EL DÍA DEL LIBRO 2019. LAS PATENTES Y LA LITERATURA: “LA FORJA DE UN REBELDE” DE ARTURO BAREA

Como todos los años y coincidiendo con el día del libro, este blog dedica una entrada a una obra literaria relacionada de algún modo con las patentes. En esta ocasión se trata de “La Forja de un Rebelde” de Arturo Barea, y no es la primera vez que hablamos de él y de su obra autobiográfica.

El mundo de las patentes español debe considerarse inmensamente afortunado por el hecho de que el autor de una las obras literarias más interesantes para conocer los avatares de la sociedad española durante los 40 primeros años del siglo XX, “La Forja de un rebelde” fuera un profesional de las patentes durante un importante periodo de su vida, pues ello nos ha proporcionado una información muy valiosa sobre el mundo de las patentes en España durante los años 20 y 30 del siglo XX.

Son numerosos los análisis de esta obra literaria, la cual se popularizó tremendamente tras el estreno de la serie basada en la misma y que se emitió en RTVE en el año 1990, pero en esta entrada me voy a centrar en todo lo relativo a las patentes, lo cual se encuentra en los tomos II y III, titulados “la ruta” y “la llama”, ya que el primer tomo, “la forja”, el más alabado desde el punto de vista literario, está dedicado a su infancia y adolescencia.

Retrato de Arturo Barea por Galina Yurkevich (París 1938)

 

Según nos desvela Arturo en diversas ocasiones a lo largo de la trilogía, siempre quiso ser ingeniero, pero la temprana muerte de su tío, el cual estaba llamado a financiar su carrera universitaria, frustró su proyecto. Tuvo la posibilidad de estudiar becado en la Escuela de Ingenieros de los Jesuitas, en el conocido como ICAI, pero según afirma en “La ruta”, renunció porque no quería verse obligado a seguir de por vida los dictados de la Compañía de Jesús:

“Podría trabajar en cualquier fábrica de España como un ingeniero mecánico sin título legal, pero se entendería tácitamente que seguiría en contacto con la Orden, confesaría mis pecados a un jesuita y obedecería sus instrucciones, a no ser que quisiera quedarme sin trabajo de la noche a la mañana. ¿y dónde iba a ir entonces con un certificado que, sin el plácet de la Compañía de Jesús, no era más que un papel mojado?”

Por ello, se sentía satisfecho cuándo durante unos años trabajó como “técnico de patentes”.

“Al final me sumergí totalmente en mi trabajo, que tenía grandes atracciones para mí. No había logrado llegar a ser un ingeniero, ni aún un mal mecánico, pero ahora era consejero de inventores.”

A pesar de su frustrado proyecto de ser ingeniero, a menudo estuvo en contacto con el mundo de la ingeniería y de la industria; durante su experiencia en la guerra de África sirvió como sargento en el cuerpo de ingenieros y durante su juventud, con 19 años, trabajó un tiempo ocupando un puesto administrativo en una fábrica en Guadalajara, la conocida como “hispano-suiza”, que en aquel tiempo pasó a denominarse como “Motores España”. Es en ese momento cuando se hace la primera referencia a las patentes:

“Motores España era una empresa patriótica que iba a liberar a España de su dependencia de otros países y le iba a dar su aviación propia”

Se emitieron cinco millones de pesetas en acciones liberadas, de las cuales 1.000.000 correspondían al Rey Alfonso XIII, otro tanto al Conde de Romanones y a otros industriales.

“El resto de las acciones se inscribieron a nombre del inventor de los motores, por los derechos de sus patentes que ya cobraba en Barcelona, pero que ahora se iban a fabricar bajo otro nombre.”

Ya durante su primera juventud había trabajado brevemente en la Oficina de D. Agustín Ungría, lo cual no aparece de manera explícita en ninguno de los volúmenes de la trilogía. De vuelta de su dramática experiencia en la Guerra de África como sargento, en 1923, recién licenciado, se encuentra de nuevo con D. Agustín en la Puerta del Sol, y éste le ofrece de nuevo trabajo en su empresa, la cual describe Arturo con todo tipo de detalles en el final del segundo volumen “la ruta”.

Cuando Arturo Barea comenzó a trabajar por segunda vez en la empresa de Agustín Ungría “El Fomento Industrial y Mercantil” (que hoy continúa funcionando bajo el nombre de Ungría, patentes y marcas), ésta ya llevaba 30 años establecida en Madrid. En ese momento, tenía 50 trabajadores y relata el autor que cada vez que se incorporaba un nuevo empleado se compraban una nueva mesa y una nueva silla en cualquier tienda de viejo, lo que hacía que no hubiera dos mesas o dos sillas iguales en las oficinas. La empresa se ocupaba de todo tipo de trámites administrativos, incluidos los relacionados con la propiedad industrial, así como suministro de informes comerciales y el cobro de deudas. Dice Arturo que los salarios eran míseros y que por ello se conocía a la empresa como “El Refugio” (dormitorio gratuito de los “sin hogar”).

Dentro de la empresa de Agustín Ungría, Arturo Barea trabajó en patentes, especialmente en la relación con clientes extranjeros ya que hablaba francés. Como introducción al trabajo que realizaba en la empresa, señala que el procedimiento de concesión de patentes entonces existente en España era de simple depósito:

“Las patentes en España no requieren más que ser solicitadas, pero pronto comenzamos a tratar con agentes extranjeros, que nos enviaban patentes y nos sometían consultas que envolvían un estudio minucioso del aspecto técnico y legal, Nadie en la oficina de Ungría estaba calificado para este trabajo. Por pura satisfacción personal, comencé a estudiar el lado técnico y teórico de cada patente que venía a nuestras manos y pronto me convertí en un especialista.”

Cuenta que su salario era muy reducido (130 pesetas al mes) y que las traducciones de patentes se pagaban aparte, con arreglo al número de palabras. A lo largo de toda su obra y especialmente coincidiendo con su paso por la empresa de Agustín Ungría proporciona varios ejemplos de la precaria situación económica que padecían numerosos trabajadores administrativos o “chupatintas” de Madrid:

“Odiaba esta hambre horrible, escondida y vergonzante de los empleados de oficina que imperaba en tantos cientos de hogares en Madrid”.

Carta de la empresa de Agustin Ungría donde trabajo Arturo Barea entre los años 1923 y 1924

 

En 1924 tras rechazar casarse con la hija de Agustín Ungría, Arturo se desplazó a otra Agencia de la Propiedad Industrial:

“Casi simultáneamente uno de los jefes de una de las agencias de patentes más importantes de España falleció inesperadamente. Yo sabía que iba a ser difícil encontrar quién le sustituyera, porque su trabajo necesitaba conocimientos especiales, y me fui a ver al director de la firma.”

Se hizo cargo de la dirección técnica de la empresa, con un salario de quinientas pesetas y una comisión. A lo largo de la obra no se señala en ningún momento el nombre de la segunda agencia de patentes o de sus jefes. Sin embargo, ha sido posible averiguarlo a partir de varias indicaciones que se van proporcionando en la última parte del volumen “la ruta” y en la primera del volumen “la llama”. Se trataba de la compañía Roeb y Cia, aún en funcionamiento, que había sido fundada por el alemán José Roeb y Nohr, catedrático de alemán de la Escuela Superior de Guerra, en 1904.  Durante los últimos años de su estancia en la Agencia, hasta 1936, la misma se encontraba ubicada en el número 40 de la calle Alcalá, frente al comienzo de la Gran Vía. A lo largo de su obra autobiográfica, con frecuencia se refiere Arturo a la privilegiada ubicación de su oficina. Desde ella fue testigo, por ejemplo, de los habituales enfrentamientos entre falangistas y comunistas que vendían “el mundo obrero” en los meses previos al comienzo de la Guerra Civil:

“Frente a nuestra terraza, en la esquina del Fénix, un grupo de unas seis personas se inclinaba sobre un bulto caído en la acera….. La calle se ensanchaba allí bruscamente para recibir la Gran Vía y la calle de Caballero de Gracia, y forma a modo de una amplia plaza,…..”

Publicidad de la Agencia de Patentes (ROEB y Cia)

 

En una ocasión, describe su despacho en “Alcalá 40” con todo tipo de detalles:

“Mi despacho era el remate de una torreta en uno de los edificios más elevados de la calle. Era como una especie de jaula de hierro y cristal con sólo dos paredes de fábrica, una que daba al resto de la oficina y otra que era la pared medianera de la casa inmediata…… Era una jaula sobre la ciudad; pero yo la llamaba el confesionario. Allí se encerraban conmigo los inventores.”

La ubicación de su oficina en Alcalá 40 se ve confirmada sin ningún tipo de dudas cuando hace referencia al registro de la Oficina Central de Petróleos Porto-Pí S.A., situada dos pisos más abajo, por parte de unos milicianos, tras el asalto al Cuartel de la Montaña.

Anuncio en “el mundo gráfico” de Gasolinas PPP cuya sede también se encontraba en Alcalá 40

 

Es durante sus 12 años de trabajo en “Roeb y Cia” que tuvieron lugar la mayoría de las anécdotas e historias que relacionadas con las patentes se narran en los volúmenes II y III de la trilogía.

También nos cuenta que escribía artículos técnicos o jurídicos para dos revistas profesionales y que su jefe (probablemente Guillermo Roeb Ungelheuer) le dejó editar una revista técnica como propaganda de la firma. Esta revista era “El inventor”.

“Mi trabajo me llevó al corazón de la gran industria, y mis viajes a los dos centros industriales de España – Cataluña y Vizcaya – se hicieron más frecuentes.”

Portada y página interior de publicidad de la revista “EL inventor” que probablemente editó Arturo Barea

 

Relata Arturo su relación con el Duque de Hornachuelos, José Ramón de Hoces y Dorticós-Marín. Quería una patente sobre “el hecho de poner anuncios en los paquetes de cigarrillos”. A pesar de que Arturo intentó disuadirle por tratarse de materia no patentable, éste insistió y aunque el Registro de la Propiedad Industrial iba a denegarla, presiones de las altas instancias gubernamentales le permitieron obtener la patente.

“Ahora bajo la dictadura contaba con tener en sus manos el monopolio de las envolturas de cigarrillos y cerillas con anuncios, bajo los derechos imaginarios de sus pretendidas invenciones……”

En la base de datos del archivo histórico de la OEPM sólo aparece una patente a nombre de José Ramón de Hoces: ES121494. Esta historia de la patente sobre una materia no patentable pero concedida por presiones políticas recuerda a una acaecida unos años más tarde en la Alemania nazi y que fue objeto de una entrada anterior del blog.

La patente ES121494, de título “mejoras en los envases para labores de tabacos”, fue solicitada el 29 de enero de 1931 y concedida en febrero de ese mismo mes, unos pocos meses antes de la proclamación de la Segunda República y cuando Miguel Primo de Rivera ya había fallecido. Además, la patente se refiere a la adición a envases para cigarrillos de todo tipo de accesorios (desde espejos, pasando por cerillas hasta polveras) y no simplemente a la adición de publicidad. Por tanto, no parece que esta fuera la patente mencionada en “la ruta”.

Figuras de la patente ES121494 y documento relativo a la tramitación

 

Como no podía ser de otro modo, Arturo Barea tuvo un continuo contacto con todo tipo de inventores, incluidos los que se suelen conocer como particulares:

“El inventor humilde, visionario, que venía con sus dibujos en una cartera de cuero que compró especialmente para ellos __ él, que nunca uso una cartera semejante __, no acertaba abrir su broche, y se dejaba caer en el sillón.”

También estaba familiarizado, por lo que relataba, con los móviles perpetuos:

“¡Qué trabajo costaba convencer a estos hombres que su invento no era invento y que el mundo lo conocía hacía ya muchos años! O que su mecanismo reñía con los principios de la mecánica y no podía funcionar. Unos, muy pocos, se convencían y se iban agobiados, destruidos; los había matado y me daban pena…………”

“¡Oh son modestos, muy modestos en sus ganancias! Pero no en su invención.

__ Imagine usted __ me decían __ que sólo uno de entre mil de los habitantes de España compre mi aparato. A cinco pesetas son cien mil pesetas. Y luego, llévelo usted a América, con los millones de gente que hay allí. ¡Millones de dólares, mi amigo! __ Porque América es la Meca del inventor.”

Pero también tenía contacto con la gran industria, normalmente extranjera y especialmente alemana, dado que el fundador de su empresa tenía dicha nacionalidad. En el volumen “la ruta” detalla algunos de los casos en los que tuvo que intervenir contratado por esas grandes empresas.

Dedica bastante espacio a la patente cuyo titular era un catedrático de química en la Universidad Central de Madrid, cuyo nombre no menciona, el cual había inventado un nuevo procedimiento para disolver las sales alcalinotérreas, hasta entonces insolubles. Gracias a ese procedimiento era posible aumentar el porcentaje de azúcar obtenido a partir de melaza de remolacha o caña de azúcar desde un 14-17% a un 85-92%. Nos relata Arturo Barea que una empresa, de capital alemán, quería anular la patente, para evitar que llegara a explotarse, pues su negocio era obtener alcohol de la melaza y un elevado aprovechamiento de esta les limitaba la materia prima barata para la obtención de alcohol. Finalmente, la patente se mantuvo, pero a costa de la ruina del titular, que se gastó todos los fondos obtenidos de una herencia en el pleito.  Además, no pudo rentabilizarse la patente porque en aquellos años había exceso de azúcar en el mercado.

El profesor de química era Teófilo Gaspar Arnal y la patente en cuestión era la de número ES98580 con la adición ES101906.La protección se extendió a Gran Bretaña (GB297482), Finlandia (FI13546), y Suiza (CH128983)

Otro de los casos en los que la empresa en la que trabajaba Arturo Barea representó a una poderosa empresa alemana, fue aquella en que la compañía de ferrocarriles del Estado alemán, la Reichsbahngesellschaft, quería anular unas patentes cuyo titular era una sociedad francesa, sobre la fabricación de rodamientos para ferrocarriles, todo ello con el objetivo de obtener un contrato con la Compañía de Ferrocarriles del Norte.

También trabajo en un pleito de la compañía aeronáutica alemana Junkers contra Ford. En este caso todo giraba en relación con unas patentes que protegían la colocación de las alas bajo el fuselaje.

Asimismo, aparece reflejada en su obra la presencia común en aquellos años de compañías alemanas que visitaban España en busca de minerales necesarios para su industria armamentística. Por ejemplo, durante una de sus estancias en el pueblo de Novés (Toledo), donde había alquilado una casa, entra en contacto con un propietario de tierras, ricas en bauxita, que había recibido una de esas visitas germanas:

“¿Usted sabe lo que es el aluminio? ___ Sí. No sé en qué grado le interesa a usted el aluminio y si mis conocimientos serán bastantes.

____ No importa, no importa. Tenemos que hablar. He hecho un descubrimiento interesante y tenemos que hablar. Usted tiene que aconsejarme.

No me agradaba mucho la perspectiva de tener en el pueblo a uno de esos inventores chiflados, pero no era cosa de darle una mala respuesta.”

En otra ocasión estuvo en contacto con un asturiano, Rafael Soroza, que poseía tierras ricas en dolomía:

“…… Los alemanes compran toda la magnesia que puedo sacar y ahora me piden aún mayores cantidades. Es, además, un aislante perfecto y lo van a usar para refrigeradores y para proteger las tuberías en las fábricas de hielo. Es mejor que el amianto. Tenemos que sacar una patente……”

También hace referencia a la figura conocida como “patente defensiva”, contemplada en el Estatuto de la Propiedad Industrial de 1929:

“Don Rafael registraba patentes inocuas que protegían, o pretendían proteger, el derecho al uso de la magnesia como un aislante térmico. La Rheinische Stahlwerke, la I.G. Farben-Industrie y la Schering-Kahlbaum nos enviaban, desde Alemania, sus patentes para la extracción de magnesio de la dolomía y el uso de este metal para fines mecánicos.”

El Estatuto de la Propiedad Industrial definía estas patentes defensivas en su artículo 287:

 “No podrá decretarse el embargo preventivo de los productos, ni el sello de las máquinas y aparatos de una patente en vigor, ni por tanto privar ‘a priori’ al inculpado del ejercicio de su industria, ínterin los Tribunales competentes no hayan hecho declaración, en sentencia ejecutoria, sobre la nulidad de la patente del querellado y validez de la del querellante; pero sí se podrá obligar al dueño de la patente posterior, sea demandante o demandado, a constituir un depósito en metálico, fianza o caución bastante, para asegurar las resultas del juicio e indemnizar, en su caso, al poseedor de la primitiva patente.”

Es decir, la titularidad de una patente protegía frente a medidas cautelares hasta el momento en que esta fuera declarada nula.

Dichas patentes fueron suprimidas de manera explícita por la Ley 11/1986, en su artículo 55:

“El titular de una patente no podrá invocarla para defenderse frente a las acciones dirigidas contra él por violación de otras patentes que tengan una fecha de prioridad anterior a la de la suya.”

Parte de su trabajo consistía en acudir frecuentemente al Registro de la Propiedad Industrial y nos ofrece una reveladora descripción de dicho organismo y de algunos de sus funcionarios. En primer lugar, nos habla sobre su ubicación en el “Palacio de Fomento”:

“Cuando el enorme edificio se convirtió en Ministerio de Trabajo, la oficina de patentes se instaló en el sótano. Por quince años, casi diariamente, estuve yendo a aquellos claustros enlosados y oficinas de techo de cristal.”

Palacio de Fomento (Donde se ubicó el Registro de la Propiedad Industrial durante gran parte del siglo XX)

 

También nos describe brevemente su organización y algunos de los puestos directivos:

“El cargo de director general de la oficina de patentes era un puesto político que cambiaba con cada gobierno. El trabajo descansaba sobre tres jefes de sección cuyo puesto era fijo y con los cuales tenía que resolver todos los asuntos de nuestra oficina, en las breves horas en que recibían.”

Por debajo del director general, estaban el secretario, un jefe de la sección de patentes y un jefe de la Oficina de Marcas. Según Arturo Barea, el Registro de la Propiedad Industrial no era una excepción dentro de la corrupción imperante, aunque no uno de los peores organismos en ese aspecto:

“Podía obtener resultados asombrosos utilizando hábilmente unos cuantos billetes de banco para los empleados, una carta amable de un personaje alemán, de un político o de un prominente padre. Y sabía por experiencia directa que la oficina de patentes era sólo un ejemplo, y no de los peores, de la administración española.”

También nos ofrece una detallada descripción del ambiente que se vivía en el Registro poco después del comienzo de la Guerra Civil, tras el asalto al Cuartel de la Montaña, y de su intervención para salvar al jefe de la sección de marcas, que había sido detenido por milicianos comunistas e iba a ser fusilado.

Pueden encontrar más detalles sobre estos aspectos así como sobre el funcionamiento del Registro de la Propiedad Industrial durante la Guerra Civil en el Nº 52 de la revista MARCHAMOS.

Ya una vez comenzada la guerra, Arturo recuerda que como parte de su trabajo en el campo de las patentes se había ocupado de una solicitud sobre una granada:

“Me acordé entonces de una patente por una granada de mano de mecanismo muy simple que había pasado por mis manos y cuyo inventor, un buen mecánico, llamado Fausto, era un viejo amigo mío. Cuando estalló la insurrección, la Fábrica de Armas de Toledo había comenzado su fabricación en serie. Ésta era la clase de arma que necesitábamos ahora. Me fui a buscar a Fausto y le pregunté qué había sido de su invento.”

Se había creado una fábrica de armas en Toledo para poner en práctica la patente y realiza un viaje hasta allí acompañado del mecánico para tratar de recuperar todas las armas que pudieran, pero el viaje es un fracaso, Toledo fue tomado por las fuerzas franquistas que se encontraron con la fábrica de armas intacta.

En el documento “Las granadas de mano artesanales del tipo 5º regimiento”, se indica que en realidad el nombre del mecánico, Fausto era inventado y que la patente en cuya tramitación había trabajado Arturo Barea era la de número ES125781 (adición de la ES123764), Los solicitantes eran Juan Delgado Moreno y Virgilio Fernández de la Vega. Puesto que Virgilio Fernández era farmacéutico, es de suponer que Juan Delgado Moreno era el mecánico.

Figuras de las patentes ES125781 y ES123764 sobre “granadas de mano”

 

La referencia final a las patentes se produce en las últimas páginas de la obra. Arturo Barea, acompañado de Ilse Kulcsar (periodista austriaca que había colaborado como voluntaria en la censura de los corresponsales extranjeros junto con Arturo), con la que se había casado tras divorciarse de su anterior esposa, abandona España en 1938 y reside durante aproximadamente un año en París antes de marcharse a Inglaterra, su destino definitivo. En París ambos sobreviven de forma precaria realizando sobre todo trabajos de traducción. Menciona que uno de esos trabajos fue la traducción de una patente:

“La mayoría de ellos eran anuncios o instrucciones para usar productos; no valían más de cinco francos, lo bastante para comprar pan y queso. Pero una vez me dieron el texto de una patente para traducir al español. Cuando comencé a escribir una de las palancas de los tipos se rompió. Era casi un desastre, porque la patente era lo suficientemente larga para asegurarnos la comida caliente de lo menos cinco días.”

Arturo Barea como inventor y solicitante de patentes

Resulta curioso que en ningún momento a lo largo de los tres volúmenes autobiográficos hace mención a su actividad como inventor ni a las tres solicitudes de patente que presentó. Es cierto que en seguida caducaron, en dos casos por falta de pago de una anualidad y en otro ni siquiera fue concedida por no aportar los dibujos. De cualquier modo, estas son las tres patentes que presentó:

ES103729 – “Un dispositivo-envase, especialmente aplicable a las pastas dentífricas”. Se presentó el 26 de julio de 1927.

En aquella ocasión, a diferencia de lo que ocurrió en las posteriores solicitudes, actuó sin representante. Según se observa en la documentación de presentación de la solicitud, en aquella época residía en el Puente de Vallecas, en la plaza de San Isidro, ahora denominada Plaza de Puerto Rubio.

Se trataba de un dosificador que, incluido en un envase, con forma de Buda, permitía aprovechar al máximo el contenido del tubo de pasta dentífrica, al mismo tiempo que le proporcionaba un soporte y una apariencia agradables, ya que la pasta dentífrica se incluía en tubos de estaño que desentonaban con el resto de los elementos habituales en un tocador.

La patente fue concedida, pero caducó por impago de la primera anualidad.

Documento de solicitud de la patente firmado por Arturo Barea y figuras de la invención

 

ES111519 “Perfeccionamientos introducidos en máquinas vaporizadoras.”. Se presentó el 20 de febrero de 1929.

Esta solicitud la presentó representado por el agente de la propiedad industrial Leocadio López, que también trabajaba en la empresa “Roeb y Cia”, en lo que se puede interpretar como un favor personal. En aquel año residía en la calle Julián Gayarre, cerca de la Glorieta y de la Estación de Atocha.

La solicitud de patente se refiere a unos perfeccionamientos en máquinas vaporizadoras para la preparación de café, de utilización en cafeterías y destinados a aumentar la hermeticidad y el rendimiento.

Primera página y una de las figuras de la solicitud de patente ES111519

 

ES140385- Perfeccionamientos introducidos en la fabricación de objetos huecos en pasta celulósica y similares. Se presentó el 28/11/1935.

Con esta solicitud, la representación corrió a cargo de Guillermo Roeb, su jefe y la solicitud se denegó por no subsanar un defecto consistente en la no aportación de dibujos. En esta ocasión el domicilio facilitado se encontraba en la calle Olivar, en Lavapiés, muy cercana a la calle del Ave María en la que afirmaba vivir en aquel tiempo en el volumen “La llama”.

La invención se refería a unos perfeccionamientos de un procedimiento de fabricación de objetos huecos a base de pastas celulósicas que se encontraba protegido por la patente española 67493. El hecho de que para facilitar la expulsión de agua fuera preciso utilizar una rejilla, daba lugar a una superficie que no era absolutamente lisa y que requería un tratamiento adicional.

Autorización incluida en el expediente de la patente ES140385

 

CONCLUSION

Como los lectores habrán podido comprobar, si hablamos de patentes y literatura española, “La forja de un rebelde”, y más concretamente los volúmenes II y III tienen un papel protagonista. Como en tantos otros ámbitos, esta obra ofrece un testimonio valiosísimo para comprender el mundo de las patentes en la España de los años 20 y 30 del siglo XX.

 

Leopoldo Belda Soriano

 

Vínculos de interés:

https://williamchislett.com/2017/12/14/arturo-barea-del-madrid-de-la-guerra-civil-al-exilio-en-la-campina-inglesa/

http://historico.oepm.es/museovirtual/galerias_tematicas.php?tipo=OTROS&xml=Barea%20Ogaz%C3%B3n,%20Arturo.xml

https://www.cervantes.es/sobre_instituto_cervantes/publicaciones_espanol/catalogos/arturo_barea.htm

 

En los siguientes enlaces disponen de artículos sobre otras obras literarias donde las patentes tienen un papel más o menos relevante:

– Día del libro de 2015.

– Les Souffrances de l’inventeur (Honoré de Balzac).

– Congreso en Estocolmo (José Luis Sampedro).

– A Venetian Court (Charles L. Harness).

– Les Patrons sous l’occupation (Renaud de Rochebrune).

– Patent Pending (Arthur C. Clarke)

– El Agua Prometida (Alberto Vázquez Figueroa)

– Antoine de Saint-Exupéry.

La literatura y las patentes

A patent lie

“The Corrections”, “oral argument” y “Filek: el estafador que engañó a Franco”

Birdseye: las aventuras de un hombre curioso

 

 

 

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3 comentarios

  1. Superinteresante, como todos tus artículos, Leopoldo, gracias

  2. Qué buen artículo, me ha enganchado de principio a fin (como todos los de Leopoldo).

  3. Estupendo trabajo de recopilación, no sólo de los contenidos de La Forja, sino de otros muchos hechos y documentos no recogidos en la novela.

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