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ABNEGACIÓN O INTERÉS
Enseñantes, jueces o policías ejercen desde una presupuesta adhesión al compromiso, desde una supuesta satisfacción por el cumplimiento del deber que la sociedad les ha encomendado. Lo hacen con interés (y desinterés), dedicación, generosidad. Los sanitarios también, con denuedo y vocación. O eso nos gusta pensar, aunque sepamos que no tiene por qué ser así.
Ya hablamos otra vez sobre la innecesaria y contingente vocacionalidad en las profesiones sanitarias. Estos días pensábamos sobre la dedicación de los empleados de servicios públicos. Sobre todo, cuando además pertenecen a funcionariado o cualquier otra figura que suponga un trabajo estable, seguro y más o menos dignamente pagado. Que cada cual asigne un valor a lo que es digno, que seguro que hay diversidad.
En todos esos empleos, profesores, magistrados, policías o sanitarios, hay una carrera profesional. Es decir, hay cambios en formación, experiencia, ventajas sociales o salario. Pueden tener un carácter progresivo y escalonado, asociado a consecución de metas, méritos o a la simple antigüedad. Habitualmente no hay reversión de los niveles de carrera alcanzados, no hay degradación ni pérdida de derechos, tampoco en las retribuciones asociadas a esos niveles.
Los profesionales de distintos ámbitos y disciplinas, entre ellos todas las sanitarias, asumen un papel de aprendices continuos, estudiantes perpétuos, necesitados de incorporar los saberes, habilidades, avances o descubrimientos que normalmente contituyen o acontecen en su profesión. De nuevo, nos gustaría creer que así es, aunque no estamos convencidos. La experiencia es tozuda y engañosa y nos lleva a pensar que la irreversibilidad de las carreras, la estabilidad y la correlación de los niveles logrados con mejoras retributibas puenden hacer flaquear una dedicación abnegada al servicio público.
Creemos lícito plantearse esta cuestión, sobre todo cuando muchos profesionales atraviesan el umbral de una determinada edad, en la que pueden haber logrado los niveles últimos que la carrera ofrece. Supone, quizá en el momento de haber acumulado mucha experiencia, la carencia de incentivos para continuar formándose, impulsar o unirse a proyectos, proponer iniciativas. Se puede alegar que no debe ser así, que existen unos deberes éticos y deontológicos, unos compromisos inherentes al cargo. Pero las percepciones, las emociones, las motivaciones son procesos psicológicos veleidosos, que pueden sugerir caminos distintos a los preceptivos.
Caer en cierta displicencia, indolencia o falta de entusiasmo es un riesgo que corremos por muchos motivos. Y uno de ellos puede ser la falta de incentivos. Cuando los logros se han culminado, cuando no hay posibilidad de conseguir más ni de perder lo conseguido, es más fácil que el interés en hacer, proponer, cambiar, incorporar, iniciar, todos verbos de acción, decaiga. No nos fustiguemos, no seamos muy duros con nosotros mismos. Pero tampoco seamos autocomplacientes. Quizá hay que recordar que somos servidores de lo público, que el ciudadano nos precisa y que es nuestra obligación profesional y moral hacerlo lo mejor posible. O, al menos, intentarlo.