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Autor
Xavier Pujol Gebellí

Un robot en el salón

La Inteligencia Artificial ha entrado de lleno en el disparadero. Cansada de esfuerzos que llevan aparentemente a callejones sin salida, la industria japonesa del sector ha decidido variar el rumbo. El objetivo es ahora invertir en integración y sacar beneficios fáciles con los que llenar el arca de futuras y más ambiciosas investigaciones.
Hace poco más de año y medio, Occidente amaneció con una noticia que dejó perplejo a más de uno. En el mercado japonés, según anunciaban notas de agencia, podía encontrarse un perrito de aspecto simpático, aunque de naturaleza mecánica, cuyo destino natural eran los más pequeños habitantes de los hogares. El compañero de juegos ideal, rezaba la información. Del animal mecánico, o mejor electrónico, se supo que era un robot con funciones mínimas activado a partir de técnicas de inteligencia artificial. Respondía al nombre de Aibo y su fabricante, al de la todopoderosa Sony. La firma japonesa ha vendido más de 100.000 ejemplares de su perro-robot, a un precio aproximado de 300.000 pesetas la unidad, y anuncia para muy pronto la salida de una segunda generación.

¿Qué tiene de particular ese peculiar animal de compañía? Pues ni más ni menos que lo mismo que hay tras el pez-robot que la también japonesa Takara acaba de poner en circulación o del robot Asimo, de aspecto humanoide, que Honda pretende sacar al mercado en breve. Todos ellos son muestras del cambio de tendencia que ha efectuado en estos últimos años la investigación en inteligencia artificial y que ha encontrado dos aliados poderosos. Uno, ya esperado, en el mundo de la robótica. El otro, un tanto sorprendente, en el emergente sector del juguete electrónico.

Detrás de lo que en apariencia son juguetes más o menos sofisticados, no obstante, se esconde un complejo sistema de transferencia tecnológica además de una no menos importante estrategia de innovación y desarrollo en la que las empresas japonesas marcan la pauta. En esa estrategia se suman enfoques novedosos de la Inteligencia Artificial y los ya más clásicos de desarrollo robótico aplicados al sector ocio.

EL FACTOR INTEGRACION

Lo más sobresaliente del fenómeno Aibo, o de los juguetes robot en general, ha sido la capacidad de trasladar a un objeto de uso cotidiano principios que reflejan las tendencias en investigación. En este caso, la lenta pero progresiva transformación de elementos clásicos de la IA, nacidos en su gran mayoría en la década de los sesenta, y que evolucionaron prácticamente cada uno por su cuenta hasta llegar a nuestros días. Entre ellos, la capacidad de cálculo aplicada al juego del ajedrez, la síntesis de voz, la visión artificial o el control mecánico.

Cada una de estas ramas, aupadas con el espectacular desarrollo informático de los tres últimos decenios, han consolidado productos y aplicaciones de innegable interés económico e industrial. Pero con funcionalidades casi únicas. Como suele decir con cierta sorna Luc Steels, director del Laboratorio de Inteligencia Artificial de la Universidad Libre de Bruselas, y al alimón director de Sony Computer Science: de poco sirve un robot que sólo juegue al ajedrez. Puede ser extraordinariamente eficiente en el juego, añade a modo de coletilla, pero hoy por hoy tampoco juega como lo haría un ser humano.

Lo mismo ocurre con otras muchas aplicaciones y desarrollos de la IA: pueden llegar a conseguir una alta eficiencia para lo que fueron previstas pero suelen carecer de margen de maniobra. Como consecuencia, su puesta a punto es casi única, con lo que se incrementan notablemente los costes de desarrollo.

La industria japonesa, aunque no es ni mucho menos la única, está tratando de dar la vuelta al calcetín. La tendencia ahora es regresar a los orígenes y tomar la inteligencia artificial como un todo en el que términos como la capacidad de autoaprendizaje y comprensión general del mundo son premisas fundamentales para cualquier nuevo proyecto de investigación.

Un robot debe ser capaz de interactuar con el mundo real. Esta es la máxima que impera en Japón y que poco a poco ha empezado a calar en Europa y Estados Unidos. La expresión se acompaña de otras citas. Una de ellas, a modo de pregunta, da mayor sentido si cabe a la primera: ¿De qué sirve un cuerpo sin cerebro? Se llega así al final del camino, ambicioso pero coherente: integrar en un solo objeto los conocimientos adquiridos a lo largo de cuatro décadas como método para reinventar aplicaciones diversas.

Los primeros desarrollos surgidos del nuevo enfoque son un tanto peregrinos y hasta cierto punto superficiales, pero tienen su mérito. Aibo, Asimo o cualquier otro robot animaloide o humanoide tienen capacidades muy limitadas pero son capaces de interactuar mínimamente con su entorno. Responden a órdenes complejas, identifican voces y expresiones, reflejan sentimientos primarios como alegría y tristeza y están dotados de cierta capacidad de aprendizaje.

Para los expertos se trata de algo similar a lo que sucede con los humanos, en general capaces de aprender gracias a los estímulos de ida y vuelta de nuestro entorno. Esto es precisamente lo que se busca en las nuevas generaciones de robots. Al integrar visión artificial con sensores de equilibrio, de temperatura o de respuesta a estímulos ambientales, además de otros más mecánicos como la locomoción o la capacidad de tocar y coger objetos, se obtiene una imagen mucho más real del mundo y, como consecuencia, se amplían las posibilidades de interacción entre el robot y su entorno. No sólo eso. Como se ha visto en experimentos recientes, abre la puerta a que robots introducidos en ambientes hostiles puedan desarrollar mecanismos de comunicación que pueden llegar a traducirse, incluso, en algo así como un lenguaje propio. De la misma forma, la reformulación de técnicas para el análisis de escenas, como se ha visto en experimentos recientes en Alemania, pueden desembocar en sistemas capaces de tomar decisiones en función de alteraciones de ese entorno.

El futuro dirá. Nadie cree por el momento que robosapiens, el humanoide que describen técnicos del MIT como el próximo paso en la línea evolutiva, vaya a ser una realidad inmediata. Pero pocos de los que actualmente están en este campo dudan que en medio siglo las máquinas que metamos en casa sean lo suficientemente inteligentes como para ser consideradas simples accesorios. Por el contrario, hay quien cree que los futuros robots serán compañeros ideales en el salón.

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