Mis tardes de toros en Las Ventas son droga dura, opio,
veneno en altas dosis que me penetra por las venas
y me sube hasta el cerebro.

De vez en cuando he mirado al ruedo, solo de vez en cuando.
Pero no para seguir la violenta embestida de los toros o la danza ritual de los toreros, sino para
estrellar la mirada en las dos infinitas líneas blancas que giran en el albero como el tiovivo de las verbenas.
Solo de vez en cuando.
Porque el resto de la tarde he vivido en el éxtasis de la cúpula azul que hoy cubría la plaza de toros de Las Ventas.
Nubes de hilo iban y venían entre los remates mudéjares de los puntos altos del monumento y se posaban en las esquinas.
He disparado mil fotografías.
Mil imágenes idénticas que se me han grabado en la retina y que son las que cada tarde me hacen volver al paraíso.
Opio, droga dura, veneno. Todos los días recibo una dosis en ese recinto sagrado y siento que cuerpo y alma se transforman.
Dicen que hoy ha estado la infanta Elena en los toros.
No la he visto porque tenía la mirada perdida en un punto fijo mientras escuchaba
el rumor de las voces haciendo equilibrio en los alambres de las barreras.
Era una tarde preciosa. Ya se fue.
Y ahora, de noche, me imagino el coliseo silencioso y muerto.
El granito de sol todavía caliente y los gatos pululando por las andanadas en busca de los restos de las meriendas.
Mil fotografías.
Mil instantáneas que suman ya millones.
Y en el burladero del cuatro la sombra de un torero dibujada, rota por los puntazos de los pitones.
Estas son mis tardes de toros. Opio, droga dura, veneno.
Y dentro de los trajes de luces, hombres de alma dura y cuerpos de acero
a los que he visto apretar los dientes y tragar saliva para lidiar al fantasma de la guadaña.
De vez en cuando he mirado al ruedo, solo de vez en cuando.

Juan Miguel Sánchez Vigil 

Compartir:

Un comentario

Deja un comentario