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Autor
Xavier Pujol Gebellí

Lluvia en la ciudad difusa

Las inundaciones padecidas estas últimas semanas en el litoral catalán han reabierto el debate sobre los efectos del cambio climático. Los expertos, sin embargo, no parecen estar muy de acuerdo. Las características del clima mediterráneo, junto con la orografía y una deficiente planificación territorial, son sus principales sospechosos.
El volumen de lluvias caídas durante la segunda semana de octubre sobre el litoral catalán, en especial sobre el área de influencia de Barcelona, han avivado un debate que suele ser recurrente cuando, como en esta ocasión, acaban provocando inundaciones. En el caso de esta zona concreta, el debate se ha visto amplificado por cuanto, justo un mes antes, en septiembre, sus habitantes padecieron efectos similares.

La cuestión que suele saltar a los medios, además de las repercusiones económicas del anegamiento de zonas habitadas, polígonos industriales o vías de comunicación, es hasta qué punto se trata de una manifestación del cambio climático que se está detectando en los últimos años en amplias zonas del planeta, o bien de una cuestión puramente local que, debido a su magnitud, ha generado problemas inesperados.

Un análisis global de la situación no permite, ni mucho menos, descartar que los efectos del calentamiento global, hayan podido dejarse notar en los dos episodios de lluvias torrenciales sufridos con un mes escaso de diferencia. Pero una consulta a meteorólogos, geólogos y expertos en urbanismo, aporta un punto de vista que, sin dejar de lado la primera de las opciones, merece ser considerado en toda su extensión.

EL TÓPICO MEDITERRÁNEO

El clima mediterráneo, como es bien sabido, atiende a un patrón de enorme variabilidad. Veranos secos y calurosos se compensan por lo general con inviernos suaves, primaveras agradables y moderadamente lluviosas y entradas de otoño frescas con presencia de lluvias torrenciales.

Este tipo de clima, que no escapa a episodios de calor extremo y periodos prolongados de sequía pertinaz, así como tampoco a picos de frío intenso, tiene en el mar a su principal aliado como moderador. Pero es este mismo mar el que, ocasionalmente, acaba jugando auténticas malas pasadas sobre todo a las zonas litorales. El levante español, esto es, la Comunidad Valenciana y Cataluña, han sido testigos frecuentes de temporales y lluvias torrenciales que se presentan con extraordinaria regularidad con el cambio de temperaturas que se da en el adiós del verano y la bienvenida al otoño.

Atribuir al cambio climático global las últimas lluvias caídas no parecería, por tanto, demasiado riguroso. Máxime si se tienen en cuenta los registros pluviométricos acumulados, en algunos casos, desde hace un centenar de años. Un vistazo a esos registros pone de manifiesto que algo tan recurrente como la pluviometría media anual pierde sentido cuando se afina sobre territorios muy localizados. En efecto, de poco sirve una media anual cuando las lluvias se concentran en dos épocas del año o, como se está viendo ahora, una parte considerable de ellas cae en unas pocas horas.

En Castelldefels, Gavà y Viladecans, tres de las localidades más afectadas por los últimos aguaceros, las medias oscilan entre los 600 y los 900 litros de agua por metro cuadrado. En apenas 36 horas de diferencia, Castelldefels recibió más de 300 litros, mientras que otras localidades próximas superaron de largo los 200.

Las medias acaban por perder todo su sentido si se analiza la evolución de precipitaciones a lo largo del tiempo. Para Cataluña, los gráficos muestran una variabilidad extrema de un año para otro dibujando unos dientes de sierra que, en grandes números, podrían sugerir ciclos de sequía combinados ciclos de gran pluviosidad. Esta variabilidad extrema parece acentuarse a partir de los registros de la década de los cincuenta para acá. Dos explicaciones se dan a ello: podría tratarse en efecto de un incremento de la variabilidad, pero también una mejora en los sistemas de medición y registro.

En cualquier caso, lo que sí está claro es que la variabilidad existe, que obedece a una cierta -aunque también irregular- periodicidad y que las lluvias torrenciales, con mayor o menor intensidad, son una constante en este modelo climático. Si esto es así, la pregunta siguiente es: ¿Pueden prevenirse los episodios torrenciales? ¿Pueden limitarse los efectos de posibles inundaciones?

OROGRAFÍA PECULIAR

La respuesta a ambas preguntas tienen mucho que ver, más que con la intensidad de las lluvias, aunque también, con la orografía del lugar y con la planificación urbanística que se haya llevado a cabo con los años. La consideración de ambos factores puede ser clave para la prevención del riesgo.

Con respecto a la primera, los expertos han elaborado distintos modelos numéricos que permiten simular el comportamiento de masas nubosas y vientos húmedos cuando irrumpen en tierra firme. Los distintos modelos aportan simulaciones precisas que reproducen este comportamiento al encontrarse con barreras naturales cercanas al litoral. En el caso catalán, se trata de sierras litorales que, literalmente, actúan como un tobogán inverso que eleva vientos y nubes. Al colisionar con una masa fría en altura, se desencadenan lluvias que, ocasionalmente, pueden presentar registros similares a las monzónicas. Esto es, de entre 200 y 400 litros por metro cuadrado en un lapso cortísimo de tiempo, desde unas pocas horas a un par de días. Hay registros históricos que señalan, en este sentido, auténticos récord como los 8 litros por minuto (480 por hora) documentados hace años en esta misma zona litoral.

Esta misma orografía, en la que diversas sierras litorales situadas perpendicularmente a la dirección de masas húmedas actúan como primer detonante, son las que proponen su "solución natural" para el desagüe: torrentes y rieras que discurren secos la mayor parte del año o, incluso, en periodos de decenios. Estas rutas de desagüe conforman uno de los elementos más característicos del paisaje del monte litoral.

LA CIUDAD DIFUSA

La ocupación de rieras y torrentes ha sido, en Cataluña, una norma generalizada desde la década de los cincuenta. Los años de desarrollismo económico, en los sesenta, acentuaron una tendencia que no ha hecho más que consolidarse en los últimos años. Actualmente, se estima que el nivel de urbanización del suelo crece con picos que superan las cinco hectáreas diarias, algo así como cinco campos de fútbol por día.

Este nivel de crecimiento fue inicialmente importante en las áreas turísticas, donde se canalizaron rieras y se asfaltaron y urbanizaron zonas inundables. Pero donde está siendo más acusado es en el área metropolitana de Barcelona, ciudad a la que las dificultades orográficas limitan su crecimiento y que se ha ido extendiendo a lo largo de los últimos 20 años arañando metros a valles y cauces fluviales de las localidades próximas. El nivel de ocupación permite hablar de un modelo de ciudad difusa que crece radialmente dibujando una región metropolitana integrada por un centenar de municipios repartidos en varios anillos de influencia. Esta región está habitada por algo más de 4,2 millones de ciudadanos.

El gran problema, según los expertos en urbanismo, es que las decisiones sobre infraestructuras continúan tomándose de forma individualizada, de modo que lo que interesa a un municipio no se discute con el vecino.

A todo ello, hay que añadir trazados viarios que actúan como barrera puestos en funcionamiento sin requerimientos mínimos de impacto ambiental, y que no se han corregido con el paso de los años, y nuevos equipamientos y urbanizaciones solucionadas localmente pero no a escala regional. La combinación de factores ha llevado a que hoy haya zonas residenciales en antiguos deltas que, como es sabido, tienden a inundarse en época de lluvias. Eso, en definitiva, es lo que pasó en Castelldefels, justo en el delta del Llogregat donde antiguamente se cultivaba arroz. Un delta asfaltado, con barreras arquitectónicas por doquier y con infraestructuras de desagüe que prevén los periodos de retorno por debajo de límites máximos, acaba siendo esperable que se inunde.

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