Fecha
Autor
Lastra, Antonio. Editorial Aduana Vieja. Valencia, 2011. 167 páginas.

La Filosofía y los Dioses de la Ciudad.

A FAVOR DE UNA ÉTICA DE LA LITERATURA<br> Reseña realizada por Antonio Ferrer<br> Departamento de Filosofía del Derecho<br>Facultad de Derecho <br>Universidad Complutense de Madrid

Los artículos que componen este libro forman parte de la recuperación o, sería más correcto decir, continuación del proyecto del profesor Lastra en favor de una ética de la literatura. La idea según la cual en los libros está ya el conocimiento que el hombre puede llegar a alcanzar nos toca de dos maneras muy especiales. Por un lado, porque ofrece la posibilidad de resolver los problemas que atañen a nuestra vida social o personal presente; por otro, porque genera la conciencia de que ese legado, que ya no pertenece a nadie, requiere del respeto minucioso y del cuidado atento de cada generación. El estudioso, el investigador, el scholar —en el sentido emersoniano—, es el hombre que tiene encomendada la misión de esta segunda tarea.

¿En qué consiste esa ética de la literatura en cuanto arte de escribir? “La ineficacia de Arnold”, uno de los artículos de este libro, lo explica con precisión: “[en] una garantía fiable de la impersonalidad literaria o de la bondad trascendental de las verdaderas producciones clásicas” (p. 58). No podemos saber si los libros contienen toda la verdad; sabemos, en cambio, a ciencia cierta, que no nos es posible encontrar verdad prescindiendo de nuestros textos clásicos. El proceso de desmoronamiento general que se ha acelerado en los últimos años, directamente relacionado con esa escuela de la que ya casi todos reniegan, la posmodernidad, tendría que ser visto, así, como un periodo oscuro del que salir cuanto antes en aras de una tarea continuadora de métodos más duraderos. Esa tarea sería la misma que trata de evitar el peligro de lo que el profesor Lastra llama lectura superficial o nominal. Esa que fomenta la paradoja de nuestros días, es decir, que se termine despreciando a los lectores futuros por buscar a los muchos lectores inmediatos.

El aumento del acervo literario que se lega a la tradición no sería, por si solo, garantía suficiente para conservar y generar clásicos. Por eso es necesaria la otra vertiente de la ética de la literatura, la que consiste en continuar las enseñanzas de lo que se ha llamado el arte de leer. En este sentido, otro de los artículos de este libro, “Prometeo vencido”, nos invita a preguntarnos por los distintos planos de los textos con motivo de la influencia de Emerson en Nietzsche. Una manera de leer que obliga a abandonar “la complacencia con la que tratan de conocer [filólogos e historiadores de la filosofía] lo que pensaron estos dos grandes pensadores y a preguntarse si el acceso a la lectura de Emerson no será tan difícil como el acceso a la escritura de Nietzsche.” (p. 104). La misma idea se puede rastrear en páginas previas del libro: “una mala lectura no se corresponde siempre, por otra parte, con una escritura defectuosa” . (p. 17). Por eso la literatura está condenada a cumplir una función trascendental. (p. 75).

La filosofía y los dioses de la ciudad tiene que ver con ambas: la lectura y la escritura; pero también con otras dos cuestiones que atañen a todos, incluso a los que no leen ni escriben: sus artículos son un viaje por la historia de Occidente y por la vida del hombre. Eso sí, la forma que adoptan es la del lector que a su vez termina escribiendo. Como ya se ha adelantado, explican cómo Nietzsche leyó a Emerson, pero también cómo escribió; cómo ocurrió lo mismo con Milton y Virgilio, con Arnold y Spinoza, con Dahrendorff y Erasmo. Los textos de Antonio Lastra obligan a un esfuerzo que tiene recompensa. Y llegan a una conclusión: los libros y la vida no siempre son compatibles. O, tal vez sería mejor decir, no siempre son útiles para la generación de lectores contemporánea a los hombres que los escribieron.

Los antiguos eran conscientes de ello… y sabían callar con mayor precisión. Esto se entenderá muy bien leyendo las páginas en las que se muestra el solapamiento entre Virgilio y Eneas, el héroe de su poema, (p. 28); pero también en el artículo que abre el libro, (pp. 15-27), acerca de la querella entre los antiguos y los modernos, que tuvo lugar en la Francia de la Ilustración. Los silencios y la moderación en las expectativas son, precisamente, lo que permite que los libros sigan siendo útiles más allá de aquellas generaciones que los dieron a la imprenta. Otros lenguajes, por ejemplo, una vieja forma de hacer cine, han continuado esa tarea. Peter Bogdanovich preguntó una vez a John Ford: “¿Muestra Fort Apache que la tradición del ejército es más importante que un individuo?” El maestro miró a la cámara y, simplemente, contestó: “Corten” . John Ford seguía haciendo ese viejo cine incluso cuando contestaba a las preguntas para un documental.

Se puede decir que en estos artículos se hace algo parecido, porque la escritura se convierte en la escena en la que se produce la instrucción; la función de esa instrucción no es otra, por tanto, “que al hombre le sea lícito desear para sí un hijo y lograr una educación para la filosofía.” (p. 103). Entender así las cosas permite establecer una prelación: primero es la vida, luego los libros. Que sea ésta la conclusión de Antonio Lastra tiene que ver con preferir a Emerson sobre Nietzsche; pero también con preferir el mero asomo de un escepticismo antes que hacer de ese escepticismo una categoría conceptual, que sólo terminará produciendo una transformación —incluso orgánica— que no puede conducir mas que a la disolución de la vida personal y política. (p. 103). O, lo que es lo mismo, pero dicho por medio de la literatura: Prometeo no debe ser vencido. El scholar, el investigador, el hombre que transmite viva la tradición en la literatura, hace esa tarea necesaria, y a la que está obligada cada generación, para que se mantenga viva la lumbre de los hombres. Por eso la filosofía convive siempre en tensión con los dioses de la ciudad. Y obliga a realizar sacrificios. La filosofía y los dioses de la ciudad muestra en su portada una fotografía de una parte del Ara Pacis, monumento en reconocimiento a las victorias del emperador Augusto; en concreto, el friso que muestra a Virgilio realizando un sacrificio. De esta forma, una vez más, se presenta la conexión entre la tierra, como origen de la vida en la tradición epicúrea, y la mística misión providencial del escritor.

Dos cosas más se pueden añadir sobre estos textos. La primera tiene que ver con el desplazamiento de la teología en la política y las distintas maneras en que se le ha dado solución al problema. El nexo, el guión, que une lo teológico-político es un problema eterno e irresoluble. La década de los años treinta del siglo pasado sigue siendo un banco de pruebas para entender la cuestión. La manera en que se constituyen los pueblos, en particular la manera en que lo hizo el pueblo norteamericano, sigue siendo todavía la última de las formas válidas para comprobar en la práctica el asunto decisivo. Es decir, la manera en que funciona la moderación en las expectativas por medio de los propios textos que constituyen las naciones. Fijarse en esos textos y en esos pueblos posibilita el aprendizaje de esa moderación. Y con ello, que esa moderación pueda generarse también allí donde no suele estar dada de manera natural, porque no se está ya en la inocencia lógica de los pueblos nacientes. Por eso, leer estos artículos teniendo presente la Europa del primer tercio del siglo veinte y el momento constitutivo en la formación de los Estados Unidos es una buena clave de lectura.

La segunda cuestión pendiente tiene que ver con la manera en que la literatura, como la forma en que la humanidad tiende hacia una verdad que está fuera de ella misma, y que no es por tanto concretable, ha sido sustituida por la ciencia, como relato explicativo de lo que el hombre pueda llegar a ser. Más allá de lo que en estos artículos se pueda encontrar expresado sobre la cuestión —por ejemplo, la idea de línea divisoria en la historia de las mentalidades (p. 15), que hace ya irreconciliables esos dos mundos— hay que entender que todos los textos incluidos en el libro son ya, en sí mismos, una toma de postura sobradamente elocuente.

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