La humanidad del asesino en el cine de Juan Antonio Porto

Reseña de Marta García Sahagún: 

“Siempre me fascinó el mundo y la psicología del crimen, quizás porque yo sería incapaz de hacerlo, no lo sé”[1] —aseguraba el guionista y director Juan Antonio Porto cuando en noviembre de 1998 se le etiquetaba como uno de los mayores expertos en crímenes y asesinatos de España. Como él mismo afirmó en la entrevista, es probable que posea la colección de datos, libros y artículos relativos al tema más abundante y mejor documentada del país. Esta biblioteca sitúa a Porto como uno de los grandes conocedores y estudiosos del género, preocupado por explorar sus nuevas fronteras cinematográficas: “Por lo general, se ha estudiado el fenómeno desde el punto de vista de la víctima y muy pocas desde el punto de vista del miedo que el asesino puede sentir o sus motivaciones estructurales y no las coyunturales.”[2]. Así el guionista advierte sobre la injusta posición que ha ocupado la identidad del homicida en el cine, eclipsada casi siempre por la perspectiva de la víctima.

La psicología de los personajes en la gran pantalla ha ido ganando importancia con el paso del tiempo. En el cine contemporáneo el papel del “asesino” o “criminal” ha desarrollado una faceta más intimista que permite que el público se identifique con su comportamiento. Si en el cine clásico no se profundizaba tanto en el plano psicológico de los personajes, en el cine moderno surgieron nuevos temas que acentuaron su humanidad: la soledad, la incomunicación, el silencio, el tedio[3]… El cine contemporáneo ha proseguido con esta tendencia hasta tal punto que la propia interioridad del protagonista es, en ocasiones, el tema principal de la historia. Así sucede con la identidad, argumento de cada vez más películas estrenadas en el siglo XXI. Desde Cómo ser John Malkovich (Spike Jonze, 1999) a Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010), pasando por I’m not there (Todd Haynes, 2007) o Un hombre sin pasado (Aki Kaurismäki, 2002), la identidad se configura como un tema cada vez más frecuente en nuestros días. Al mismo tiempo, los personajes actuales muestran una faceta psicológica más humanizada que equipara los problemas de éstos a los del público que les observa, facilitado la empatía entre ambos. Incluso los héroes contemporáneos dejan entrever sus debilidades, miedos y vulnerabilidad. De este modo, el “batman” de Batman Begins (Christopher Nolan, 2005) se muestra como un ser atormentado lejano al de las anteriores adaptaciones dirigidas por Tim Burton y Joel Schumacher.

Vemos como la capacidad de adaptación de formas clásicas como el género de acción, el melodrama o la aventura, se combina con una mirada hacia las relaciones sociales y la identidad de los personajes que son fruto de esa posmodernidad descreída y que hacen del protagonista y por tanto del héroe un ser escindido, a medio camino entre la excelencia y la tensión psicológica.[4]

Así, la evolución psicológica de los personajes en la historia del cine ha desembocado en nuevos temas relacionados con el “yo” y en una construcción más compleja de los individuos. Inspirados por los procesos sociales producidos en la actualidad, la preocupación por la naturaleza de cada persona constituye ya un pilar fundamental en el cine. El narcisismo, como característica inequívoca de esta época, ha devuelto la mirada hacia el interior de los espectadores y obligado a redirigir las preguntas de la generalidad a la particularidad de cada uno.

Desde hace veinticinco o treinta años los desórdenes de tipo narcisistas constituyen la mayor parte de los trastornos psíquicos tratados por los terapeutas, mientras que las neurosis “clásicas” del siglo XIX, histerias, fobias, obsesiones, sobre las que el psicoanálisis tomó cuerpo, ya no representan la forma predominante de los síntomas.[5]

Es, como vemos, un tema candente en la sociedad de nuestros días, por lo que también lo será para el cine. Éste se vuelve más introspectivo, y toma como referentes las películas de las décadas inmediatamente anteriores que poco a poco han ido incluyendo este plano psicológico en sus personajes.

 

El bosque del lobo: empatizar con un lobishome

Juan Antonio Porto es uno de esos profesionales del cine que se preocuparon por dotar a sus protagonistas de un trasfondo psicológico. En concreto lo utilizó en la construcción de sus “criminales”, elaborando guiones para películas de suspense, intriga o terror. Porto nos muestra las debilidades de estos personajes, sus preocupaciones e, incluso, su humanidad. Impregna a estos outsiders con esa carga psicológica que más tarde se haría imprescindible para cualquier film de suspense.

En El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970) Porto nos narra la historia, inspirada en hechos reales, del buhonero gallego Benito Freire –nombre que esconde el del verdadero Manuel Blanco Romasanta—, que mató a sus víctimas creyéndose un lobishome. El guionista presenta a un protagonista que duda entre aceptar su naturaleza homicida u ocultarla para no sufrir la incomprensión de los demás. La alteridad es conformada por el resto de personajes, los socialmente aceptados, los “buenos”. Pero Porto también se encarga de que el comportamiento de éstos no sea del todo ejemplar. El tío de Babucha antepone sus cuidados a la felicidad de la joven; y Don Nicolás, su enamorado, tiene mujer e hijos a los que engaña con las cartas que le escribe a la chica.

Desde las primeras imágenes de la película ya podemos intuir el carácter del joven lobishome. En ellas observamos los tres ejes imprescindibles que configuran la personalidad de Benito: la superstición –la religión—, el sufrimiento –la culpa— y el deseo –el asesinato—. La primera vez que se nos muestra al protagonista, de niño, se encuentra rezando con su familia alrededor de una mesa. Unos amigos le llaman desde el otro lado de la ventana animándole para que se una a ellos.

Benito accede, pues en el siguiente plano se los ve a los tres amigos gateando por el campo para fisgar en un corral vecino. Allí, un grupo de campesinos torturan a un caballo. Sus compañeros de andanzas, al ver cómo sufre el chico mirando esas imágenes, le empujan hacia el escenario donde se están produciendo los acontecimientos para que sea descubierto.

Uno de los campesinos, al ver que el chico había estado espiando, se acerca y le pega en la cara. Benito huye por el campo, tropezando y cayendo al suelo. En un primer plano observamos cómo se acerca la mano al corte de la boca para tocarse la herida y, a continuación, mira su dedo ensangrentado detenidamente. Un instante después Benito se lo mete en la boca. Sus ojos se cierran con fuerza para saborear su sangre. Poco a poco levanta la cabeza y mira directamente a cámara. Algo ha cambiado en la mirada del niño. Comprendemos que el instinto asesino ya ha aflorado en él. A partir de entonces Benito tendrá que luchar entre su humanidad y su deseo homicida, es decir entre el “hombre” y el “lobo” que conviven en el mismo cuerpo.

Las motivaciones y preocupaciones de Benito irán acercándonos al sufrimiento que el personaje siente debido a su condición de asesino. La superstición también entrará en escena. Las habladurías de los campesinos sobre la existencia de los lobishome le empujarán a creer que él es uno de ellos y a sufrir una autocensura contra su propia naturaleza que desaparece en los momentos en los que le es imposible reprimirse y termina perdiendo el control. El miedo a ser descubierto aumenta. Esta sensación es compartida con el público,  que empatiza con Benito. Ése es el logro de Juan Antonio Porto, que mantiene nuestro punto de vista junto con el del propio Benito, y no junto con el de la víctima. De hecho, que miremos con los ojos de Benito hace que éste sea considerado un personaje protagonista y no uno antagonista, como bien hubiera sucedido en el relato clásico. Estamos en el mismo bando que él. Nos sucede lo que Jean Mitry expondría en su ensayo “Estética y psicología del cine. 2. Las formas” sobre la necesidad de empatizar con los personajes: “Tenemos miedo porque ellos lo tienen: una especie de resonancia hace vibrar en nosotros la emoción misma que vemos en ellos. Nuestra emoción es una emoción simpática[6]. Y en este caso, Porto logra que esa simpatía de la que habla Mitry la ejercemos hacia la figura de Benito, más allá de que sepamos que es un asesino.

Aunque esta práctica nos pueda parecer poco llamativa a día de hoy, en 1970, la época en la que se realizó la película, no era tan común. Recorrer el metraje a manos de un asesino es un ejercicio propio del cine contemporáneo. Los ejemplos más llamativos los encontramos en el Patrick Bateman de American Psycho (Mary Harron, 2000) o en la Aileen Wuormos de Monster (Patti Jenkins, 2003). Comprendemos sus motivaciones y los redimimos instantáneamente o les juzgamos para darnos cuenta finalmente de que, al compartir la misma perspectiva sobre los hechos, acabamos deseando que se salgan con la suya. Y es que en nuestra época “aparece una clase nueva de criminal que hace de la insistencia su ley: el asesino en serie”[7]. Encontramos referentes anteriores en películas como El fotógrafo del pánico (Michael Powell, 1960) o en Psicosis (1960) o Frenesí (1972), ambas de Alfred Hitchcock. Pero el trato contemporáneo de estos personajes les da un espectro psicológico más amplio y un plus de violencia que refleja lo que las pantallas nos muestran a diario sin necesidad de ser ficción, como apuntan Gilles Lipovetsky y Jean Serroy: “si el mundo actual contiene mucha violencia, más todavía contiene el cine, que la incorpora por exceso a su propio lenguaje”[8]. Esto es algo de lo que Juan Antonio Porto habría querido huir cuando en la entrevista de 1998 –de la que hablábamos al principio— tachaba de sangrientas las películas que habían intentado ofrecer el punto de vista del asesino: “Cuando así se ha intentado hacer la película más bien parecía una apología del asesinato con sangre a manga riega”[9].

Hoy en día, en cambio, la integración entre violencia y psicología del personaje es completa. Forma parte del discurso sobre el exceso que Lipovetski y Serroy exponían en su libro “La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna”:

De la era del vacío hemos pasado a la era de la saturación, de la demasía, de lo superlativo en todo. Así como la sociedad hipermoderna se distingue por una proliferación de fenómenos hiperbólicos (bursátiles y digitales, urbanos y artísticos, biotecnológicos y consumistas), así el hipercine se caracteriza por una huida hacia delante supermultiplicada, una escala de todos los elementos que componen su universo.[10]

El exceso impregna también la construcción de los personajes, dotados de todas las características superficiales y psicológicas posibles hasta convertirlos en genuinamente singulares. Los asesinos en el cine se terminan justificando por la propia sociedad desequilibrada en la que vivimos: “La expresión de lo extremo tiende a alejarse del juicio moral en beneficio de la crítica social de una época que ya de por sí misma es patológica y extrema”[11]. Juzgar ahora es más difícil, pues en parte sentimos que la sociedad tiene siempre algo de responsabilidad. Éste es uno de los factores en los que Benito se escuda indirectamente. Es algo que oye y que le ayuda a justificar su comportamiento. Las historias que se cuentan en el pueblo sobre los lobishomes actúan como explicación casera a su naturaleza. En este caso, los cantares de ciego y el boca a boca actúan como la “pantalla global” del título de Lipovetski y Serroy, como espejo hacia un mundo de información que comunica, de pueblo a pueblo, toda clase de leyenda y superstición propia de la cultura popular. Del mismo modo que en la “pantalla global” la relación entre las pantallas y la sociedad es bidireccional, la existente entre Benito y estos cantares —y rumores— también lo es, ya que al principio influyen en el buhonero para que se crea un lobishome para más tarde convertirle en el protagonista de estas historias.

Irónicamente Benito es capturado cuando, como un animal, es atrapado por un cepo. El grupo de cazadores le rodea. El párroco le acerca una cruz que besa desesperadamente. No sabemos si estamos ante un animal o un hombre, pues tiene gestos de ambos: su lado salvaje le ata al cepo mientras su religiosidad se manifiesta como algo exclusivamente humano.

Finalmente le llevan atado por el campo, como un animal. El público, que ha comprendido el sufrimiento de Benito durante el metraje, no puede sentir sino pena por su suerte. La empatía sentida hacia el protagonista, aún bajo su condición de “asesino”, ya es total.

Beltenebros y la culpa del héroe postmoderno

“Vine a Madrid a matar a un hombre a quien no había visto nunca, todo lo que ocurrió después fue como el doloroso y agitado despertar de una conciencia y un cuerpo que durante años habían estado heridos, olvidados o, simplemente, muertos.”  Con esta frase comienza Beltenebros (Pilar Miró, 1991), un film de suspense cuyo guion, firmado por Juan Antonio Porto, Mario Camus y Pilar Miró, se basa en la novela homónima que Antonio Muñoz Molina escribió en 1989. Beltenebros narra la historia de Darman, un militante del partido comunista a quien mandan a Madrid para matar a un “traidor”. A medida que avanza la trama averiguamos que años atrás había viajado también a la capital española en una misión similar que concluyó con éxito.

Los años pasan y la ferviente militancia inicial en el partido evoluciona hacia la inevitable y postmoderna crisis ideológica. Surge el desencanto, y con ello, las dudas sobre su anterior comportamiento como asesino bajo las órdenes del partido. Preguntas que no se hubiera hecho años antes golpean la conciencia de Darman, entre ellas, la probable inocencia del hombre que mató en Madrid.

Podríamos decir que el hombre postmoderno había empezado a aflorar en el hombre moderno, saturado de ideología, de racionalismo a corto plazo, que había sido hasta entonces[12]

Callado, su personalidad se ve reflejada en sus comportamientos. Podemos intuir que no está orgulloso de su pasado cuando nada más conocer al joven Luque éste le llama “capitán”, e inmediatamente es corregido por Darman: “No me llame capitán”. Lo que pudiera interpretarse como un símbolo de humildad es en verdad un sentimiento de culpa enmascarado. No se siente digno de tal graduación, pues sus actos no le enorgullecen.

El personaje de Darman deja entrever que durante los años que separan ambas misiones, el sentimiento de responsabilidad ha ido creciendo a medida que aumentaban sus dudas sobre la honorabilidad e ideología del partido. Cuanta menos confianza en el partido existe, más se tiene que enfrentar a su “yo”. Los crímenes en nombre de la organización no pesan tanto cuando la causa aún es defendible, pero cuando la fe se ha desvanecido solo queda el rastro de actuaciones viles y vergonzosas. Entonces quien asesina no es el partido, sino él mismo. Las tornas cambian, comienza a sentirse no como el idealista que era, sino como un asesino.

El hecho de adherirse a una ideología provoca que se pierda parte del “yo” individual a favor de compartir unos ideales que alejan al sujeto de la soledad de la incomprensión. Pero siempre queda un antagonismo básico entre el individuo y la entidad, el ansia de liberarse de la dependencia y volver a ser libre, para luego volver a unirse a otro ente o persona y no sentir de nuevo el aislamiento de la soledad[13]. Darman carga con el peso que le otorga dejar de creer en la organización, que le convierte en culpable de sus actos pasados, y eso le da libertad para volverse a unir a otra causa, como es cuidar de Rebeca Osorio, la amante del supuesto traidor, de la que se termina enamorando.

Esa dura lucha con la culpa, recién ahora admitida, constituye un núcleo psicológico fundamental, donde es posible localizar una de las raíces del cambio interior experimentado por Darman. Es indicio de un rescoldo de sensibilidad, nunca apagado del todo a pesar de su esfuerzo, que se reavivó al contacto con el desencanto (si es que no lo motivó) y fue consumiendo de a poco las defensas del personaje. Sin ese núcleo de elemental humanidad no sería creíble la transformación de Darman.[14]

Las revelaciones que se van sucediendo liberan al protagonista del “yo” que tenía enterrado. Aquel constituido por “la conciencia y el cuerpo” a las que hace referencia la frase inicial de la película y que le conducen a la anagnórisis final. Incluso podemos interpretar, en una segunda lectura, que el hombre al que realmente ha ido Darman a matar a Madrid es la persona que él había sido hasta entonces —el idealista, el que confiaba ciegamente en la organización, el asesino— para dar paso a un nuevo sujeto libre de antiguas ataduras.

Los guionistas –y previamente Muñoz Molina— se encargaron de introducirnos en la historia a manos de Darman y de darnos las suficientes explicaciones sobre él como para no juzgarle. La dimensión psicológica del protagonista es parte fundamental de la película, y hace que se convierta de asesino a héroe postmoderno a través de la narración. Su seriedad y mente fría frente a su humanidad y desencanto le definen como un personaje con aristas contrapuestas alejado de estereotipos. Un modelo que capta la atención del espectador por sus matices antagónicos: “La dimensión significa contradicción: ya sea dentro del personaje o entre su caracterización y su verdadera personalidad. (…) Las dimensiones fascinan; las contradicciones en la naturaleza o en el comportamiento cautivan la concentración del público”[15].

Juan Antonio Porto dota a sus personajes de características contrarias que enriquecen su comprensión. Son homicidas pero también víctimas, salvajes y fríos pero, sobre todo, profundamente humanos. Puede que debido a esto la mayoría de sus guiones sean adaptaciones literarias, ya que en la novela se plasma mejor la interioridad de los personajes. La primera persona en Beltenebros aproxima nuestra mirada a la de Darman, tal como sucede en la película. Su mirada es la nuestra, por lo que su sufrimiento lo es también.

Porto logra involucrarnos en el universo personal del homicida, compartiendo sus dudas y miedos para entenderle mejor. La lectura que hace de ellos va más allá de considerarlos “buenos” o “malos”, porque son “personas”, como cualquiera de nosotros. Los sentimientos humanos de estos personajes terminan por apiadarnos, y antes de que nos demos cuenta ya hemos perdonado sus faltas. Porque estar en un bando u otro ya no depende tanto de valores morales como de factores meramente emocionales. Lo que influye es si nos sentimos más cercanos a los sentimientos del asesino o de la víctima, y por ello la decisión sobre dónde se situará el punto de vista de la narración es concluyente. El proceso de identificación será el que nos sitúe en un lugar u otro, por lo que no es de extrañar que nos encontremos sentados en una butaca ansiando que asesino, que es con el que hemos empatizado, se salga con la suya. Aunque eso nos haga a nosotros algo menos correctos, y a ellos un poco más humanos.

 

 

Bibliografía

Almazán, Víctor Manuel y Jiménez, Miguel Ángel. “La documentación en el guion cinematográfico” en Cuadernos Documentación Multimedia (www.ucm.es).

Fromm, Eric (2006). El miedo a la libertad. Barcelona: Paidós.

González Requena, Jesús (2006). Clásico, manierista, postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood. Valladolid: Castilla Ediciones.

Lasch, Christopher (1979). The Culture of Narcissisim. Nueva York: ed. Warner Books.

Lipovetsky, Gilles (2003). La era del vacío. Barcelona: Anagrama,

Lipovetsky, Gilles y Serroy, Jean (2010). La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada. Barcelona: Anagrama.

— (2009). La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna. Barcelona: Anagrama.

Martínez, Gustavo (2005). “Duplicidad, duplicación y desdoblamiento en Beltenebros  de A. Muñoz Molina”, en Espectáculos. Revista de estudios literarios, núm. 29. Universidad Complutense de Madrid:

http://www.ucm.es/info/especulo/numero29/duplicid.html

Mckee, Robert (2011). El guion. Story. Sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones. Barcelona: Alba Minus.

Mitry, Jean (2002). Estética y psicología del cine. Vol. 2. Madrid: Siglo XXI.

Modelo González, Edisa y Cuadrado Alvarado, Alfonso (2013). “Visiones contemporáneas del héroe”. En Área Abierta, vol. 34, nº 1. Marzo.

Muñoz Molina, Antonio (1989).  Beltenebros. Barcelona: Seix Barral.

 

Marta García Sahagún, julio 2014.
(Este texto se basa en el capítulo «La Humanidad del asesino en el cine de Juan Antonio Porto», publicado en el libro Juan Antonio Porto, un guionista en la universidad. Madrid, Fragua, 2014).

[1] Almazán, V. M. y Jiménez, M. A. “La documentación en el guion cinematográfico” en Cuadernos Documentación Multimedia:

http://pendientedemigracion.ucm.es/info/multidoc/multidoc/revista/num8/anexo/documen.htm

[2] Ibid.

[3] Lipovetsky, G. y Serroy, J. La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna, p.47.

[4] Mondelo González, E. y Cuadrado Alvarado, A. (2013), “Visiones contemporáneas del héroe” en la revista Área Abierta, vol. 34, nº 1.

[5] Lipovetsky, G. La era del vacío. Anagrama, Barcelona, 2003, p.75-76.

[6] Mitry, J. Estética y psicología del cine, vol. 2 p.72.

[7] Lipovetsky, G. y Serroy, J. op.cit, p.89.

[8] Íbid.

[9] Almazán, V. M. y Jiménez, M. A. op.cit.

[10] Lipovetsky, G. y Serroy, J. op.cit, p.73.

[11] Ibid. p.84.

[12] Martínez, G. “Duplicidad, duplicación y desdoblamiento en Beltenebros  de A. Muñoz Molina” en Espectáculos. Revista de estudios literarios, nº 29, 2005, Universidad Complutense de Madrid: http://www.ucm.es/info/especulo/numero29/duplicid.html

[13] Fromm, E. El miedo a la libertad.

[14] Martínez, G. op.cit: http://www.ucm.es/info/especulo/numero29/duplicid.html

[15] McKee, R. El guion. Story. Sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones.

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