Tomándole las medidas al Océano. El problema de la longitud.

En tiempos de conquista y descubrimiento marítimo, la determinación precisa y sencilla de la longitud era un serio problema que las coronas francesa y española intentaban solucionar otorgando premios a inventores. Pero fueron los ingleses los que se llevaron el gato al agua con el descubrimiento de diversos métodos, a cada cual más preciso.


Cualquier marino que se precie puede calcular la latitud mediante la duración del día o la altitud del Sol, o bien según las estrellas indicadoras conocidas por encima del horizonte. Cristóbal Colón siguió un camino recto al atravesar el Atlántico cuando «navegó por el paralelo» en su travesía de 1492, y no cabe duda de que con este método habría llegado a las Indias si no se hubiesen interpuesto las Américas.

Por cada 15 grados que uno se desplaza hacia el Este, se adelanta una hora con respecto a la original. De la misma forma, cuando nos desplazamos hacia el Oeste, perdemos una hora con respecto a la hora del lugar de partida.

Consecuentemente si se sabe la hora local en dos puntos de la tierra, podemos usar la diferencia entre ellas para calcular la distancia en longitud entre esos dos puntos. Esta idea era sumamente importante para los navegantes del siglo XVII. Ellos podían conocer la hora local observando el sol, pero para navegar debían conocer la hora de algún punto de referencia, por ejemplo Greenwich, para calcular la longitud del punto donde se encontraban. Aunque en el siglo XVII ya existían relojes de péndulo precisos, los movimientos de un barco y los cambios en humedad y temperatura impedían que estos relojes mantuvieran su precisión en el mar.

En aquellos tiempos de conquista y descubrimiento marítimo, la determinación precisa y sencilla de la longitud era un serio problema. Obligados a navegar únicamente con la guía que les proporcionaba la latitud, balleneros, buques de guerra y barcos piratas se apiñaban en rutas muy transitadas donde unos hacían presa de los otros. Tanto la Corona española como la francesa habían ofrecido premios para aquellos que consiguiesen resolver esta cuestión. En aquella época, la determinación de la longitud era tan importante como serían muchos años más tarde la bomba atómica o el genoma humano, y los países más importantes pretendían ser los primeros en resolver este asunto. Pero fue Inglaterra, isla y potencia marítima de creciente importancia, la que se llevó el gato al agua.

Con el fin de resolver el problema de determinar la longitud en el mar, el rey Carlos II de Inglaterra fundó el Real Observatorio en 1675. Si se pudiera conseguir establecer un catálogo preciso de las posiciones de las estrellas, y si se pudiese determinar con precisión la posición relativa de la luna con respecto a las estrellas, se podría utilizar la posición de la Luna como un reloj natural para calcular el tiempo en Greenwich. Los navegantes podían determinar la posición relativa de la Luna con respecto a las estrellas y usar tablas de la posición de la Luna compiladas en el Observatorio Real para calcular el tiempo en Greenwich. Esta forma de calcular la Longitud se conocía como el Método de la Distancia Lunar. Era un método engorroso y que se veía en dificultades por ejemplo cuando el cielo estaba cubierto. Además las tablas donde estaban compilados estos datos eran de manejo complicado.

En las postrimerías del siglo XVII mientras los eruditos discutían los medios para hallar una solución al problema de la longitud, aparecieron innumerables charlatanes y oportunistas que publicaron opúsculos de divulgación de sus disparatados proyectos para calcular la longitud en el mar. Sin duda, la más pintoresca de las teorías era la del perro herido que vio la luz en 1687. Se basaba en el «polvo de la simpatía». Este polvo podía curar desde lejos. Se trataba de subir a bordo un perro herido cuando el barco zarpase, dejando en tierra a un individuo de confianza que sumergiese diariamente la venda del animal en la solución de la simpatía, siempre a mediodía. Por supuesto, el perro reaccionaría con un gañido, y con ello proporcionaría al capitán una indicación horaria. El chillido del perro significaría: «El Sol está sobre el meridiano de Londres». Entonces el capitán podría comparar esa hora con la hora local y calcular la longitud. Otra magnífica idea, menos cruenta que la anterior, consistía en establecer una red de buques de señales sonoras (cañonazos) anclados en puntos estratégicos en todos los mares. Podría calcularse la distancia desde estos cañoneros estacionados cotejando la hora conocida de la señal esperada con la hora en que se oyese dicha señal a bordo del buque. Y así se propusieron soluciones de lo más enrevesadas.

En 1714, el Gobierno Inglés ofreció, mediante un Decreto del Parlamento, 20.000 libras a quien pudiera determinar la longitud con un error de medio grado (que equivale a 2 minutos de tiempo). Hay que tener en cuentaque 4 segundos equivalen a 1 milla náutica: llegar a buen puerto o irse a las rocas. El método propuesto tenía que probarse en un barco en navegación.

El decreto establecía que «sobre el Océano, desde Gran Bretaña hasta cualquier puerto en las Indias Occidentales señalado por el Comité… sin perder la longitud por encima de los límites establecidos». El método tenía que ser «probado y ser útil en el Mar».

Se constituyó el «Comité de la Longitud» para juzgar y adjudicar el Premio de la Longitud. Recibieron unas cuantas proposiciones extrañas y maravillosas, como la cuadratura del círculo o la invención de una máquina de movimiento perpetuo. La frase «determinar la longitud» pasó a ser sinónimo de lunático o de loco. Casi todo el mundo pensó que era imposible determinar la longitud.

En breve: la solución del problema… John Harrison y su reloj.

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Un comentario

  1. Poxa, que artigo interessante. A história Marítima sempre me impressiona, pois há evolução.
    A construção Naval é realmente impressionante e como está diretamente ligado a História da Arte.
    Fico ainda mais impressionado com a tecnologia marítima, os aparelhos e a evolução dos navegadores.
    Obrigado por compartilhar tamanho conhecimento.

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