Peras y manzanas: camisetas frente a seminarios
Según una eminente ideóloga de la derecha española, que bien pudo basarse para decirlo en la Aritmética que le enseñaron en el parvulario, no es posible juntar peras con manzanas. Viene esto a colación para comentar la polémica que se ha mantenido estos días en el Centro Nacional de Biotecnología cuando se ha contrapuesto la reivindicación de la investigación desde dos ópticas diferentes, por un lado la protesta frente a los recortes presupuestarios a la investigación y por otro la asistencia a las conferencias y seminarios científicos. Y ha ocurrido así porque el centro ha celebrado sus veinte años de existencia organizando una jornada de presentaciones científicas y en la que parte del personal ha decidido participar de forma reivindicativa, cuando no alternativa, frente a los recortes simbolizándolo en una camiseta roja con el lema “sin Ciencia no hay futuro”. El debate ha surgido por la comparación entre el número de personas que vestía la camiseta roja y el de quienes asistían a los seminarios.
Ilustración de 1790 sobre el ajedrez pintada en el canto de un libro. Fuente: Boston Public Library.
A mí me pareció a primera vista que las dos cosas no tienen nada que ver, que son como peras y manzanas. Pero el caso es que me ha hecho reflexionar tanto sobre la escasa audiencia que por norma tienen los seminarios como sobre quiénes vistieron las camisetas.
En mis tiempos de estudiante de doctorado tuve la suerte de alojarme un mes, para asistir a un curso de inglés en Cambridge, en la casa de Ms. Robin Andrew, una cultísima mujer que había sido trabajadora social en un hospital de París, conductora de ambulancias en Reading durante la Segunda Guerra Mundial y que era experta en el estudio sistemático del polen, lo que técnicamente se denomina “Palinología”. En el bajo de su casa, donde cada mañana me servía con exquisita amabilidad el desayuno, Ms. Andrew tenía una colección de libros con los cantos decorados por preciosas acuarelas en las que lo mismo aparecía un bucólico paisaje en uno, una escena de caza de patos en otro, mientras en otro de sus ejemplares más preciados mostraba, según se curvase el borde hacia uno u otro lado, dos escenas diferentes.
Ejemplos de libros ilustrados en el canto.
Además, era Ms. Andrew una gran aficionada a las pruebas hípicas y a la música. Me decía ella que a su edad sabía perfectamente qué música era la que quería escuchar, y es más, que podía sin dudar elegir por qué intérprete la prefería.
A mí me ocurre lo mismo con los seminarios y conferencias científicos, a mis años creo saber bien los temas que quiero escuchar y puedo determinar casi sin vacilar qué conferenciantes me gustan. Pero para llegar a ello me ha ocurrido como a Ms. Andrew con la música, he tenido primero que escuchar mucha música y aprender a apreciarla. Por eso a mis colaboradores más jóvenes les recomiendo que asistan a todos los seminarios, y más a los que yo no voy, porque necesitan oír mucha ciencia para en su momento decidir la que a ellos les gusta y ponerse a practicarla. Aparte de por mi escaso poder de persuasión, ¿por qué estos jóvenes me ignoran?
En primer lugar no puedo descontar que sea en parte por la vagancia natural que todos llevamos puesta, pero sería injusto con ellos si no examinase otras causas más profundas. Una es que en muchos seminarios científicos la amenidad ni se la ve ni se la espera. En general, y que me perdonen las excepciones, los investigadores creen que su trabajo es tan importante que se molestan poco en facilitar que su relato sea, si no entretenido, sí al menos atractivo. Parece como si explicar las cosas en lenguaje comprensible las despojase de ese aura de arcano ignoto, y que no presentar la ciencia como algo difícil de entender desmereciese la sabiduría de quien la relata.
La excelencia desvaída: camisetas rojas en el veinte aniversario del CNB. Foto: Inés Poveda; Photoshop (para realzar la pancarta amarilla desvaída por el tiempo): Miguel Vicente. Más fotos.
Además creo que hay al menos otra razón, más grave al afectar al sistema de investigación en su conjunto, por la que la asistencia a seminarios no es una actividad muy popular. Es que, en los tiempos recientes, el trabajo del investigador ha dejado de medirse por lo que sabe y ya casi solo se valora por lo que produce. En otras palabras, los currículos se miden por la cantidad e impacto de las publicaciones o por las patentes y no por los conocimientos que tiene el investigador. Quienes ahora se están formando han vivido a su alrededor el que cuanto les desvíe de publicar un trabajo en una revista con el mayor impacto posible no solo no interesa, sino que es perjudicial. Por eso prefieren seguir obteniendo datos, a veces muy mecánicamente, en vez de asistir a una charla sobre un tema diferente al de su tesis doctoral. Así esperan ganarse la recompensa de aumentar el valor que les asignan esos extraños índices que pretenden cuantificar la calidad del saber y por los que se juzgará su trabajo.
Aplicar el conocimiento creo yo que no solo es bueno sino que globalmente produce beneficios materiales, aunque a menudo estos no llegan siempre ni en un plazo corto. Lo que es a mi juicio negativo es privar de valor económico al propio conocimiento. Esto lo está ahora pagando el CSIC sumido en la pobreza de unos presupuestos que no le llegan. Quienes lo convirtieron en una agencia estatal no parece que se preocupasen con igual eficacia de asegurar que la adquisición y transmisión del saber tuviese una recompensa material, por eso gran parte del trabajo de sus investigadores no se refleja en la economía del organismo, y por lo mismo cuando su actividad la evalúa el Ministerio de Economía y Competitividad salen cosas muy raras.
Es la del utilitarismo a ultranza una enfermedad, grave a mi entender, que afecta a la investigación, y por tanto a la Ciencia y que a la larga puede volverse en contra de quienes han favorecido el fin únicamente utilitario del trabajo científico. Baste recordar la anécdota de ese ingeniero a quien llaman para reparar una máquina cuya avería tiene parada a toda la fábrica, tras solo apretar un tornillo la máquina vuelve a funcionar. Cuando el propietario se queja del importe de una factura de mil euros si tan solo ha tocado un tornillo, el ingeniero la rectifica: “Por ajustar un tornillo, un euro, por saber cuál tornillo había que ajustar novecientos noventa y nueve euros”.
Por todo lo dicho, y aunque ya sabemos que peras y manzanas no pueden sumarse, creo que asistir a las charlas del aniversario del CNB debiera haber sido tan importante para los jóvenes investigadores, como lo debiera haber sido para los más experimentados el haberse puesto una camiseta, aunque fuese roja, con el lema “sin Ciencia no hay futuro”. ¿O no?.