El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970)

Reseña de Jaime Buedo:

¿No cree, conmigo, que todo lo que se habló ayer no es más que superstición nacida de la miseria
y de  la ignorancia propia de estas gentes?  
(Robert, el  meapilas inglés)

Dicen que cuando Carrero Blanco, por entonces vicepresidente del gobierno franquista, escuchó hablar de la película El bosque del lobo en 1971, sintió verdadera curiosidad y en seguida mandó que la proyectaran para él. Lo que allí encontró, sin embargo, le resultó tan incómodo que quiso censurarla de inmediato.[1] Dirigida por Pedro Olea, Bilbao, 1938, y coescrita con Juan Antonio Porto, La Coruña, 1937, El bosque del lobo tenía como telón de fondo una de esas crónicas decimonónicas de la España Negra en las que se nos narran las fechorías de un criminal -en este caso, el asesino pseudo-licántropo Manuel Blanco Romasanta[2]-, y donde la superstición se mezcla con la realidad dando pie a la leyenda. Benito Freire (José Luis López Vázquez) es el alter ego ficcional de Romasanta, un buhonero que viaja entre pequeños pueblos gallegos y que sufre desde niño un mal semejante a la epilepsia. Freire es acompañado habitualmente por gente de los pueblos a los que sirve de guía para internarse en el bosque, y allí es donde le sobrevienen unos ataques de pulsión homicida que le hacen asesinar a aquellos que le acompañan. Tanto el pueblo como él mismo acabarán confundiendo la enfermedad de Freire con la maldición popular del lobishome[3] y como tal bestia será perseguido. ¿Qué encontró Carrero Blanco en esta película, a priori tan apolítica, para querer retirarla de los cines? Quizá que lo que allí se contaba no era únicamente la truculenta historia de un conocido psicópata, sino la parábola social de un pueblo inculto y crédulo que genera su propia leyenda negra: el retrato de un país del que ninguna corte se sentiría orgullosa.

La génesis de esta película probablemente debamos buscarla en Juan Antonio Porto, puesto que, además de artífice del guion, Porto es tataranieto del abogado que llevó el caso de Romasanta.[4] Al parecer, un antepasado de Porto había hecho un resumen del caso y se lo había regalado al escritor Carlos Martínez-Barbeito, quien lo transformó en la novela El bosque de Ancines (1966). En ella encontró Pedro Olea la inspiración para esta película y, a través de su buen amigo Porto, compró los derechos para llevarla a cabo.[5] Y es que la carrera de Porto destila un cierto gusto por este tipo de historias negras, historias en muchos casos extraídas del pasado criminológico y oscurantista español: desde cortometrajes tempranos como El estrangulador (1965) o Boris (1966), hasta largos como La casa sin fronteras (1972) o El crimen de Cuenca (1979); e incluso la edición de una colección  de historias de esta índole llamada La sombra de Caín, donde publicó la novela Los crímenes del capitán Vázquez (1983). El bosque del lobo se inserta en esta línea, y el propio Porto nos habla de su fascinación por las crónicas de sangre desde los años, ya lejanos, en que oí de mis mayores esa historia de muertes y superstición; en que estudié la defensa que mi antepasado hizo del desdichado lobishome. De ahí también que coleccione causas, que sea dueño de cientos de libros sobre literatura criminal y que, a lo largo de los años, haya recogido sobre el tema miles de fichas bibliográficas, hemerográficas y hasta in situ.[6]

Pero el sentido de la temática criminal –en la que Porto se considera un modesto especialista– va más allá de un mero fetichismo en la obra de este guionista. Sobre Boris, un cortometraje que narra la grotesca historia de un hombre que mata a su hijo recién nacido al descubrir que su perro le tiene celos, Porto señala: creo que el problema del protagonista es […] amplio y urgente en la sociedad que vivo: la dificultad, insalvable tantas veces, del hombre español de integrarse en una mecánica social injustamente hermética.[7] Esta preocupación por parte del guionista probablemente alcanza su expresión más clara en El bosque del lobo, donde esa misma mecánica social, encarnada en un pueblo iletrado y supersticioso, lleva al enfermo de epilepsia Benito Freire a ser acusado de licantropía. La problemática foucaultiana de la integración y la marginación estaba latente en el espíritu intelectual de la época, y es lógico que Porto encuentre el paradigma de esa situación en la figura del criminal. El crimen, señalaba Foucault, opone, en efecto, un individuo al cuerpo social entero; para castigarlo, la sociedad tiene el derecho de alzarse toda entera contra él;[8] y por otro lado, el arte de castigar debe apoyarse en toda una tecnología de la representación[9]. Esta “tecnología de la representación” del criminal es la que queda desnuda en El bosque del lobo: el pueblo necesita crear su leyenda, representar al criminal como un monstruo para poder señalar su diferencia y ejercer su poder sobre él.

El encargado de dar vida al “monstruo” es José Luis López Vázquez, cuya aplaudible inmersión en la compleja psicología de Benito Freire le propinó muy felices resultados (premio de interpretación en el Festival de Chicago); aunque su credibilidad no está a la misma altura en según qué escenas de la película. Por un lado, López Vázquez presenta a un convincente Freire, educado y bienhablado, que se relaciona con la gente del pueblo ocultando con frialdad sus inclinaciones homicidas; no convencen tanto, sin embargo, las escenas en las que le toca sufrir un ataque y llevar a cabo los asesinatos en el bosque, que resultan un tanto ingenuas y a veces casi rozan lo humorístico. Pero el problema con este tipo de escenas de violencia descafeinada y para nada terroríficas[10] reside, al parecer, no tanto en la interpretación de López Vázquez como en otros asuntos menos artísticos.

Según el propio Pedro Olea, existía el paso [sic] de las múltiples advertencias de censura sobre el guion. Tuvimos que prescindir del hombre lobo comiéndose los intestinos de sus víctimas; y además las muertes eran en principio más violentas.[11] Por otro lado, el argumento esgrimido por Carrero Blanco para tratar (sin éxito) de retirar la película de los cines se basó en la intolerable mezcla de cristianismo y superstición.[12] La excusa, sin embargo, resultaba algo absurda a la luz del premio que la película se había granjeado en el Festival Religioso y de Valores Humanos de Valladolid. Además, lo que más había escandalizado a Carrero Blanco probablemente no tenía que ver tanto con el cristianismo, como con que la película presentara en cierto modo al criminal como víctima y pusiera el ojo precisamente en la demonización que el pueblo había hecho de él (demonización que caracterizó al discurso franquista no sólo para con los asesinos como Romasanta, sino con los meros disidentes políticos). Años después, Pedro Olea afirmaría: yo siempre digo que no hay Óscar que supere a la gozada de haber vencido al propio Carrero Blanco, estrenando una película que quiso prohibir.[13]

Otro motivo  por el que quizá la película se hizo tan atractiva para la censura podría tener que ver con la propia imagen de España, y lo que esta podía transmitir al extranjero. El bosque del lobo constituye un certero retrato de la España Negra[14]: esa España hermética, supersticiosa, cateta y aislada; esa España primitiva y violenta, más imaginaria que real; esa España inquisitorial del cristianismo rancio y desviado, de goyescos aquelarres y empalados; esa España, en fin, de geografías profundas, de bosques mágicos y pueblos siniestros; tal es la fisonomía del espacio en el que ambienta Pedro Olea la historia de Benito Freire. Se trata de ambientes que parecen pintados por el más sombrío Gutiérrez Solana, quien describía así su propia obra: son procesiones de los pueblos encapuchados, cirios, escenas de pobres y hospitales, cuadros negros y tristes, y que a estas horas de la noche parecen serlo más.[15] Y nosotros reconocemos en El bosque del lobo a esa España eternamente atravesada por la miseria y por la muerte, eternamente de luto. Por mencionar algunos ejemplos: está ese escalofriante corro de viejos murmurantes alrededor del  cuerpo de un joven al que están velando, como si de un ritual satánico se tratara; está la excéntrica juerga en la taberna donde un lyncheano[16] enano con bombín baila con La Sansona, una prostituta giganta y entrada en carnes, y que termina con todos ebrios al sopor de las historias de hombres lobo que cuentan unos ancianos; está esa suerte de pitonisa o santera que vive en una cueva en el bosque y que, rodeada de una vela, un mortero y un gallo muerto, aconseja a Freire sobre el mal que le corroe mientras provee al pueblo de remedios poco científicos; y está, por supuesto, la típica persecución del pueblo armado con horcas y antorchas tras el temido lobishome.

Pedro Olea desplaza así la lente deformante desde la psicosis individual a la psicosis colectiva, y la verdadera bestia ya no es tanto el licántropo como el pueblo. Es la colectividad la que aparece aquí exagerada hasta el esperpento (tuertos con ojos de cristal, tullidos, enanos, curanderas), así como la atmósfera brumosa y humedecida del bosque gallego -espacio ritual donde Freire comete todas sus fechorías- que aparece cargado de misterio, y casi pareciera que es el propio lugar el que induce a Freire a la locura. Estos son elementos circunstanciales externos al protagonista –el espacio físico y el espacio social-  que, al ser enfatizados, quedan exagerados con respecto al naturalismo con que es recogido el personaje de Freire (véase más adelante); y sirven así de crítica a la sociedad: es la multitud enajenada la que excluye la diferencia, la que requiere de leyendas negras exageradas que expíen y disminuyan el peso de sus propios pecados.  Años más tarde, David Lynch  llevaría a cabo algo similar en The elephant man (1980), donde el mito real de Joseph Merrick era convertido en un juicio sobre la sociedad que le rodeaba. La virtud añadida de la película de Lynch es que no sólo obligaba al espectador a condenar un aspecto social –la dignidad sometida al físico de las personas-, sino que de alguna manera te hacía sentirte partícipe y culpable de lo que allí ocurría.

En este sentido, cabe asimilar también la película de Olea con The curse of the werewolf, dirigida en 1961 por Terence Fisher quien, con un aire mucho más fantástico –el propio de la productora británica Hammer-, nos presentaba la tragedia de un licántropo que terminaba arrinconado por las antorchas al igual que Benito Freire. La curiosidad que nos aporta esta película es que fue ambientada en España y que, únicamente por este motivo, fue censurada por la dictadura. Puede verse de nuevo cómo al franquismo no le interesaba la difusión de este tipo de relatos cuando estaban ambientados dentro de las fronteras españolas. Podemos imaginar que la visión que transmitían estas películas recordaba bastante a aquella “leyenda negra”[17] que había caracterizado la imagen del país en el extranjero desde el siglo XVI; leyenda negra que, por otro lado, no contribuía para nada a la pretendida venta de España como destino turístico. En el caso de El bosque del lobo, donde el retrato social es especialmente crudo, probablemente se logró superar la censura debido a que España se encontraba ya en el tardofranquismo.

La mayor virtud de El bosque del lobo es la sutileza con que Olea y Porto utilizan esa leyenda negra, ese mito exagerado, no para construir un relato fantástico sobre él, sino para observarlo científicamente como antropólogos. Para no caer en la propia trampa del mito, se esconden los verdaderos nombres del caso de Romasanta y no se persigue ser fiel a la historia real; antes bien, ficcionalizan la leyenda desmitificándola.[18] Eso es lo que les permite distorsionar únicamente la parte que les interesa y tratar con un enfoque naturalista y humano al criminal. Nosotros como espectadores nunca vemos a un hombre lobo, sino a un enfermo que ha perdido el control de sus actos. El único hombre lobo es el que está en las mentes supersticiosas del pueblo. La humanización de Freire se consigue, en mayor medida, a través de las escenas de flashback que nos presentan su infancia y los orígenes de su enfermedad: vestido de monaguillo y en mitad de una procesión, el pequeño Freire cae presa de un ataque epiléptico. Por otro lado, vemos que irónicamente son los pequeños actos de humanidad de Freire los que tienen como consecuencia su apresamiento: ahuyentar al niño que le descubre en pleno bosque tras un asesinato por miedo a hacerle daño, o permitir a una prostituta quedarse con el manto de una de sus víctimas; son los cabos sueltos que llevarán a Freire a ser descubierto y perseguido por sus crímenes.

Además, el punto de vista científico está arquetípicamente encarnado en uno de los personajes. Se trata del personaje de Robert (John Steiner) o el meapilas inglés, como gusta llamarlo una de las pueblerinas. Es una especie de predicador protestante y trotamundos, que aporta explicaciones científicas y desmitificadoras con respecto al catolicismo oscurantista de los pueblerinos. De él proviene, por ejemplo, la teoría de la licantropía como epilepsia. Lo fantástico de este personaje es que, a pesar de tener un punto de vista externo, ilustrado y viajado, que además se opone cruelmente a la ineptitud española al encarnarse en un extranjero; al final termina sucumbiendo a la turba común y persigue con horcas y antorchas como el que más, en lugar de aportar un punto de vista apaciguador y conciliador como quizá se hubiera esperado de él en un principio. De esta manera, el conflicto que enfrenta la película se aleja de sus rígidos límites geográficos y se hace universal.

El bosque del lobo nos habla de una forma de mitología: la mitología criminal. Nos habla de cómo generamos leyendas alrededor de figuras delictivas o criminales y las situamos en un lugar intermedio entre la ficción y la realidad para que sirvan de referentes morales invertidos. Han sido utilizados por la cultura popular, por ejemplo,  como intimidación para controlar la conducta de los niños: el caso de Romasanta, sin ir más lejos, es una fuente probable del mito del Sacamantecas, del Coco o del Hombre del Saco. Como señala el director de cine de terror Jess Franco, todos ellos proceden del acervo popular más tosco, empecinado en la creación de asustadores folclóricamente posibles. Forman parte de nuestra terrible leyenda negra, tan dada a la carnicería, a la casquería casi, como siniestro precedente del gran Guiñol francés o el más retrogrado cine gore[19]. Pero tenemos también casos como el de El Lute y el ambiguo sentimiento de admiración que nos inspiran sus fugas, elevadas a heroicidades por el cine y por la siempre sorprendente canción que le dedicaron Boney M. Canción que recuerda, por cierto, a los romances que informaban de forma poética y desgarradora de las fechorías de los asesinos en el XIX. De hecho, así es como empieza y termina El bosque del lobo, con el canto del romance del misterioso buhonero y lobishome Benito Freire.

Esta idea que hemos extraído aquí de la película de Pedro Olea no se apaga con las viejas leyendas de la España profunda y decimonónica. Programas como Espejo Público nos ofrecen a diario y durante varias horas el seguimiento exageradamente preciso de los últimos crímenes acaecidos; se nos ofrece la demonización del criminal[20]a través de indemostrables perfiles psicológicos y afirmaciones gratuitas por personas que dicen ser expertas en la materia pero que son completamente ajenas a la investigación del caso; y vemos cómo el pueblo, aunque ya no porta horcas ni antorchas, se sigue agolpando a las puertas de los juzgados para increpar salvajemente a los criminales. Por otro lado, la presentación mediática de estos casos reales sigue la lógica de un serial de ficción: desde el asesino de Alcàsser hasta el crimen de Asunta, pasando por Bretón y Marta del Castillo; los casos parecen sucederse unos a otros como las temporadas de una serie detectivesca. Quizá hoy ya no se trate de asustar a niños sino de vender alarmas a las amas de casa, pero la mitología criminal sigue funcionando como lo hacían las leyendas negras; como si la sociedad necesitara marginar a estos individuos, sacarlos de la realidad cotidiana y establecer la diferencia: ahí el monstruo, aquí  nosotros. Es aquí donde encuentro el valor de El bosque del lobo: en la necesaria desmitificación[21], en la puesta entre paréntesis de toda esa atmósfera ficcional que rodea desde siempre a la figura del criminal.

Jaime Buedo, 2013.

(Este texto se basa en el capítulo “”, publicado en el libro Juan Antonio Porto, un guionista en la universidad. Madrid, Fragua, 2014).

 

Bibliografía

ESPARZA, Ramón (3 de mayo de 2013). “Gutiérrez Solana, eterna  España Negra”. El Cultural, sección arte.

FOUCAULT, Michel: Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid, 2009.

FRANCO, Jess. (13 de noviembre de 2005). “Asesinos de miedo”. El País, sección cultura.

GALÁN, Diego (16 de abril de 1983). “El bosque del lobo, crónica de la represión”. El País, sección pantalla.

GARCÍA FERNÁNDEZ, Emilio Carlos: Historia del cine en Galicia (1896-1984), ed. La Voz de Galicia, La Coruña, 1985.

GUTIERREZ-SOLANA, José: La España Negra, Madrid, 1920. (Recuperado de la versión digitalizada en el Internet Archive de la University of Connecticut. Véase webgrafía).

JUDERÍAS, Julián: La leyenda negra y la verdad histórica, Madrid, 1914. (Recuperado de la versión digitalizada en el Internet Archive de la University of Toronto. Véase webgrafía).

PORTO, Juan Antonio: Los crímenes del capitán Sánchez, ed. Albia, Madrid, 1983.

Webgrafía

https://archive.org/details/laespaanegra00guti

https://archive.org/details/laleyendanegrayl00jude

http://www.elcultural.es/version_papel/ARTE/32769/Gutierrez_Solana_eterna_Espana_negra

http://elpais.com/diario/2005/11/13/eps/1131866826_850215.html

http://www.jotdown.es/2013/07/bagatelas-sobre-la-espana-negra/

http://www.fotogramas.es/Peliculas/El-bosque-del-lobo/Critica

http://www.lavozdegalicia.es/ocioycultura/2011/10/31/0003_201110G31P27992.htm

http://elpais.com/diario/1983/04/16/radiotv/419292002_850215.html

http://www.rtve.es/alacarta/videos/dias-de-cine/dias-cine-50-anos-maldicion-del-hombre-lobo/1092752/



[1] GALÁN, Diego (16 de abril de 1983). “El bosque del lobo”, crónica de la represión. El país, sección pantalla.

[2] El de Manuel Blanco Romasanta (1809-1863) es uno de los casos más llamativos y legendarios de la historia del crimen en España. Dedicado a la venta ambulante entre distintos pueblos de Galicia, se le atribuyeron nueve asesinatos en una causa judicial que recibió el curioso nombre de CAUSA CONTRA HOMBRE LOBO. Al parecer, su psicopatía fue diagnosticada como licantropía clínica; esto es, que él mismo se creía un hombre lobo y esto le llevaba a matar (con predilección por las mujeres y los niños).

[3] El hombre lobo en la tradición gallega. Olea ha afirmado que Lobishome era el título original de la película, algo que no era factible según se concebía la industria del cine del momento.

[4] PORTO, Juan Antonio: Los crímenes del capitán Sánchez, ed. Albia, Madrid, 1983.

[5] Juan Antonio Bardem, que también estaba detrás de esta historia, trató de arrebatar los derechos a Porto y Olea cuando ya estaban a punto de rodar, ofreciendo una cantidad muy superior a la que ellos habían pagado al autor de la novela. La anécdota desembocó en un heroico crowdfunding por parte de la familia de Olea que superó la oferta de Bardem, así como en la ruptura entre el primero y Martínez-Barbeito.

[6] PORTO, Juan Antonio: Los crímenes del capitán Sánchez, ed. Albia, Madrid, 1983.

[7] GARCÍA FERNÁNDEZ, Emilio Carlos: Historia del cine en Galicia (1896-1984), ed. La Voz de Galicia, La Coruña, 1985, p. 580

[8] FOUCAULT, Michel: Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid, 2009, p. 94

[9] Ibid., p. 108

[10] Valiente excepción constituye el momento en que Freire arroja un sarmiento en llamas al cuerpo de una niña al verse sorprendido en pleno infanticidio por la anciana que les acompaña: la imagen de la niña envuelta en una bola de fuego rodando por el bosque entre gritos desgarradores mientras Freire estrangula a la vieja, resulta verdaderamente impactante y no tiene nada que ver con el resto de muertes de la película, mucho más inocentes visualmente.

[11] GARCÍA FERNÁNDEZ, Emilio Carlos: Historia del cine en Galicia (1896-1984), ed. La Voz de Galicia, La Coruña, 1985, p. 555.

[12] GALÁN, Diego (16 de abril de 1983). ‘El bosque del lobo’, crónica de la represión. El país, sección pantalla.

[13] Entrevista a Pedro Olea en La voz de Galicia, sección ocio y cultura, edición del 31 de octubre de 2011. Recuperado de: http://www.lavozdegalicia.es/ocioycultura/2011/10/31/0003_201110G31P27992.htm

[14] “La España Negra” es un concepto de difícil caracterización y cuya discusión está muy lejos de los propósitos de esta reseña, pero basten algunas pinceladas para contextualizar el uso que se hace aquí de él. Lo necro-hispánico es una cierta sensibilidad o visión pesimista que atraviesa el arte español desde Goya hasta El Roto. El término encuentra su primera formulación en el pintor Darío de Regoyos y el poeta Émile Verhaeren, quienes firmaron juntos la obra España Negra (1899), y más tarde sería retomado por el pintor y escritor Gutiérrez-Solana en su diario de viajes La España Negra (1920). En un artículo de El Cultural, al hilo de una retrospectiva de este último, Ramón Esparza lo ha definido de manera sencilla como “el reconocimiento de la identidad española en lo decrépito, lo fúnebre y lo violento” [véase: ESPARZA, Ramón (3 de mayo de 2013). “Gutiérrez Solana, eterna  España Negra”. El Cultural, sección arte.]

[15] J. Gutiérrez-Solana, La España Negra, p.248

[16] David Lynch ha construido toda una estética personal sobre lo grotesco, que tiene sus precedentes en el expresionismo alemán de Wiene, Murnau y Lang; o en la producción norteamericana Freaks, dirigida en 1932 por Tod Browning. En esta línea, es conocida su predilección por figuras como las del enano o el gigante. Si, como mencioné más arriba, podemos asociar la estética de El bosque del lobo con aquella idea de “España Negra”; la posterior mirada de Lynch nos adentra en una atmósfera sombría donde apreciamos el reverso negro de la América a la que Hollywood nos había acostumbrado.

[17] “Leyenda negra” fue un concepto introducido por Julián de Juderías en 1914 con el fin de relativizar la visión histórica que había exaltado, quizá en exceso, el atraso de España con respecto al resto de países: por leyenda negra entendemos el ambiente creado por los fantásticos relatos que acerca de nuestra Patria han visto la luz pública en casi todos los países; las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y como colectividad; la negación, o por lo menos, la ignorancia sistemática de cuanto nos es favorable y honroso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte; las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado contra España fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su totalidad, y finalmente, la afirmación […]de que nuestra Patria constituye, desde el punto de vista de la tolerancia, la cultura y el progreso político, una excepción lamentable dentro de las naciones europeas [JUDERÍAS, Julián: La leyenda negra y la verdad histórica, Madrid, 1914, pp. 14-15]. La idea, muy explotada por la generación del 98, perdió bastante relevancia con la Transición y la apertura a Europa. Un escritor que aún hoy sostiene una postura similar es Arturo Pérez-Reverte, quien afirmó recientemente en el programa de televisión Salvados que España es un país maldito históricamente (Salvados T7/C1).

[18] Esto es lo que distancia El bosque del lobo de la película Romasanta (2004) dirigida por Paco Plaza. Aunque ambas películas están basadas en los mismos hechos reales, el tratamiento del tema es radicalmente inverso: Romasanta mantiene el nombre real del criminal pero adquiere la forma del clásico relato de terror fantástico y, por tanto, reactualiza la leyenda y perpetúa el mito criminal; El bosque del lobo, por el contrario, se aleja de la leyenda creando un personaje nuevo para después volver hacia ella con una mirada más objetiva y crítica.

[19] FRANCO, Jess. (13 de noviembre de 2005). Asesinos del miedo. El País, sección cultura.

[20] Recordemos a Mariló Montero sugiriendo que los órganos de El Fraguel no debían ser trasplantados en aras de impedir que su maldad intrínseca poseyera al nuevo usuario.

[21] Otra forma de invertir la representación mitológica del criminal español la encontramos en la película documental Queridísimos Verdugos (1973) de Basilio Martín Patino, donde son los propios “gestores de la justicia” los que son retratados como catetos, excéntricos, o simplemente desalmados que comentan sin pudor los aspectos técnicos de su trabajo dejando un lado la pequeña cuestión de que este consiste en asesinar personas. Sorprendentemente, de las anécdotas que los propios verdugos cuentan sobre los criminales a los que ajustician se desprenden ciertos toques de humanidad antes no contemplados en los ajusticiados, y el aspecto cruel se traslada hacia estos técnicos del garrote.

 

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