Fecha
Autor
Atkins, Peter. Madrid: Espasa, 2003. 418 pág.

El dedo de Galileo. Las diez grandes ideas de la ciencia.

LOS HOMBROS DE LOS GIGANTES O ¿POR QUÉ PASAN LAS COSAS?<br> Una visión amena y rigurosa de la evolución científica, basada en las ideas-luz Reseña realizada por Alfredo Rodríguez Quiroga<br>

¿Qué sería de nuestras vidas si no poseyésemos ningún conocimiento científico, si no dispusiéramos de instrumento alguno construido con la ayuda de la Ciencia? ¿Cómo habríamos sobrevivido sin conocer el origen y el comportamiento de las enfermedades que nos afectan? ¿Qué clase de mundo sería el que ignorara la dinámica de los movimientos físicos o las leyes de las combinaciones químicas? Es evidente que sin el conjunto de procedimientos que agrupamos bajo el denominador común de "Ciencia", otra, muy distinta, habría sido la historia de la humanidad, o lo que es lo mismo, la historia del empeño y la capacidad del hombre por descubrir, por comprenderse a sí mismo y al mundo que le rodea. No olvidemos en este sentido, la acertada observación de Gaston Bachelard: "No hay ciencia si no de lo oculto", o aquella afirmación de Novalis: "Todo lo visible descansa sobre un fondo invisible", pues sabe que lo que se ve está "hecho de lo que no se ve", lo que puede conducir a preguntarnos cómo distinguir a un científico moderno de un mago o de un adivino, o incluso de la bacteria que interroga también al mundo.

Y es que a la incertidumbre se une la sorpresa, es decir, todo descubrimiento está rodeado de enigma. Así es la Ciencia, y así se ha ido conformando a lo largo, no de los eones, pero sí de una medida más humana, los siglos, como una cordillera de la que sobresalen por encima de la orografía un número cada vez mayor de cumbres que buscan un techo aún por descubrir.

Un viaje hacia estas cumbres, las más altas de la Ciencia, es lo que nos propone Peter Atkins con su última obra, El dedo de Galileo,..., un dedo que apunta directamente hacia la cima de aquéllas y que representa "ese nebuloso concepto que denominamos método científico". ¿Nos encontramos ante un libro más de la exégesis y divulgación de las obras producidas en el ámbito anglosajón? Si bien es cierto que los autores de libros de ciencia divulgativa disponen de un campo infinito donde hallar atractivas y novedosas maneras de hacer digestibles las posibles teorías científicas llamadas "definitivas", no siempre se sabe o se dispone de la habilidad necesaria para conseguirlo. Desde luego, no es éste el caso de Atkins, quien anteriormente ya nos había deleitado con obras como La Creación, haciendo gala de su talento para atraer a todo aquél lector interesado en contemplar "esos pensamientos que son como relámpagos en medio de una larga noche" que conforman eso que llamamos "Ciencia".

Habida cuenta de la revolucionaria irrupción del célebre astrónomo y físico pisano en el siglo XVII para derrumbar el edificio aristotélico-ptolemaico que había dominado la concepción del Universo unos dos mil años, avalando las tesis que Copérnico había defendido, esta ingeniosa metáfora que da título al libro sirve de coartada perfecta para que Atkins utilice uno de los principales puntos de inflexión en la historia del conocimiento científico para proponernos un, verdaderamente fascinante, recorrido por las diez ideas angulares de la ciencia actual. Ideas que supusieron en su momento un cambio de paradigma, transformando nuestra percepción de la realidad profundamente.

El caso de Galileo supone, en efecto, un claro ejemplo de la generación de nuevos conceptos que han cambiado para siempre la forma con que la humanidad había contemplado, durante siglos, la naturaleza y el Universo. Pero, si Galileo fue capaz de "ver más lejos" fue porque, como escribió otro grande de la Ciencia -quizá el más grande-, Newton, "permaneció a hombros de gigantes", "jugando como un niño en la orilla del mar, y divirtiéndose encontrando de vez en cuando un guijarro más liso y una concha más bella que las normales, mientras que el gran océano de la verdad permanecía sin descubrir ante él".

Por lo tanto bien podríamos decir que "la muerte del sabio es sólo un retraso, mientras que la del poeta, es un final", como afirmó Ilya Prigogine. En efecto, el avance en el conocimiento no se detiene, continúa así, apoyado en nuevos hombros que son las "ideas-luz", o, por utilizar el término de Francis Bacon, ideas lucifera -en contraposición a las ideas fructífera-, que iluminan el camino y sirven, en su mayor parte, de fundamento para el progreso tecnológico.

Así ha ocurrido por ejemplo en geología, con el concepto desarrollado en los años 60 de las placas tectónicas, según el cual los continentes no están fijos sino que flotan sobre plataformas de roca. Y también con un hecho más cercano, la aparición de los ordenadores, posiblemente la herramienta que más ha influido en el desarrollo científico durante la segunda mitad del siglo XX. En 1936, Alan Turing, un estudiante de matemáticas de la Universidad de Cambridge, publicó un artículo en el que creaba una máquina teórica que podía encontrarse en distintos estados siguiendo una serie de reglas predeterminadas. Esta "máquina de Turing" conducía a un esquema de computación en el que está basada la estructura lógica de los ordenadores digitales actuales.

Sin embargo, cabe preguntarse si estas revoluciones científicas son o han sido consecuencia directa de la aparición de nuevos conceptos, de estas "ideas-luz", o por el contrario están motivadas, principalmente, por el desarrollo de nuevas herramientas tecnológicas. Para fundamentar este aserto baste recordar cómo, durante la Segunda Guerra Mundial, John Randall diseñó un radar de microondas que pudo ser utilizado para detectar los aviones de Hitler, que amenazaban al Reino Unido, y cómo al finalizar la guerra y ser famoso, utilizó su influencia para instalar en el King´s College de Londres el mejor equipo disponible de rayos X para realizar cristalografía e invitó a Maurice Wilkins y a Rosalind Franklin a usarlo. Y cómo unos años después Wilkins y Franklin realizaron las primeras fotografías de fibras de DNA (o ADN). Estas fotografías, como es bien conocido Atkins nos recuerda aquí, sirvieron a Crick y a Watson para proponer la famosa estructura de doble hélice del DNA en 1953. Asimismo, durante esos años, Max Perutz y John Kendrew, en la Universidad de Cambridge, determinaron, también mediante difracción de rayos X, la estructura de las dos primeras proteínas: la hemoglobina y la mioglobina. Simultáneamente, y de nuevo en la Universidad de Cambridge, Fred Sanger creó las herramientas que permitieron secuenciar primero proteínas y después ácidos nucleicos. Este conjunto de técnicas abrieron las puertas a la impresionante revolución que se ha producido durante las últimas décadas del siglo XX.

Así pues, ¿desarrollo de nuevas herramientas versus (si me permiten emplear este adverbio latino mal utilizado comúnmente, como en este caso) aparición de nuevos conceptos?

Interrogando al pasado y respondiendo al futuro, como brillantemente hace Atkins en su dedo de Galileo, podremos saber, en definitiva, por qué pasan las cosas. En esto consiste la Ciencia.

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