Programar en Salud Pública (2): El proceso de programación

Por Javier Segura del Pozo

Médico salubrista

 

Hoy publicamos la segunda entrega de nuestro Curso Critico de Programación en Salud Pública, iniciado la semana pasada, y cuyo objetivo es transmitir parte de mi experiencia de aplicación de la teoría de la programación en las instituciones de salud pública. Nos detendremos en las situaciones en las no es necesario que la administración de salud pública funcione por programas (cuando no busca cambios, cuando esta muy segura que lo que hace es lo único posible y lo correcto, cuando no quiere correr el riesgo de que se desvelen las contradicciones institucionales, cuando funciona a demanda, etc.) y lo que no considero que es un programa de salud pública (empaquetado de actividades dispersas, justificación de asignación presupuestaria, protocolos, etc.). Describiremos las dos fases y las diferentes etapas del proceso de programación. Y le dedicaremos unos párrafos a la primera: analizar el problema de salud y sus determinantes.

Cuando no debe programarse (en SP)

 

Parecería que una institución de salud publica no puede aparecer sin programas de salud. Sin embargo, deberíamos ser coherentes y decir a nuestros políticos y jefes que no siempre es necesario programar en salud pública. Cuales son estas situaciones:

 

1. Cuando no se buscan cambios en el estado de salud de la población. Bien porque no sean una prioridad política (por ejemplo, no se quiere afrontar el esfuerzo y pagar el coste de una acción intersectorial en políticas publicas, no se quiere entrar en conflicto con intereses económicos o de grupos de presión, etc.) o bien porque se crea que prácticamente es imposible cambiar nada.  En nuestras instituciones de salud pública es muy frecuente que, a pesar de los discursos oficiales manifestando que se trabaja para prevenir enfermedades, haya una cierta falta de fe en la posibilidad de hacerlo. Parte de lo que a veces se piensa, y no se dice, es: “Es difícil, casi imposible, cambiar el estado de salud. No depende de nosotros (el sector salud), sino de otros (otros sectores: educación, servicios sociales, medioambiente, urbanismo), de los políticos…”. Así, a veces vemos que enunciamos objetivos de impacto sobre la salud (“reducir la mortalidad…”), pero no nos creemos que sean posibles alcanzarlos. Son objetivos estéticos. Por ello, para «no pillarse las manos», las instituciones frecuentemente no fijan de forma precia sus objetivos (como sería: “reducir la mortalidad un 10% en el periodo X y en el territorio Y”)

 

2. Otras veces, se esta muy seguro que lo que hacemos es lo único posible y lo correcto. Para qué evaluarlo, si ya lo hicimos en el pasado y sabemos perfectamente donde esta el problema y los limites. En este caso, ¿para que programar? Limitémonos a protocolizar.

 

Como dice Pineault [1], algunas instituciones tienen una perspectiva “de planificación en reacción» y por adaptaciones consecutivas a los acontecimientos exteriores y, más particularmente, a los grupos de presión, sin tener una línea de conducta predeterminada. Planificación de ojo de buen cubero, método “apagafuegos”. Muddling through = salir del paso de alguna manera. En este caso, para qué programar, incluso, para qué planificar. En los últimos años algunos de nuestros políticos se han dado cuenta de esta incoherencia y han eliminado de las instituciones la planificación y sus unidades orgánicas, como las direcciones generales de planificación (después eliminaron la dirección general de salud pública, después la zonificación sanitaria, después eliminaron los servicios de salud publica de área, después los centros de apoyo al profesorado, después las gerencias de área de atención primaria, después…). ¡Tanta planificación y programación! ¿Para qué? ¡Tantos organismos de planificación, gestión y evaluación! ¡Ni que fueramos soviéticos!

 

Lógicamente, este posicionamiento es más frecuente desde orientaciones ideológicas ultraliberales, que consideran que el estado es el problema y el mercado la solución (sin embargo, ahora, después de la ultima y presente crisis financiera del sistema, parece que para muchos es al revés…). La idea pues es adelgazar el estado y confiar en «la mano invisible del mercado», como fuente de regulación. Cuanta menos planificación de la administración pública, mejor: el mercado tendrá más espacio libre y menos restricciones (según algunos, también menos transparencia y control).  Este espacio, incluido el de los servicios de salud y de educación, es “externalizado”, es decir, ocupado por empresas privadas (con animo de lucro), que sí que utilizan técnicas de programación y planificación para racionalizar y maximizar la obtención de beneficios. El estado se queda con la planificación de la concesión, su financiación, y, teóricamente, con el control de los resultados acordados en los conciertos y pliegos de condiciones. Sin embrago, se introducen dinámicas y barreras que hacen muy difícil evaluar estos pliegos y el cumplimiento de indicadores, con lo que ni siquiera podemos comprobar la hipotesis ultraliberal de que el mercado es mas eficaz y eficiente que el estado en la provisión de servicios (esto es otra historia a la que le dedicaremos otros post). Es decir, al final la capacidad de programar los contratos de servicios externalizados (¿a quien se adjudica y porque?, tema de rabiosa actualidad en España) y de evaluar su desempeño (¿se ha dado el producto que habíamos acordado?) es mínimo.

 

3. Volviendo a lo que antes dijimos del para qué programar, podemos decir que  tendremos menos o ninguna necesidad de programar, de priorizar en aquellas instituciones o situaciones en que:

  • No se pretende una reflexión colectiva (con los riesgos que ello implica para la burocracia y los que se benefician de ella)
  • No hay una cultura de organización participativa que busca el consenso de los profesionales y de estos con la dirección
  • Cuando no se busca una puesta en común del ámbito de decisiones individual. Por ejemplo, que todos los inspectores sanitarios tengan criterios parecidos a la hora de decidir cuando hay una infracción importante a la norma, cuando proponer sanción, cuando actuar cautelarmente. O bien: que haya criterios minimos comunes entre los profesionales de los equipos de salud que trabajan con las instituciones educativas desde diferentes centros; o entre los de salud mental que abordan una situación de riesgo priorizada. Aun sabiendo que esto supone una merma en el privilegio de decidir desde lo privado, en la discrecionalidad de las decisiones. Si no, ¿como podriamos evaluar en común nuestros objetivos comunes? 
  • Cuando no se quiere que estos acuerdos sean transparentes y figuren en un papel que de cuenta de un compromiso.
  • Cuando organizamos nuestros servicios en función de la demanda y no nos importa los efectos de «la ley de atención inversa».

En resumen, hay que advertirles a nuestros representantes institucionales (y a nuestros compañeros)que trabajar con programas de forma coherente supone asumir el riesgo de que se desvelen las contradicciones institucionales (y de la practica profesional): la distancia entre lo que se piensa, se dice y se hace.

 

 

Lo que un programa no es

 

Lo que debe quedar claro es que un programa no es un proceso de empaquetado de elementos dispersos, es decir, no es una agrupación de actividades relacionadas bajo un mismo titulo, como una caja en que metemos objetos sueltos (ejemplo, programa de acciones contra el cáncer). Tampoco es solo una forma de organizar actividades que, aunque teóricamente van dirigido a conseguir objetivos, no se evalúan. Así por ejemplo, un programa de subvenciones a municipios para  tratamientos de DDD (desratización, desinsectación, desinfección), que ordena y empaqueta las actividades asociadas a la oferta de subvenciones y el proceso administrativo de las mismas, no es un programa de salud publica si, por ejemplo, no va asociado a una evaluación de la presencia de roedores o insectos en los municipios subvencionados.

 

Tampoco un programa es simplemente un documento, generalmente lujosamente editado, que se presenta a la prensa o a la oposición, a modo de memoria o recuento de actividades, para justificar la asignación presupuestaria. Aunque en este caso la memoria sea un documento justificativo del cumplimiento de un contrato, éste (el programa) debe contener objetivos de salud y haber evaluado su consecución.  Como antes hemos dicho, programar no es solo protocolizar, estandarizar actividades, sino reflexionar si estas actividades, las protocolizadas y las no, han cumplido sus objetivos.

 

 

El proceso de programación

 

A veces se dedica mas esfuerzo organizativo a diseñar un programa que a ponerlo en marcha. Es un error común que hay que solucionar: una vez que se tiene el documento del programa, hay que presentarlo y hay que elaborar un plan de implantación del mismo, que incluye su seguimiento y evaluación y que finalmente desemboca en la revisión y rediseño del programa. Así pues distingamos dos fases:

 

I. Fase de Diseño: analizar y definir:

        El problema de salud y sus determinantes

        Población diana

        Estrategias de abordaje

        Objetivos

        Actividades

        Recursos

        Evaluación

II. Fase de puesta en marcha:

        Presentación

        Organización del programa

        Movilización de recursos

        Sistema de información

        Apoyo al proceso de cambio

        Evaluación

        Revisión del diseño

 

 

Análisis del problema y sus determinantes

 

En todos los tipos de programas, debemos antes de volcarnos en el diseño, pararnos y dedicarlo un tiempo importante a especificar qué tipo de problemas o situaciones queremos abordar. Es muy frecuente que los programas de SP no tengan una análisis previo del problema a abordar. El programa se justifica con dos párrafos, fruto de un “corta y pega” de otro programa similar copiado o importado. Frecuentemente la información epidemiológica también esta importada.

 

Frente a esta mala practica, debemos analizar el problema en el aquí y el ahora. En nuestra geografía e historia. Lo cual no quiere decir que no aprovechemos las investigaciones y la experiencia de los demás y el análisis que otros han hecho de su experiencia. Como saben los que me conocen, yo no creo en la evidencia científica universal. Si fuera verdad, se podría hacer programas de SP estándares para cualquier época y espacio. O que la diferencia solo estuviera determinada por la diferencia de recursos disponibles.

 

Por otra parte, es posible que ya estemos abordando este problema, que el programa no sea nuevo o haya actividades o experiencias de abordaje de ese problema. En este caso es fundamental dedicarle el tiempo adecuado a analizar estas experiencias con sus protagonistas, con los expertos en el tema dentro de la institución. Estas experiencias previas son verdaderas joyas, por su poder docente. Nos darán cuenta de “las piedras” sobre las que no debemos volver a tropezar, de los limitantes institucionales y las resistencias profesionales presentes en nuestro medio. Nos darán pistas sobre las aperturas y estrategias mas adecuadas.

 

Uno de los mayores pecados de nuestras instituciones es despreciar el pasado. ¡Confieso que ya también he pecado en este sentido!  Algunos llegamos a finales de los 70 a las instituciones con la idea de hacer “la transición democrática”. Lo antiguo era sospechoso de poco moderno, cuando no de corrupto. La distancia ideológica y cultural no permitió una buena transmisión intergeneracional de experiencias entre profesionales asociados al anterior régimen y profesionales identificados con el cambio democrático. Pero esta es otra historia. A otro nivel, aunque relacionado con el fenómeno antes apuntado, actualmente nos encontramos con situaciones en que viene una nueva dirección (consejero, director general) a nuestras instituciones, que necesita funcionar con la ilusión de que “se pone el reloj a cero”. Los estudios y acciones anteriores son despreciados, pertenecen al pasado y no hay nada rescatable.

 

Cuando analicemos el problema de salud, debemos estudiar y analizar sus determinantes (determinantes proximales, contributorios, sociales y ambientales). Así por ejemplo, el tabaquismo es reconocido como un determinante proximal para varias enfermedades. Sin embargo, la propensión de un individuo de fumar, y por ello la prevalencia de fumar en una comunidad, esta  determinada por un rango de factores contribuyentes, incluidos la edad, el sexo, la clase social, el precio, la publicidad, la presión del grupo de iguales, la densidad de puntos de venta y las oportunidades de fumar. Frecuentemente solo es posible actuar sobre los determinantes contribuyentes y no sobre los proximales. Por ejemplo, la protección solar va orientada a los factores contribuyentes (la exposición al sol) y no la causa proximal (las radiaciones ultravioletas)[2].  Nuestra definición de la población diana y nuestras futuras estrategias de abordaje estarán determinadas por este análisis de determinantes, como veremos en nuestra siguiente entrega.

 


[1] Raynauld Pineault y Carol Daveluy. “La Planificación sanitaria”. SG-Masson.1987

 

[2] “A Planning Framework For Public Health Practice.” The National Public Health Partnership. Australia. 2000. Disp. en: http://www.nphp.gov.au/publications/phpractice/planfrwk.pdf

 

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5 comentarios

  1. porfavor si me puedes enviar informacion sobre elaboracion de programas de intervencion comunitaria. me seria de mucha ayuda.

    GRACIAS.

  2. gracias! pero me gustaria q escribieran sobre aspectos de programacion en salud publica

  3. creia que en una programacion de salud como correspondia a salud de la poblacion podiamos involucrar a otros sectores pero es muy bueno la vision de de este analisis, estoy haciendo una progamacion y bueno me saco una gran duda

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