La publicación científica
Desde una atalaya próxima a la universidad, pero fuera de ella, puedo comentar el desarrollo reciente (en términos de la historia de la misma, que dura ya 2.400 años) de la carrera docente.
Es bueno que esta carrera se mida en términos de productividad científica, pero es malo que solo en estos términos, pues los objetivos de la universidad son tres, completamente entrelazados: Generar, conservar y transmitir el conocimiento.
Ahora, la medida del conocimiento y de la productividad científica de las personas puede hacerse de dos maneras, ambas con sus defectos. Una, mediante un tribunal que, por interacción directa con ellas, evalúe su capacidad de hacer ciencia. Otra, mediante una colección de artículos publicados en revistas de prestigio, publicación autorizada por lo que se llaman “pares” (“peer reviews”).
Ambas formas tienen sus defectos. La primera es que depende de la impresión que los candidatos obren en los tribunales. Es un riesgo.
Pero hoy quiero hablar del segundo procedimiento: La acumulación de publicaciones. Con el crecimiento desorbitado de universidades y candidatos a la docencia, las revistas científicas reciben números crecientes de artículos, en una marea sin límite, de candidatos a plazas de profesor. No pueden, sencillamente, mantener el número de artículos que la comunidad de candidatos demanda y exige para su supervivencia. Las revistas se dividen y subdividen en micro-, nano- y pico-campos de especialidad, y cada uno recibe solicitudes para publicar en número creciente. Y es preciso tener en cuenta que la docencia china e india ha añadido millones de demandantes de publicación.
Cuando hay demanda en una economía de mercado, siempre hay empresas que la cubren. Las grandes empresas editoriales, con siglos tras ellas, Elsevier, Wiley, Springer, y recientemente MDPI, aceptaron el desafío. Descubrieron que, para sobrevivir, los candidatos a la docencia estaban dispuestos a pagar por publicar, cantidades superiores a mil euros por artículo. Y además estaban dispuestos a hacer de tipógrafos e impresores, preparando los artículos según un esquema fijado por las empresas, con los tipos de letra, la estructura de los mismos, y la bibliografía que la empresas exigían. Las editoriales descubrieron mirlos blancos: Les hacían el trabajo y ellas, si los artículos eran “on-line” se limitaban a poner su marchamo y cobrar; si adicionalmente se publicaban en papel, podían cobrar a miles de euros a las bibliotecas por el derecho de lectura.
Pocas veces se ha encontrado un negocio más rentable: La empresa solo presta su logo, el trabajo de edición lo hacen los candidatos a docentes, que pagan por artículo y la editorial embolsa la ganancia. Los ¿científicos? Se han convertido en pecheros.
Se ha completado el círculo. El investigador carece de tiempo para investigar. Realiza un trabajo más o menos rutinario, completa flecos pendientes de trabajos anteriores y dedica su tiempo a la edición de artículos, que adicionalmente tardan meses en ser aceptados (si alguien se hace de rogar, aumenta su caché), y años en ser publicados en papel.
En 1900, dejando aparte a los grandes físicos, Annalen del Physik, en Alemania, publicaba cada mes 20 o 30 artículos. El tiempo de aceptación o rechazo era de unos días, los artículos se enviaban manuscritos, la edición la hacían los tipógrafos de la revista, no se cobraba, y se publicaban esos artículos en un plazo inferior a dos meses.
Esta es la maravilla de la ciencia hoy.