Instrucciones para crédulos (relato/lectura para el verano)

Aquella noche me prometí –y no crucé los dedos– que nunca más traduciría un texto de Julio Cortázar. Me había pasado dos semanas trasladando al francés sus “Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo” y ya me parecía suficiente labor. Estaba cansado de tener miedo y de cargar con el delirio constante del ladrido de un perro más allá de la última farola, al terminar la zona costanera, horriblemente cansado de precipitar mis decisiones y vincular mis hábitos de lectura sólo por conocer la existencia de aquel libro, vendido en un pueblo de Escocia, que te provocaba la muerte al desembocar en una página en blanco a las tres de la tarde. Soy un gran traductor, pero lento hasta la desesperación, tan perfeccionista y quirúrgico que parece que voy interpretando el significado de cada letra, rescatando cada fonema de la mente, de la garganta, de la pluma del espigado argentino. Por eso estoy cansado.

Me cuesta trabajo desligarme de los textos, hacerme anónimo en el mundo de la ficción. Cuando traduzco me meto en los párrafos sabiendo que difílmente saldré de ellos, dos horas más tarde, siendo la misma persona. Como si me hubiera convertido sin saberlo, por un tiempo, en el fallo de un borrón de tinta contemplado en todos los ejemplares de una edición descatalogada.

Por eso aquella noche me di un respiro. Porque soy nocturno. Porque sé que Cortázar se disfrazó de vampiro en alguna ocasión. Porque la locura viene siempre de la mano de la literatura y yo soy una serpiente bífida.

Decidí entonces escupir, mientras mi mujer dormía, hacia la quinta estantería de mi biblioteca. Yo escojo mis lecturas desgargando mi saliva. No soy de aquellos que nunca han dibujado el boceto de la muerte en las páginas de una novela de Borges. No. Yo subrayo, dibujo, mancho de café con leche todas aquellas páginas que leo y luego escupo de nuevo completando el ciclo de la palabra, reabsorbiendo el papel tintado que quedó grabado en algún lejano surco de mi cerebro.

«El Golem», susurré, y limpié con la manga de mi camisa a cuadros –de leñador, que llaman otros– la suciedad fluida y manifiesta del volumen. Me cagué en la puta por sorpresa, sin aviso o retroceso ante la magnitud del hallazgo. Ahora puedo decir que descubrí a Gustav Meyrink gracias a un escupitajo desarbolado, aleatorio y de curva parabólica.

Esa noche –aquella en que decidí desterrar a Cortázar de mi memoria–, empleé mi tiempo en leer la novela del excéntrico y calvo vienés. Y a cada párrafo me preguntaba si realmente existía esa suerte de resurrección en la que una figura de sólido material podía alcanzar la vida donde su cuerpo –llamémosle así– sólo conoció la parálisis y la muerte. Intentaba dibujar en mi mente aquel hombre semiconsciente y artificial fabricado para la esclavitud, la situación controvertida en la que un rabino colocaba minuciosamente, detrás de los dientes de una efigie de barro, el mágico papel que convocaría a las fuerzas siderales del cosmos y que terminaría por aliviar el duro trabajo de hacer sonar, dos o tres veces al día, las campanas de su sinagoga.

En esas andaba yo aquella noche –renegando de Julio Cortázar–, cuando observé, parcialmente escondido tras la opacidad de las memorias de Chautebriand, la pequeña escultura en piedra de un escarabajo egipcio. Y volví a tener miedo de las mariposas sucias. Miedo de que ellas, con su revoloteo de polilla inquieta, arremetieran contra la blancura inmaculada de mi ropa de domingo. Miedo de liberar mi muñeca izquierda de las garras de un reloj de mano y descubrir una gota de sangre que se derrama lentamente, simulando la fina dentellada del tiempo.

Me aseguré de que mi mujer seguía soñando con otros hombres, seguramente fornicando salvajemente sobre una mancha de aceite de motor. Después cerré la puerta de mi estudio, me senté en el escritorio, aparté violentamente los papeles de Cortázar y escribí vive, extraño escarabajo de piedra en un trozo de papel de dos centímetros cuadrados. Sin doblar –por no viciar el ritual– introduje el papelito en las fauces polvorientas del insecto. 

Cuando el escarabajo comenzó a moverse lo aplasté de un manotazo y la hemolinfa me salpicó los ojos. Creo que fue un homicidio involuntario, un acto reflejo, una negligencia fatalmente provocada por el miedo y el desconcierto supino en el que me vi envuelto. Lo cierto es que no me arrepentí. Nunca me arrepiento de mis actos más perversos.

Repetí el experimento con la figura dorada de un Buda mal hecho, deteriorado por el paso del tiempo. En los pliegues de sus brazos y entre aquellos surcos finos que delataban su obesidad podía observar la negritud de la mierda que fue instalándose para siempre en una suerte material de solidificación polvorienta y neblinosa. Introduje el papel –vive, jodido Buda dorado–, esta vez mucho más pequeño, entre uno de aquellos pliegues, y esperé. Al rato me miró como dándome las gracias y, cuando hizo un gesto de bendición levantando su mano, ahogué su mórbido cuerpo en un vaso de agua. Demoró su muerte algunos minutos, sufriendo a cada bocabada como una trucha de río, pero en aquellos momentos ya no me asustaba el sufrimiento mortal de la recién estrenada vida.

Seguían desfilando ante mis ojos las migas de pan pintadas y me veía extendiendo pasta dentífrica en un cepillo de dientes. Y temía pensar que la miga de pan no era sino la diminuta imagen de una mujer o el filamento volátil de un coral. No se pueden esperar otros pensamientos de alguien como Cortázar, que no nació y murió en el mismo sitio. «París, 1984», me dije y  me dio por pensar el Orwell y en la ciencia y en los partidos dominantes y en la cara del poder que morirá por matar una idea.

Metí la hoja de papel debajo de su almohada. Dormía. Volví a mi estudio. Amanecía y, decidiendo por qué traducción de las historias de Cortázar comenzaría al día siguiente, me puse a pensar en lo que había escrito minutos antes: la fantasía que conlleva la literatura, la ilicitud de un pensamiento capacitado para otorgar la vida, todo aquello que, materialmente, logra rescatar el movimiento y será vencido por la correosa corteza de un árbol.  

En estos pensamientos andaba yo –la noche que maté a mi mujer por un azar literario y salival– cuando decidí traducir las “Instrucciones para llorar”, de Julio Cortázar. Y no me remuerde la conciencia. Tan sólo lloro porque creo que, bajo la tenue luz de un amanecer polvoriento, hice lo debido porque creí en ello más allá de toda duda, mucho más allá de la literatura.

 JORGE SALVADOR GALINDO
Oviedo (Asturias)
jsgalindo@terra.es

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Un comentario

  1. el otro día me preguntaba ¿por que muchos lectores lleban la literatura a la vida real?
    creo que si todos supieramos que la literatura es ficcion y que lo magico de ésta es viajar mientras se lee y nada más, talvez todos leiriamos.

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