CARTA ABIERTA A «EL CLÍNICO»

Espero que los lectores que siguen a este escribidor poco prolífico, los visitantes fortuitos de esta bitácora y los responsables de los blogs de Madrimasd me permitan unas cuantas palabras de carácter personal, alejadas de cualquier pretendido o pretencioso tono científico. Me gustaría dirigirme, hoy sí en primera persona, a unos cuantos profesionales que nos han hecho más llevadera la desdicha sobrevenida allá por el mes de mayo.

Se veían las nieves, resistentes aún a este condenado cambio climático, en las cumbres de la Sierra de Madrid. Sin esperarlo, con la mente puesta ya en unas próximas y comprometidas vacaciones, una desgraciada fractura abierta de pierna, de consecuencias que estaba muy lejos de atisbar, irrumpió en la vida de quien me dió la vida. Diligentes, competentes, los profesionales del SUMMA prestaron su atención, su alivio y, nada esperado en esas circunstancias, su comprensión. Nos propusieron el Hospital Clínico para el traslado, aceptamos tras algún titubeo. Al fin y al cabo era el hospital de referencia de toda la vida. Un poco más tranquilos, Servicio de Urgencias, personal de enfermería y aparecen esos médicos jóvenes y piensas que serán los MIR del turno de sábado por la tarde, de cuya competencia no quieres dudar, pero esperando que tras esas puertas haya algún adjunto avezado. Son momentos de sufrimiento, llamadas, llanto escondido, algún reproche y mucha, mucha incertidumbre. Por fin, «la operamos esta misma tarde». Alivio. Incertidumbre de nuevo.

Tras unas horas la operación sale bien, pero hay que atender a las circunstancias propias de un hueso añoso y fragmentado. Pasa a la Unidad de Reanimación, o URPA , como allí la llaman. Le das la mano, muchos besos, «todo va a salir bien», y tratas de que no aparezca la lágrima que la inquiete. Pasa a planta, y te quedas con la enferma, no se debe quedar sola cuando siente, y siento, otra dosis de incertidumbre. Comienza esa primera etapa de ingreso, heridas frescas, rutina hospitalaria: comidas, curas, cuñas. Aparecen visitas, distintos médicos, con pijamas de distintos colores, con informaciones varias, a veces muy parcas. Otras, pausadas, detalladas, concretas, como las del geriatra, Mora. Llega la lucha por la aceptación de la independencia perdida, la aceptación de la ayuda para lo más simple e íntimo. Y aparece la reflexión de un profesional que, como este fisioterapeuta escribidor, ha pasado al otro lado. Escudriñas en tus actos y en los de «tus compañeros», los cuidados cotidianos toman otra dimensión, las palabras de ánimo y de cariño hacia tu ser querido las ves a 72 puntos. Y aparece un enfermero, pongamos que se llama Sergio. Mirada limpia, cuidado sereno, te cuenta, te explica, y está muy predispuesto a ayudar.

Alta, dependencia, soledad, cuidados ajenos, espera, y más, más incertidumbre. Semanas, varias consultas, «vamos a esperar un poco más para apoyar», «esa herida hay que vigilarla». Seis semanas,  y apoya, anda, nos lo dice Antonio, se apellida Urda. Se ha levantado, te ha dado la mano, y te enseña la radiografía con explicaciones de cómo va ese hueso añoso.  Te das cuenta de la importancia de esos gestos. Pero la herida sigue regulín. Debes ver al que sabe de eso, otro médico, el cirujano plástico. Te recibe pronto, se llama Rubén. Y cuando ya no estás busca un momento para telefonearte, que vayas en dos días que quiere adelantar las pruebas porque, otra vez, la tienen que operar. Es mayor, su tejidos, sus arterias aguantan menos una cirugía de colgajo. Te lo explica, lo dibuja, sabe que soy fisioterapeuta porque se lo dijo el traumatólogo, y algo entenderé. Otra vez a quirófano, otra vez la maldita incertidumbre.Cuatro horas de operación para intentar salvar la pierna. Rubén y José María, los plásticos, esperaban que fuera más fácil. Días de espera, desasosiego, duda, parece que prende. Tras unos días José María lo ve claro, la cosa va para adelante. Es cercano, franco, como su apellido. Se ausentará y lo deja en manos de su compañera Araceli. Es agosto, vacaciones para otros. Estancia hospitalaria para nosotros. La vista a esa joya madrileña, la Casa de Campo, combina el verde de los árboles y el amarillo de la hierba seca. Quedan lejos las nieves de mayo. El proceso continúa, con incomodidades lógicas y un cansancio que empieza a pesar. Auxiliares, médicos, enfermeros, celadores, técnicos y demás personal transitan por el hospital. Unos en espera de vacaciones, otros ya de regreso. Inés y Victor, entre otros, se afanan en las curas; Ini, siempre solícita, «que bien me asea», dice la enferma. El internista, Marco, de voz vivaz, la trata de animar, de prestar un poco de optimismo para contrarrestar el natural desánimo. Y le da el testigo a José Luis, de apellido impronunciable. Me sorprendió su afabilidad con tintes de timidez, aceptando con agrado el tuteo, con explicaciones sencillas pero más que necesarias. Porque las cosas se complicaban. Finales de agosto, de nuevo intervención para «arreglar» el injerto. Tocaba a Araceli, de nuevo explicó lo que haría y lo que hizo, de nuevo tranquilizó ante una situación en la que cualquiera nos sentíamos vencidos.

Tercer asalto, algo demasiado retador para un cuerpo envejecido. Tercer triunfo gracias a la pericia de la cirujana. Estábamos ya en septiembre. Un calurosísimo septiembre. Visitas buscando el respiro a la Facultad de Medicina, donde estudiamos en los tiempos de Héroes del Silencio. Las subidas por el Parque Jaime, donde los jóvenes estudiantes se reencontraban, eran cada vez más pesadas, como la situación. Complicaciones médicas, ¿hipomagnesemia?, desorientación, alucinaciones. La desesperación, la espera, la esperanza, se sucedían. José Luis se preocupaba y, paradójicamente, su preocupación me tranquilizaba, nos daba confianza en su trabajo.

Tocaba volver al trabajo tras vacaciones y los correspondientes permisos por «intervención quirúrgica de familiar de primer grado». Gracias a la familia, sobre todo a ese hermano de la padeciente, las horas de soledad diurna eran pocas. Mis tardes, la mayoría eran una ampliación de jornada hospitalaria, estacionamiento en el anatómico-forense y paseo a la quinta sur, luego al ala norte , porque tras el verano se reubicaban a los pacientes. Ascensores varios, el 35, el 22, el de la entrada de profesores…
He conocido mucho mejor ese Hospital Clínico San Carlos, en el que nací y en el que me formé, y he llegado a casi sentir rencor irracional, alternando con el cariño hacia él, por una suerte de asociación de ideas. Y todo se iba asentando. Tocaba solicitar centro de media estancia, tan necesarios (merecen un capítulo aparte).

Octubre,  tras más de dos meses alta. Pero, de nuevo, cuarto asalto, aparece infección en esa pierna que ya servía para caminar y vuelta al Clínico. Urgencias, MIRes, adjunto que, casualmente, estuvo presente en mayo. Ingreso, desesperación, intervención para sacar el material en el que se refugian los  malditos bichitos. Lo hace León, intuimos que es uno de los notables de nuestro «amado y odiado» hospital. Nos habían comentado que era de los buenos, y su trato, su atención, sus explicaciones nos lo confirman. La fuerzas mentales, más que las físicas, ya eran exiguas. Mientras tanto reaparece otro destacado, Marco. Esa hiponatremia le estaba dando trabajo. Mientras Teresa, Cecilia, Maru, Laura dan a la enferma cuidado y, lo que es a veces tan o más importante, trato amable, comprensivo, y con mucha, mucha paciencia.  Y, otra vez, estabilización del cuadro, con curas pendientes, antibióticos por tiempo, complicaciones varias. Las nieves de otoño ya se veían en la sierra. De nuevo en otro centro de media estancia, que son tan importantes, gracias también a las tareas de las trabajadoras sociales (sí, esos profesionales que conocemos tan poco).

Esta historia está inacabada. El Clínico es «sólo» una gran parte de ella. Por eso no podía, no quería, dejar de dar a sus trabajadores un enorme gracias. Todos son importantes, cada uno en su faceta, no solamente el personal asistencial, también dietistas, informadores, archiveros, personal de mantenimiento o administrativo. He escrito algunos nombres pero se me olvidan muchos y otros más permanecen en el anonimato de la labor cotidiana. El engranaje no funcionaría sin cualquiera de sus piezas. No todo ha sido perfecto, pero ahora toca reconocer que lo habéis hecho bien. Deseo no sólo el reconocimiento de los pacientes y familiares sino de los gestores directos y de la Administración sanitaria. Más allá de campañas de humanización la implicación personal, la motivación, la disposición, la paciencia, individuales y colectivas de los profesionales es lo que empuja el sistema. Un sistema que es de todos y para todos, basado en una solidaridad sin la cuál la gran mayoría estaríamos desprotegidos ante las veleidades de nuestra salud y nuestra enfermedad. Cuidémoslo, cuídenlo. De nuevo, mientras tanto, gracias a todos, y feliz y provechoso año nuevo.

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