Fecha
Autor
Xavier Pujol Gebellí

Tecnología para presidentes

El prestigioso Instituto de Tecnología de Massachussets (MIT) acaba de publicar una curiosa iniciativa en la versión on-line de Technology Review, su publicación de referencia. Ha solicitado a un científico de prestigio que opine acerca de lo que aparenta ser una inevitable guerra en Irak y ha abierto sus páginas a los lectores para que le repliquen. La iniciativa cuenta con el sugerente título de "Tecnología para presidentes".
El artículo, firmado por Richard A. Muller, profesor de Física en la Universidad de Berkeley e investigador en el Lawrence Berkeley National Laboratory, se centra fundamentalmente en el trabajo de los inspectores de Naciones Unidas y de la Agencia Internacional de la Energía Atómica en suelo irakí. El autor, que imparte regularmente un curso denominado "Física para futuros presidentes", especula acerca de lo que los inspectores "muy probablemente no hallarán durante su estancia" y argumenta el por qué de la presión internacional y de la puesta en marcha de una mastodóntica maquinaria bélica. En su opinión, Saddam Hussein dispone efectivamente de armas de destrucción masiva, pero éstas no van a ser visibles hasta después de la guerra, en caso que se declare finalmente.

Entiende Muller que el proceso de inspección se asemeja a un partido de fútbol americano en el que, en sus prolegómenos, ambos equipos suelen testearse en busca de los puntos débiles del contrario. Una vez descubiertos, se acabó el tanteo: hay que atacar aprovechándose de las zonas vulnerables y, preferiblemente, haciéndolo de forma sorpresiva, que el contrario no se lo espere. La traducción de la metáfora, muy propia en Estados Unidos, vendría a ser que George W. Bush dispone de informes que le aseguran de la existencia de armas de destrucción masiva y que los inspectores, en una primera etapa, han acudido a los lugares o instalaciones obvias. La solicitud de inspección en lugares "no obvios", y por tanto no esperables por el régimen de Saddam, podría provocar negativas a facilitar el acceso. Se habría acabado la "colaboración necesaria" y Estados Unidos tendría por fin la excusa deseada para atacar. Del mismo modo la tendría si en los puntos "no obvios" se tuviera que forzar el acceso, con el coste que ello implica, y se descubrieran armas o arsenales ocultos y listos para ser usados.

Concluye Muller que la entrega voluntaria de los arsenales o la tecnología ahí empleada abre una puerta real a una solución pacífica. Cree, sin embargo, que esos misiles o esas armas no van a visualizarse físicamente hasta el final del conflicto aunque no descarta que Saddam decida morir con las botas puestas y los muestre durante el desarrollo de la guerra.

CONTROVERSIA TECNOLÓGICA

La aportación de Muller a la revista del MIT ha provocado, a tenor de los comentarios, pitos y aplausos casi por igual (uno diría que ganan los pitos). Los aplausos se corresponden, fundamentalmente, con los que celebran los argumentos del físico de Berkeley y con los que apuntan razones adicionales que soportan su discurso.

Entre los pitos, sin embargo, los hay de dos tipos claramente identificables. De un lado, destacan aquellos que argumentan en contra de Muller y que tildan su relato de fundamentalmente propagandístico. Esto es, que el autor se coloca del lado de Bush y que sataniza al régimen de Bagdad. Los hay, también, que tratan de justificar la oposición de los irakíes por considerar que Estados Unidos actúa unilateralmente y que lo único que pretende es conseguir como sea el dominio de la región y de sus recursos.

Pero hay otro argumento en contra que es tal vez el que suscita mayor interés: algunos de los participantes de este foro no discuten ni la calidad ni los argumentos del autor. Simplemente lamentan que éste, y no otro, haya sido el debate escogido y más si se atiende a su contenido. Consideran, según puede leerse en alguna de las aportaciones, que Technology Review no debería abrir sus páginas a debates políticos sino centrarse en lo que sabe, plantear cuestiones para el debate científico-tecnológico y, a lo sumo, su impacto social. Entenderían como justificado si la propuesta del foro se hubiera centrado en qué tecnología se basan los inspectores o cómo se han elaborado los informes que supuestamente Estados Unidos tiene en su poder. Incluso que se hubiera debatido acerca de los últimos avances en maquinaria bélica, la transferencia de tecnología entre centros de investigación o las posibles derivaciones al sector civil. Pero no que se mezcle ciencia con política.

POLÍTICA PARA CIENTÍFICOS

Este último argumento merece reflexión aparte. Recientemente, Margarita Salas, presidenta del Instituto de España, el organismo que agrupa a las Reales Academias, e investigadora del Centro de Biología Molecular (CBM), admitía en una conversación mantenida en tono más bien distendido, que el científico español no había sido hasta épocas muy recientes muy dado a expresar públicamente su opinión. Es más, dijo medio en broma, medio en serio, muy probablemente creía que a nadie le iba interesar qué opinaba incluso sobre su propio trabajo. Mucho menos, por supuesto, de aquello que ocurre por el mundo.

Esto viene a cuento porque, en buena medida, el científico vive recluido en un mundo particular del que apenas sale para opinar de otro tema que no sea el suyo o, en el mejor de los casos, de ciencia en general y su impacto social. Esto último suele quedar reservado para los divulgadores, gentes a los que demasiado a menudo sus propios colegas miran por encima del hombro cuando no con desprecio.

Ocurre en España y ocurre en Estados Unidos o Gran Bretaña, aunque en estos dos últimos países una mayor tradición en la divulgación de la ciencia y de los resultados de investigación ha permitido dotar de un cierto protagonismo y prestigio a distintos autores que se permiten metáforas que enlazan la ciencia con la vida cotidiana.

Este prejuicio, abundante entre la comunidad científica del país que sea, es el que en definitiva justifica los reproches a la iniciativa del MIT. "¿Un científico opinando de política internacional? ¡Que horror!", vienen a decir. Para rematar: "¿Cómo se atreven a 'programar' una cosa así? ¿Han perdido el juicio?".

Quienes así opinan quizás se olviden de que un científico es, por encima de todo, también un ciudadano que, como tal, tiene derecho a opinar de lo que le plazca y, si se le da ocasión, hacerlo públicamente. Y lo mismo da si se trata de la calidad de una cerveza que si es de política internacional.

La iniciativa del MIT, excelente desde este punto de vista y más allá de lo acertado del artículo de Muller y de las réplicas generadas, rompe una dinámica preestablecida y le hace un sonoro quiebro a un viejo tabú. Rompe con el tradicional aislacionismo de la comunidad científica y propone, además, presentar argumentos a favor o en contra de una iniciativa liderada por su país y con tanta trascendencia como es declarar la guerra a Irak. Una vez más, brillante contribución del MIT. Sin duda.

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