Estos días de lluvia son una bendición para el campo, pero también para los lectores. Algunos estudios indican que se lee más en las zonas donde cae la lluvia con más frecuencia o donde hace frío. Por este motivo, proponemos la lectura de un cuento de una de nuestras jóvenes colaboradoras, que se va abriendo paso en este díficil y complicado mundo de la lectura. Pasen y lean. Pasen y comenten con ella lo que les sugiere este cuento.

                           Por Francisca Castillo Martín

El velo que cubría mis ojos cayó al suelo…ni por un momento había dejado de ver aquel miserable espectáculo de chabolas y niños sucios, deshidratados y escuálidos, esparcidos por doquier, solo que entonces, la cruda realidad se vino abajo ante mí como un golpe en el vientre y me dejé caer, derrengado, entre pestilentes charcos de fango y turbio vómito nauseabundo.

El dolor palpitaba salvajemente en mis sienes. Eché a correr por un laberinto de paredones verticales que se perdían entre las alturas de algún edificio en ruinas. Sentí un vahído de muerte a mis espaldas. Intenté subir a un montículo de residuos procedentes de una construcción inacabada. Todo a mi alrededor estaba destruido, como si una mano gigante hubiera derribado de un solo golpe los bloques del edificio, arrastrando consigo cientos de vidas humanas, junto con todos sus sueños, ilusiones y esperanzas…esperanza, que palabra tan irónica para todos aquellos que yacían bajo los escombros…

Desvié la mirada, incapaz, y vislumbre de nuevo las fogatas apagadas del poblado de casas de uralita. La cabeza dejó de darme vueltas, y por primera vez sentí el frío demoledor que se había aposentado en mis entrañas.

El viento levantaba pequeños remolinos de detritus. El esqueleto de un perro olfateaba las orillas del arroyo en busca de algún hueso fosilizado superviviente a la catástrofe.

Me refugié bajo el puente y eché la cabeza en uno de los pilares. Jamás había estado tan cerca de mí la verdad absoluta, y jamás la había dejado escapar de aquella manera tan cobarde…Pasó rozándome como la negra ala de un cuervo. Tuve miedo de mirar hacia abajo, pues pensé que las negras fauces de la tierra herida me arrastrarían consigo, llevándose al único testigo de su dolor de madre estigmatizada por tanta lucha inútil.

Un rayo sesgó verticalmente el cielo, que hasta ese momento había estado llorando por sus hijos muertos. Los pájaros de las tiniebla alzaron el vuelo en desbandada, presagiando la inminente destrucción del Universo. Una parte del negro tapiz cayó sobre la ciudad informe, cubriendo de silencio y oscuridad los tristes suspiros de las almas que iban desprendiéndose de los cuerpos sanguinolentos. Otra parte se perdió en el vacío infinito, y pude sentir claramente, mientras caían las estrellas y planetas en la nada envolvente, cómo el tiempo y el espacio iban ampliándose hasta cruzar el umbral de lo posible y desaparecer.

Cuando volví a sentir mis miembros como míos y no como parte del Cosmos derrumbado, me aferré con todas mis fuerzas al viejo puente inservible ya para los transeúntes. Con un último resquicio de valor, y consciente siempre de mi condición exclusiva de único ser viviente de -¿de dónde ya, si todo había sido engullido por la fuerza caprichosa que una vez dio vida a la oscuridad, en una explosión de luz?-, me asomé a la barandilla del puente. Miré hacia arriba, y en lugar de la gran cúpula celeste poblada de constelaciones, tan sólo vi un agujero negro por donde fluían grandes trozos de roca y polvo cósmico.

La nada. La noche eterna y silenciosa. La muerte. Como quiera que se llame, un puente de hierro y asfalto y un hombre insolente en su pequeñez ante tanta espantosa grandeza flotábamos en medio de la ausencia.

Mi problema no era ahora el derivado de la existencia, sino, contra toda lógica, el de la no existencia. Agarrado a la barandilla, maldije a todos aquellos que habían hecho de su vida y de la de los demás un infierno, provocando guerras y otros conflictos a los que no encontraba explicación.

La soledad me hizo desear con toda mi alma volver al momento previo a la explosión. Comprendí mi idiotez, mi insoportable levedad. Sentí la locura circular por mis venas. La náusea luchaba por escalar mi garganta. Miré hacia abajo. Un profundo océano de angustia arremetió contra mí con toda su ira. No pude reprimir un grito de horror al sentir desde la médula de mis huesos la incontinencia de su fuerza.

No pude dejar de gritar, por más que quisiera. El sonido aberrante continuaba deslizándose limpiamente por mi garganta descarnada. Todo esfuerzo por acallarlo era en vano. El pánico y el sinsentido se habían apoderado de mí, y yo no podía hacer nada por remediarlo. Grité y grité, hasta que el vacío y la soledad penetraron en mi mente. Grité hasta que me estallaron los tímpanos, y entonces fue cuando el dolor me ganó y me desvanecí entre negras oleadas de angustia.

Aun en sueños continuaba viendo rostros de cadáveres desplomados en las aceras. Cientos, miles, millones de ellos. Las cavernosas cuencas de sus ojos escrutaban mi cara a través del vacío iluminado por el resplandor de la explosión. Uno de ellos se arrastró trabajosamente hacia mí y me agarró con fuerza un tobillo. Quise echar a correr, pero mis pies estaban fijos en el suelo, inmovilizados por una inyección letal de terror. El cadáver alzó su rostro y clavó como dardos sus ojos vacuos en los míos llenos de asombro. No podía creerlo… ¡Me estaba contemplando a mí mismo! Me zafé como pude y continué corriendo hasta un precipicio.

Hasta aquí llegan mis recuerdos. Desperté bañado en sudor, en la única cama de la habitación de un hospital. Una mujer muy hermosa me miraba con el rostro crispado por la tensión. Al tratar de incorporarme, me encontré inmovilizado de cintura para abajo. Una máquina ventiladora estaba conectada a mí por una serie de tubos. Otra vigilaba mis constantes vitales. Me pregunté si aquello no sería sino el comienzo de otra larga pesadilla. Tan sólo sentía un inmenso dolor en los oídos y un infinito vacío en el pecho. Nada más.

Intenté recordar el accidente, el traslado al hospital, incluso traté de reconocer el bello rostro de la muchacha desconocida que me observaba entre alegre y desconcertada. Con gran esfuerzo, conseguí preguntarle:

-¿Qué ha pasado?

-El edificio en el que trabajabas se desplomó. Te golpeaste la cabeza y perdiste el conocimiento. Todos tus compañeros quedaron sepultados bajo los escombros, incluso algunos niños pequeños que hacían fogatas cerca de sus chabolas. Sólo te salvaste tú, y fue gracias a que gritabas que pude localizarte cerca de un precipicio, aferrado al viejo puente de hierro por el que ya no pasan los transeúntes, con la mirada perdida en el vacío infinito…De cualquier modo, fue una suerte el haberte hallado con vida, pues, poco después de aquel suceso, una gran explosión sacudió al universo entero…

Esta habitación de hospital, el viejo puente de hierro, tú y yo somos los únicos supervivientes de la tragedia….

-Pero al menos no estamos solos-le dije, animoso.-Desde ahora nos tendremos el uno al otro. Podemos considerarnos muy afortunados.

-Sí,-contestó con una cálida sonrisa.-Verdaderamente somos muy afortunados.

© 1996 De “Te cuento mi universo”. Todos los derechos reservados.

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8 comentarios

  1. no savemos xq no la vimos estamos tratando de bajarla x internet y no podemos,entonces llegamos a la conclucion q es una mierda byee!!!!

  2. El cuento la verdad me encantom es uno de los mejores cuentos y esta de re chupete chupeton, chupetudo,

  3. para mi el cuento no tiene nada de lo k yo kria saber pensaba k era aterrorizante pero no fue asi pienzo k todo esto es muy bueno pero por otro lado no tiene nada k ver con terror xk se llama EL GRITO DEL TERROR????
    no entiendo si no tiene nda k ver con eso bueno es todo lo k tengo k desir y creo k esta mal k ablen asi del cuento muy mal bueno bye

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