientemente clausurada en Denver, los editores de las principales revistas biomédicas, entre las que se encuentran Science, Nature, The Lancet o New England Journal of Medicine, aceptaron no publicar datos que puedan ayudar a grupos terroristas a desarrollar armas biológicas.

La medida, que ya ha sido criticada por miembros de la comunidad científica internacional, aunque pudiera tener un impacto limitado a determinados grupos de investigación, plantea serias dudas. Lo que está en juego, sostienen algunos informadores, es si hay que poner límites a la información en un área en la que la transparencia absoluta se ha considerado crucial. En términos generales, cualquier artículo científico debería aportar información suficiente como para que otros grupos pudieran reproducir un experimento. Ocultar datos deliberadamente puede entorpecer un principio consolidado que equivale a una prueba de veracidad.

Por otra parte, entre los críticos abundan los que sostienen que la decisión de ocultar datos es debida a presiones políticas y no a criterios científicos. Aunque las presiones pudieran estar justificadas por el temor a un ataque bioterrorista, no es menos cierto que la falta de transparencia merma la credibilidad del sistema. Y que, ante las presiones, o las perversidades que pudieran florecer, la autocensura puede acabar imponiéndose.

De algún modo, y contrariamente a lo pretendido, el modelo actual de publicación científica, con costes de suscripción considerados prohibitivos en algunos casos, con accesos limitados por vía electrónica y con mecanismos de autocensura que nada tienen que ver con la calidad o la innovación, van en dirección contraria a la prevista por los que defienden una difusión universal de la ciencia y de los resultados de investigación. Es la invención del concepto al revés.

EL EXTREMO LIBRE

En el extremo opuesto de este concepto se sitúa la Public Library of Science, una idea defendida desde hace unos pocos años por investigadores de prestigio, algunos de ellos premio Nobel, que propugna el acceso libre y gratuito a cualquier tipo de contenido científico. La iniciativa, que tiene su rostro visible en el Nobel de medicina Harol Varmus, entre otros muchos, no renuncia a la revisión por pares, pero sí a lucrarse mediante carísimas suscripciones y corsés editoriales que, para algunas revistas, no significan precisamente un incremento notable de calidad.

La idea, sin ser novedosa aunque sí innovadora, plantea algunos dilemas. Por una parte, alguien debe poner el dinero para garantizar los controles de calidad. En este caso ha sido una fundación benéfica, la Gordon y Betty Moore, pero bien podría pensarse en proveer esta iniciativa y otras similares con fondos públicos gestionados de forma independiente. Por otra, habrá que pensar acerca del futuro de las editoriales académicas o científicas, hasta ahora las únicas que han sabido asegurar una difusión que ha sido clave en el progreso de la ciencia. Finalmente, todos los actores implicados deberán hacer un sobreesfuerzo para dar con la llave de un modelo que, ahora sí, deberá reinventarse. Las editoriales llevan años mirándose al ombligo, apretando las tuercas a las publicaciones de menor tamaño y lucrándose gracias a la publicidad y a suscripciones que son de pago obligatorio para cualquier científico que se precie. El impacto de la red en este caso obligará a rediseñar conceptos. Y será en un plazo mucho menor del que imaginamos.

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