«No palabras. Un gesto. No escribiré más.» 

CESARE PAVESE

Por Jorge Salvador Galindo

Siempre escribía con la misma pluma, sin ella la inspiración no le llegaba. Nunca concebía el ejercicio de escritura como algo propio por entero, sino que manifestaba interiormente la necesidad de verse contagiado por la irreductible vitalidad del utensilio.
«Esta forma de ver la situación no me incomoda totalmente», se decía, «yo, el creador; la pluma, un mero compinche a mi servicio». Pero sin ella estaba perdido; lo sabía, e ir más allá al respecto sería negar la realidad, y un tanto la evidencia. «Sí, es verdad que ejerce sobre mí cierta seducción incontrolable, pero cada cual tiene sus formas, sus maneras. No hay por qué inquietarse; ante la belleza de una musa lo mejor es claudicar».

Agarraba cualquier lápiz y apenas garabateaba –carboncillo gris borroso que él aborrecía– algunas frases sueltas, sin ligazón y legibles a duras penas. Nada significaban. Con bolígrafos y lápices le pasaba lo mismo: sólo palabras. Ninguna historia de las que había imaginado lograba descender al papel completamente. Sin aquella pluma de madera, que mojaba con delectación gastronómica en su tintero, nada fluía con normalidad, todo eran obstáculos y badenes narrativos.

En los últimos días de calor, atareado con la lectura de un best-seller retroactivo –«sólo después de un lapso de tiempo indefinido siento en mis carnes el tiempo perdido»–, se había olvidado de su pluma, algo extraño en él, pues siempre la tenía latente en su cabeza o convulsa entre los dedos de su mano. Probablemente la pensaba quieta, inerte todavía, reposando en el lugar de siempre, encima de la mesa, junto al bloc de notas, dentro de la caja de madera clara y alargada, sobre el diccionario de español.

«Esta noche escribiremos algo, apenas quedan veinte páginas».

Aquella noche recordó una historia perfilada mentalmente –sólo algunas notas en la servilleta del café– en otro tiempo, en otra situación. Una historia de amor y de muerte bajo cuyo influjo quedó atrapado los siguientes días, y que luego olvidó la mañana en que se despertó, después de un sueño inexplicable, sabiendo que moriría joven.

«Cigarrillos, la jarra del Buda que me sirve de cenicero, el pastoso humillo que desprende todavía –me sorprende esa longeva actitud de lo etéreo– y que flota como la memoria de los sueños, los sueños a mi alrededor, alrededor todo lo demás. Todo lo necesario está al alcance de mi mano». Sus ojos brillaron de impaciencia y el severo temblor de su mano, que presidía el inicio de sus constantes sesiones de trabajo, se hizo persistente. «Es una buena señal». 

Escupió el best-seller contra la librería y se sentó en la silla de siempre. «Dentro de un tiempo espero verlo desde otro ángulo, una nueva perspectiva hará bien a las últimas veinte páginas». Dispuesto, se acomodó frente al escritorio. El temblor cesó como si su vida dependiese del silencio. Levemente sintió, no lo pensó, que el mundo detenía el crujir de sus engranajes y que toda la vida esperaba un acontecimiento suyo, una palabra suya, tal vez el sigiloso rasgar de su pluma contra el papel. Alargó la mano hacia la caja de madera; casi murmuraba ya entre dientes aquella historieta incalificable que tramó en el Café Oriental. «Parece buena, sólo me queda darle movimiento, vida».

Abrió la caja de madera; su pluma había desaparecido. No intentó coger un lápiz ni un bolígrafo; ya la historia se había evaporado. El sudor comenzó a impregnar toda su piel y la náusea, que logró apaciguar levantándose bruscamente de la silla, desapareció arrastrando todos sus pensamientos anteriores. Dedicó toda la noche a buscar su pluma y, al día siguiente, sin haber pegado los ojos, lloró amargamente hasta que cayó rendido. «Esto es algo extraño, muy extraño, quizá cosa del diablo, cosa del maldito azar: una fuerte traición, algo que desconozco, que no logro entender, que escapa de todo cauce lógico, que mata, algo que mata debe ser», soñaba. No imaginaba su escondite, él nunca la sacaba de la habitación, pocas veces se alejaba del entorno de su escritorio. Siguió buscando, rastreando cada centímetro cuadrado de la casa, mientras lloraba. Y mientras lo hacía, como ocultando un sentimiento impostergable, dibujó en su mente lo que sería su vida sin el concierto de la imaginación. 

Los días posteriores a la pérdida le parecieron eternos. Dormía poco, las horas necesarias para proseguir con fuerza –total desesperación– la búsqueda de su pluma, la musa que le inspiraba. Sin ella su imaginación era un tiempo perdido. «Sin ella estoy perdido, catapultado a la más abyecta miseria del escritor».

Nada comía. Lloraba tan solo y, a veces, como por azar, volvía a abrir la caja de madera clara, alargada, por ver si su suerte y su destino dependían de un horrible descuido. Cada vez su pulso se debilitaba, su juicio vagaba por bandas más anchas que su finita memoria; las historias que rondaban su cabeza, tal vez su cuerpo, se perdían en un horizonte inexistente, carente de palabras, de línea, de vida. A sus ojos, el abismo cobraba dimensión a medida que caía el tiempo sobre sus anchas espaldas. «Ni Platón aguantaría este terrible peso; mi vida en una caja de madera».

Cayó, de nuevo, en un oscuro e insondable sueño:

Descubrió un reguero de tinta en el suelo de la habitación. El tintero estaba completo, intacto. Vio ascender el hilo negro por la pared frente al escritorio –una línea muy fina– y perderse en el techo para bajar justo hasta el marco de la ventana entreabierta. Se acercó para leer lo que el hilo escribía a medida que avanzaba, antes de dar el salto a la muerte, varios pisos más abajo.

«No busques más, ya encontraste lo que buscabas», leyó.

Cuando despertó se quedó pensativo; sus lágrimas se habían secado.

«Quizás mis historias no sean tan buenas», pensó, se dijo, dijo con la melancolía difuminando su rostro:

-Al fin y al cabo, no somos más que un punto en la inmesidad del océano.

Observó el escritorio y cogió la caja de madera clara, alargada. Sin meditar la decisión, disimulando el regocijo que la venganza suponía, la escupió contra la librería.

«La mierda toda junta».

Tratando de encontrar una explicación que apaciguara su ánimo pensó que algún afortunado viandante, por pura coincidencia, había dado con su pluma. Inevitablemente pensó, no lo sintió, que alguien, por obra de un azar fraudulento, ahora sólo escribía historias malas.

Se sentó en la silla de siempre. Tomó papel y el primer lápiz cerca de su mano. Comenzó a escribir que siempre escribía con la misma pluma, que sin ella la inspiración no le llegaba.

            Con la punción de un revelador punto final, con el inobjetable placer del trabajo bien hecho, quizás movido por una inquietante curiosidad, siguió la línea de tinta, cumpliendo así los más oscuros presagios.

Compartir:

2 comentarios

  1. Creo que su relato es breve pero contundente, y está bellamente entretejido de hermosas metáforas, de giros poéticos que sorprenden, extrañan y agradan. En sí el relato es una gran metáfora, a mi juicio, del amor. La pluma, según yo interpreto, es el objeto amado, aquel que nos inspira y sin el que no podemos vivir. Nos obsesiona, nos embelesa y da sentido a nuestra existencia. Pensamos que sólo valemos porque vemos, sentimos, respiramos a través de él o de ella, y cuando l@ perdememos creemos morir.

    Valiente y emocionante. Por favor, siga deleitándonos con sus relatos.

    Muchas gracias.

Deja un comentario