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Autor
Alicia Durán (Instituto de Cerámica y Vidrio - CSIC)

Investigación militar y responsabilidad de los científicos

La prensa española se hizo eco de la noticia: <a href="https://www.elmundo.es/universidad/2004/11/10/campus/1100107099.html" target="_blank">España</a> el segundo país del mundo en porcentaje de Producto Interior Bruto (PIB) dedicado a investigación militar. La reacción de más de <a href="https://www.elmundo.es/elmundo/2004/11/10/solidaridad/1100107594.html" target="_blank">1200 investigadores</a> reclamaba un freno a estas inversiones. Un tema controvertido y que se aborda desde distintas opciones.
Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, decía después de Hiroshima: el científico ha trabado conocimiento con el pecado, ha perdido la inocencia. Como en aquellos lejanos años de plomo de la guerra fría, los nuevos peligros que amenazan la supervivencia del planeta y la desestabilización sistemática de regiones enteras vuelven a poner en el centro de la discusión el tema de la responsabilidad de los científicos.

Para los humanistas la ciencia no es más que un medio, amoral en sí mismo; del poder que genera el conocimiento y la capacidad de actuar sobre el medio, se deriva una responsabilidad individual, que el científico humanista resuelve en términos de elección personal, de abstencionismo o no participación en los proyectos que considera contradictorios con su particular moral o filosofía.

El cientificismo defiende que la actividad científica es "pura, objetiva y neutral", postulado que garantiza la ausencia de responsabilidad individual de los científicos y una separación total entre el terreno de la ciencia y los de la cultura y la moral: los científicos son sólo responsables de la ciencia en sí misma y los tecnólogos y políticos de sus aplicaciones. Se plantea una separación formal entre la adquisición y la aplicación de los conocimientos científicos.

Para la actitud crítica, la actividad científica es una actividad humana más y no puede disociarse de la cultura ni de la sociedad en la cual se desarrolla. La ciencia es una fuente de poder y la responsabilidad de sus aplicaciones incumbe tanto al científico como a la sociedad. Esta línea crítica tiene su arranque claro en el período de entreguerras, en torno a la figura del cristalógrafo J. D. Bernal y de biólogos como Needham y Haldane, que teorizan el concepto de responsabilidad de los trabajadores científicos y lo llevan a la práctica a través de organizaciones pioneras como la World Federation of Scientific Workers.

La resolución de la guerra mediante la aplicación directa del poder atómico tiene su continuación en la guerra fría, en la cual se consagra el modelo militar como eje de la actividad científica y motor de su desarrollo en los dos bloques en que se dividía el mundo. Con más o menos éxito, los científicos críticos han actuado en múltiples frentes, intentado introducir el tema de la objeción activa con el fin de frenar la enloquecida carrera de armamentos. A partir de la actitud decidida de los científicos norteamericanos del Bulletin of Atomic Scientists en los años 40, el llamamiento Russel-Einstein de 1957 y la creación del movimiento Pugwash, se reclama y se consigue en 1974 la aprobación por las Naciones Unidas del Estatuto de los Trabajadores Científicos, donde se recogen los derechos de información y decisión de los científicos sobre el alcance y aplicaciones de sus trabajos.

La guerra de Vietnam constituyó un nuevo revulsivo en la conciencia de la ciencia norteamericana: a la eliminación masiva de población civil se sumaba ahora la destrucción sistemática del medio ambiente. Las asociaciones de científicos, incluso las más conservadoras, se integraron en el intenso proceso de protesta civil. Hoy, cuando el agente Naranja inunda Faluya, junto a miles de bombas "inteligentes" que intentan borrar del mapa una ciudad entera, muchos nos preguntamos dónde está aquella protesta civil y dónde las voces de los científicos norteamericanos o ingleses.

Pero tal vez el ejemplo más claro y efectivo de objeción activa contra la investigación militar sea el de los científicos japoneses. Las secuelas del autoritarismo y la destrucción de su pueblo estuvieron en el origen de su decisión colectiva, al final de la guerra, de no volver a trabajar jamás para ningún tipo de aplicación militar, amparados por la constitución impuesta por los vencedores. En varias ocasiones a lo largo de los años 60 y 70, y más claramente en 1985 con la Iniciativa de Defensa Estratégica de Reagan, las tentaciones del gobierno nipón de replantearse el tema de la investigación militar fueron abortadas por la oposición unánime de los científicos y de sus sindicatos en los principales centros de investigación del país.

Recién iniciado el siglo, tras el hundimiento del bloque de estados que hegemonizaba la URSS y la desaparición del peligro nuclear inminente, la polémica sobre la responsabilidad social de los científicos adquiere una nueva dimensión. Los problemas han cambiado, el peligro de colapso nuclear se ha alejado, pero otras amenazas muy concretas afectan a la propia supervivencia del planeta. Hace 50 años fue la lucha por la paz; hoy se suman otros desafíos: la conservación de la biodiversidad de los ecosistemas, el respeto a la diferencia y a la imperfección, la conservación y protección del planeta para las generaciones venideras.

La magnitud de los problemas impone que la discusión sobre la ética de los fines, la ética de los medios y la ética de las consecuencias del trabajo científico se sitúe más allá de lo individual. Y en ese sentido es necesario reeditar la llamada a la responsabilidad colectiva de los trabajadores de la ciencia.

Hans Jonas, el filósofo contemporáneo que con más vigor ha impulsado la idea de una ética de la responsabilidad, plantea esta responsabilidad como el lado ético del poder causal humano: la responsabilidad es función del poder y del saber (Jonas, 1979). Al aumentar nuestro poder causal y al aumentar nuestro poder de previsión, también aumenta nuestra responsabilidad. El filósofo llama la atención sobre las promesas y peligros de la técnica moderna y afirma que no hay sustrato ético capaz de discernir entre lo bueno y lo malo de esta nueva sociedad. En cierto modo, como afirma Paco Fernández Buey, Jonas vuelve a proponer los versos de Hölderlin: lo que puede servirnos de guía es el propio peligro que prevemos (Fernández Buey, 2000).

Pero Jonas plantea también un segundo sentido, más sustancial, de responsabilidad: una responsabilidad orientada al futuro. En un mundo tan complejo, donde no todas las consecuencias eventuales pueden preverse, debemos actuar previendo lo imprevisible. De esta noción pueden derivarse el principio de precaución y la ética de la responsabilidad. No se trata sólo de dar cuentas de nuestros actos sino de la responsabilidad de lo por hacer, de lo futuro: una situación que reclama la actuación activa para preservar lo esencial y atender al ideal de solidaridad entre generaciones (Riechmann, 1997).

Principio de precaución, ética de la responsabilidad y responsabilidad colectiva de los trabajadores de la ciencia. Estos son los términos del debate y el nudo de la cuestión que hoy afecta a ramas enteras de la ciencia, desde la biotecnología a las tecnologías de la información, pero que tiene como núcleo duro la investigación en temas militares.

Hoy un tema en el centro del debate español por múltiples cuestiones: por la continuada preponderancia de lo militar en los PGE dedicados a I+D, por las primeras promesas incumplidas de un Gobierno que avivó las esperanzas de un cambio. El debate es hoy más necesario que nunca como necesario es contestar a las múltiples preguntas que planean sobre los temas de investigación militar: ¿existe investigación militar en España?, ¿cuánto se gasta en esta investigación?, ¿cómo se justifica este gasto?, ¿hay transferencia real entre investigación militar y sociedad civil?, ¿cuál es la productividad real de la investigación militar?, ¿cuál es la posición de la universidad frente a este tipo de investigación? El debate es apasionante y está abierto.

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