Las monedas constituyen un testimonio material de la historia de la Humanidad. La emisión de moneda, y su control, está íntimamente ligada a la evolución científica y tecnológica de las sociedades humanas: la acuñación sobre metal exige prensas y troqueles específicos; la calidad del metal se valora a través de ensayos químicos; es necesario, también, desarrollar las aleaciones metálicas óptimas para garantizar la duración de las piezas acuñadas. Las monedas son manifestación del poder de quien las emite, pero también testimonio de los conocimientos técnicos y científicos del periodo en que han sido emitidas.
Piezas de la colección numismática de la Universidad Complutense de Madrid.
El Departamento de Ciencias y Técnicas Historiográficas de la Facultad de Geografía e Historia (UCM) dispone de una colección de monedas para uso docente. Esta colección incluye ejemplares acuñados en un amplio periodo de tiempo: desde monedas de la Grecia clásica hasta ejemplares de la España contemporánea. La parte más abundante de la colección corresponde a monedas romanas y custodia algunos ejemplares de interés acuñados en las primeras cecas griegas.
Monedas griegas en la Colección Numismática de la UCM.
La moneda de la antigua Grecia solía ser de pequeño tamaño, aunque de un grosor considerable y con un relieve muy alto; es habitual que presente una forma irregular, aunque con tendencia a buscar la circularidad; son monedas de peso muy exacto y gran pureza de metal. El sistema monetario griego se basaba en la relación de peso entre los metales que componían cada moneda, fundamentalmente la relación entre oro y plata, pero también entre otros metales (cobre, bronce, etc). La unidad de cuenta fue el dracma, cuyo peso variaba en función de la polis emisora; otras unidades fueron el talento (6.000 dracmas) y la mina (100 dracmas). Las monedas romanas suelen estar realizadas en cobre y aleaciones (especialmente bronce), otras lo fueron con plata y oro, aunque éstas apenas están representadas en la colección. La unidad patrón fue la libra romana, equivalente a 327 gramos en nuestro actual sistema. El monetario romano cambió sustancialmente a partir del siglo III como consecuencia de las invasiones de los pueblos germánicos. En la Península Ibérica, los visigodos siguieron los patrones de acuñación romana, aunque con una técnica más deficiente.
Moneda visigoda (izquierda) y medievales (derecha) en la Colección Numismática de la UCM.
El sistema monetario árabe fue bimetalista, en él conviven el dinar de oro con el dirham de plata, predominando uno u otro según las épocas. Estas monedas, que no acostumbran a representar imágenes de seres vivos en razón de los preceptos coránicos, suelen incluir textos alusivos a Dios o su profeta Mahoma. Suelen estar elaboradas con metal de calidad y de ley estable.
Monedas árabes en la Colección Numismática de la UCM.
En la Edad Media se impuso la plata como patrón monetario, un modelo que habría de pervivir durante siglos; la plata se convirtió entonces en el material esencial para acuñar.
Monedas castellanas en la Colección Numismática de la UCM
El monetario español en la Edad Moderna, a partir del reinado de los Reyes Católicos, adquirió singular relevancia, que se manifiesta en una estampación más elaborada y de mejor calidad; en un sistema centralizado de cecas y en el uso sistemático de la plata. El descubrimiento y explotación de las minas de plata americanas favoreció esta situación.
Desde el siglo XVI la acuñación de la moneda comienza a realizarse con prensa, lo cual supuso una notable mejora en el proceso de normalización, a la par que un aumento en la producción; como contrapartida el relieve de la acuñación es menor. La acuñación con prensa de volante se generalizó en Europa entre finales del siglo XVII y los inicios del XVIII.
A comienzos del siglo XIX se produjo la normalización, impuesta por el sistema métrico decimal, en base diez, en el que la unidad monetaria se divide en diez (décimos) o cien (céntimos) fracciones de parte. En este mismo periodo comenzó la emisión de “monedas signo”, dinero en el que el valor del metal y el facial de la moneda no coinciden. Este proceso se acentuó durante la primera mitad del siglo XX, en el que la moneda perdió su convertibilidad directa en oro o plata; estos metales pasaron a formar parte de los depósitos bancarios nacionales, actuando como garantía de la moneda emitida.